CAPITULO II
No sé cuánto tiempo después de haber comenzado mis visitas a la casa de los Anders, empecé a tener una serie de sueños que me perturbaron. Fue un año después, o tal vez más. Recuerdo que acababa de volver de un breve viaje al extranjero. Y recuerdo también cómo pasé la noche que precedió al primero de estos sueños. Con otros miembros de su círculo, yo había acompañado a Frau Anders a un concierto. A la salida, me reuní con un compañero de la universidad en un café, donde bebí más de lo habitual en mí y estuve argumentando sobre la indecorosidad del suicidio. De madrugada, regresé a mi habitación con ánimo alegre y, sin desvestirme, me metí en la cama.
Soñé que estaba en una estrecha habitación que no tenía ventanas, sólo una pequeña puerta de unos treinta centímetros de altura. Quería salir y me agachaba. Cuando vi que no podía escurrirme a través de la puerta, me avergoncé de que alguien pudiera verme comprobando algo tan obvio. Varias cadenas colgaban de las paredes, cada una con una gran abrazadera de metal en su extremo. Traté de enganchar una de estas cadenas a alguna parte de mi cuerpo, pero la abrazadera era demasiado grande, tanto para mi mano como para mi pie, y demasiado pequeña para mi cabeza. Estaba en alguna prisión, pero aparte de las cadenas, la habitación no tenía la apariencia de una celda.
Entonces oí un ruido que venía del techo. Una trampilla se abrió en lo alto y un hombre muy grande vestido con un bañador de una sola pieza de lana negra apareció ante mí. El hombre se descolgó con los brazos, por un momento permaneció suspendido, después saltó hasta el suelo. Cuando se puso de pie y comenzó a caminar hacia mí, cojeó y gesticulaba. Supuse que se habría herido al saltar. Pensé que posiblemente ya fuera cojo, pero entonces era extraño que hubiera intentado el salto, ya que el techo era alto. Y siendo cojo, sus débiles miembros no reunirían cualidades acrobáticas.
Súbitamente tuve miedo de él, porque me di cuenta que no tenía derecho a estar en la habitación. El no dijo nada, indicó meramente, por medio de signos, que yo debería pasar a través de la pequeña puerta que antes había explorado. Ahora la puerta era más grande. Me arrodillé y la crucé a rastras. Cuando me puse de pie, vi que me encontraba en otra habitación exactamente igual a la primera. El hombre del traje de baño estaba detrás de mí, sosteniendo un largo instrumento de cobre rojizo que parecía una flauta. Con unos pocos pasos y vueltas sobre sí mismo, me indicó que bailase. Volví a asustarme y le pregunté por qué debía hacerlo.
– Porque en esta habitación él baila -dijo el hombre con voz suave y tranquilizadora.
– Pero yo no soy él -protesté, y me alegró poder razonar con aquel extraño-. Yo soy Hippolyte, un estudiante de la Universidad, y no bailo.
Estas últimas palabras las dije con más énfasis del que pretendía, y quizás con un poco de rudeza. Sólo intentaba parecer decidido.
El hombre me respondió con un gesto amenazador, dirigido a mi estómago:
– Esto es un error. El baila.
– ¿Pero por qué? Dime por qué. No puede producirte placer ver bailar a un hombre tan torpe.
Hizo otra vez un gesto perentorio, y esta vez no fue sólo una amenaza de violencia, pues me dio un golpe tan fuerte en la pierna con su flauta, que me hizo saltar de dolor. Entonces, en un tono de voz muy amable, que parecía contradecir el golpe, dijo:
– ¿El quiere abandonar la habitación?
Supe que estaba en manos de alguien más fuerte que yo, y que no podría vencer la forma peculiar que tenía aquel hombre de dirigirse a mí.
– ¿No puede él abandonar la habitación, si no baila? -le pregunté, esperando que no creyera que me estaba burlando de él.
Al oír esto, me arrojó su instrumento a la cara. La boca se me llenó de sangre. Sentí mucho frío.
– El ha perdido su oportunidad de bailar -dijo.
Caí de rodillas aterrado, cerré los ojos. Aspiré el intenso hedor de su traje de baño, pero no sucedió nada.
Cuando abrí los ojos, otra persona me acompañaba en la habitación; era una mujer, sentada en una alta silla de mimbre, en una esquina del cuarto. Estaba vestida con algo blanco y largo, como un traje de primera comunión o de novia.
No podía dejar de mirarla, pero sabía que mi mirada era discontinua, rota, compuesta por cientos de pequeñas miradas con un pequeño intervalo entre cada una y de idéntica duración. Lo que interrumpía mi mirada -los negros intervalos entre las figuras, para decirlo de alguna manera- era la conciencia de algo suelto en mi boca, y una dolorosa hinchazón en mi cara, de la que no quería saber más de lo que ya sabía, como quien no quiere mirarse por miedo a descubrir su propia desnudez. A partir de entonces, sin embargo, la mirada cordial de la mujer se dirigió hacia mí sin revelar ningún síntoma de antipatía, y traté de dominar mi turbación. Quizás mi mirada se encendía y apagaba porque estaba cambiando, y el único modo en que podía alcanzar la ilusión de una dulce transición de un escenario a otro de mi mirada, era precisamente deslizándome dentro de la mirada, porque si hubiera permanecido fija se habría formado una mancha difusa y una disolución de mis facciones, y ella hubiese tenido una desagradable impresión de mi cara. Pensé una manera desacertada de aproximarme hacia ella. Me puse a bailar, girando y girando sobre mí mismo. Salté, hice chocar las rodillas y moví los brazos. Pero cuando me detuve para tomar aire, vi que no había avanzado hacia ella. Sentía el peso de mi rostro. Ella dijo:
– No me gusta tu cara. Dámela. La usaré como zapato.
Esto no me alarmó, porque ella no llegó a levantarse de la silla. Dije solamente:
– No se puede poner el pie en una cara.
– ¿Por qué no? -respondió ella-. Un zapato tiene ojos.
– Y una lengua -añadí.
– Y una suela -dijo, poniéndose de pie.
– ¿Por qué haces bromas estúpidas? -grité, empezando a alarmarme. Le pregunté cuál era el objeto de las cadenas en la pared, y por qué esta habitación estaba amueblada como la otra. Entonces me contó una historia sobre la casa y por qué había sido llevado a esta habitación. He olvidado esta parte del sueño. Recuerdo sólo que había un secreto y un castigo. También que alguien se había desmayado. Y porque se había desmayