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Susan Sontag

El Benefactor

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Título Original: The Benefactor

En cuanto al sueño, la siniestra aventura de cada noche, puede observarse que los hombres se dirigen a sus lechos cada día con una audacia que estaría más allá de toda comprensión, si no supiéramos que es resultado de su ignorancia del peligro.

Baudelaire

Si algo estuviera equivocado, hagamos responsable al Sueño. El Sueño es una ley en sí misma; se bate contra un arco iris para mostrar, o para no mostrar, un arco secundario… El Sueño conoce mejor; y el Sueño, lo repito, es la parte responsable.

De Quincey

CAPITULO I

Je rêve donc je suis

¡Si tan solo pudiera explicarte cuánto he cambiado desde aquellos días! Cambiado y, sin embargo, todavía el mismo. Pero ahora puedo ver mis viejas preocupaciones con mirada serena. En los treinta años que han pasado, la preocupación ha cambiado su forma, se ha invertido, digamos. Cuando empezó, fue creciendo hasta vaciarme. Al principio la ignoraba, más tarde la acepté y busqué consuelo en mis amigos, después me resigné y finalmente aprendí a utilizarla en favor de mi propio beneficio. Ahora, en lugar de estar en mi interior, mi preocupación es una casa en la que vivo; en la que vivo más o menos cómodamente, vagando de habitación en habitación. Algunos inviernos no enciendo la calefacción. Entonces me quedo en una habitación, cálidamente abrigado en mi chaqueta de cuero, sueters, botas y bufanda, y recuerdo aquellos agitados días. Me he convertido en un viejo algo lunático, dedicado a inocentes filantropías. Unos pocos amigos me visitan porque están solos, no porque disfruten realmente de mi compañía. Decididamente, he dejado de ser interesante.

Ya siendo niño, tuve rasgos que me distinguían de mis compañeros de juego. Mi propio origen es poco notable: procedo de una próspera familia que aún reside en una de las grandes ciudades de provincias. Mis padres habían entrado ya en la madurez cuando nací, siendo el menor de sus tres hijos, y mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Mi hermana ya se había casado y vivía fuera. Mi hermano tenía edad suficiente para entrar en el negocio de mi padre; se casó joven (poco después de la muerte de mi madre) y pronto tuvo varios hijos. Hace muchos años que no le veo. De modo que tuve grandes oportunidades para estar solo durante mi infancia, y desarrollé el gusto prematuro por la soledad. En aquella enorme casa de la que mi padre y mi hermano estaban permanentemente ausentes, yo estaba concentrado en mí mismo, y desde muy niño evidencié una seriedad teñida de melancolía que mi juventud no pudo disipar. Pero yo no deseaba ser diferente. Mi paso por la escuela fue normal, jugué con mis compañeros, flirteé con algunas chicas, las obsequié, les hice el amor, escribí alguna historia; en resumen, llené mi vida con actividades normales a mi clase y edad. Porque no fui particularmente tímido ni nunca huraño, pasé entre mis amigos como un joven mediocre pero agradable.

Fue entonces, al completar mis estudios y dejar mi ciudad natal para asistir a la universidad, cuando me sentí por primera vez incapaz de superar la sensación de ser diferente. En todas las cosas el ambiente que nos rodea es de gran importancia. Yo había estado rodeado de mi niñera, mi padre, mis parientes, mis amigos, todos fácilmente satisfechos de sí mismos y de mí, viviendo en un confortable acuerdo entre unos y otros. Yo me nutría con su mundo. Lo único que me resultaba desagradable en ellos era la facilidad y la complacencia con que adoptaban una postura de indignación moral; en todo lo demás, eran para mí ni más ni menos de lo que razonablemente puede esperarse de cualquier persona. Pero cuando me trasladé a la capital advertí enseguida que, no sólo era distinto a los pacíficos provincianos entre los que me crié, sino que era también diferente a los inquietos cosmopolitas entre los que ahora vivía y con quienes esperaba tener más en común. Me encontraba rodeado de hombres y mujeres de mi misma edad, algunos, como yo, de provincias, pero la mayoría de la metrópoli en que estaba situada la universidad. (Omito el nombre de esta ciudad, no para fastidiar al lector -dado que no he prescindido en esta narración de ciertas palabras y nombres de instituciones locales, fáciles de reconocer para cualquier turista, por lo que el lector pronto podrá identificar la ciudad en que viví-, sino para destacar mi convicción acerca de la poca importancia que tiene para mi relato el lugar donde yo residí; no me quejo de mi tierra ni de esta ciudad en particular, que no es peor, quizás hasta mejor que la mayoría de ciudades, un centro de cultura, y residencia de gente muy interesante y amable.) En la universidad se había reunido la juventud ambiciosa de mi país. Todos preparaban sus licenciaturas, unos en medicina, en derecho, en arte, en ciencias, otros en servicios civiles y otros en revoluciones. Yo encontraba mi corazón vacío de ambiciones personales. Si la ambición puede llegar a alimentar, suele hacerlo en provecho de los demás. No entré en este tipo de relación, en parte conspirativa y en parte envidiosa, con mis semejantes. Siempre he gozado siendo yo mismo, y la compañía de los demás es mucho más placentera cuando se diluye entre grandes cantidades del placer que yo encuentro en mí mismo, en mis sueños, en mis fantasías.

En realidad, creo que faltando todos los motivos corrientes de ambición, que afloraban en mis compañeros -ni siquiera la ambición de desagradar a mi familia, en este tiempo de gran tensión entre generaciones- me probé a mí mismo como un estudiante entusiasta y capaz. Inspirado por la posibilidad de alcanzar alguna erudición, me matriculé en los más variados cursos y seminarios. Pero este afán verdadero por saber, que conducía a las investigaciones que más tarde emprendí, no encontró una satisfacción adecuada en las divisiones y facultades de la universidad. No quiero decir con esto que tenga nada que objetar a la especialización. Por el contrario, la auténtica especialización -la separación neta y precisa de un tema, su correcto análisis y el de sus adyacentes subdivisiones- era lo que yo buscaba y no podía encontrar. Tampoco discutía la pedantería. Lo que sí censuraba era que mis profesores propusieran problemas tan sólo para resolverlos y concluyeran sus exposiciones con exasperante puntualidad. Mi obstinado deseo de aprender es comparable al de un hombre hambriento al que se le dan bocadillos y los come con el papel, no porque sea demasiado impaciente para desenvolverlos, sino simplemente porque nunca ha aprendido a quitarlo o lo ha olvidado. Mi hambre intelectual no me hizo insensible al poco apetitoso plato que ofrecían las salas universitarias de lecturas. Pero durante mucho tiempo fui tan incapaz de pelar aquellos insulsos envoltorios como de comer con mayor moderación.

Estudié así durante tres años. Al fin de este período publiqué mi primer y único artículo filosófico, en que proponía importantes ideas sobre un tema de escasa importancia. El tono polémico de mi artículo provocó algunas discusiones en el mundo literario, y gracias a esto fui admitido en el círculo de un matrimonio de mediana edad, nacidos en el extranjero y nuevos ricos, que reunían gente estimulante en su finca de las afueras. Los fines de semana, los Anders organizaban paseos a caballo a primera hora de la tarde, audiciones de música de cámara al atardecer y largas e interminables cenas. Los invitados habituales, entre los que me incluía, eran un profesor que había escrito varios libros acerca de la teoría de la revolución, un bailarín de ballet negro, un famoso físico, un escritor que fue boxeador profesional, un cura que dirigía una plática semanal en la radio titulada «Confesiones y remedios», y el primer director de la orquesta sinfónica de una ciudad vecina (éste asistía esporádicamente, pero tenía un flirt con la hija menor de la casa). Era Frau Anders, una mujer robusta y sensual que rozaba los cuarenta, quien realmente presidía estas reuniones; la presencia de su marido era irregular y sólo nominal su autoridad; frecuentemente se ausentaba por viajes de negocios. Imaginé que su matrimonio fue más por conveniencia que por sentimientos. Frau Anders insistía en la puntualidad y el respeto, pero era una generosa anfitriona, atenta a la idiosincrasia de sus huéspedes y hábil en hacerlos hablar.

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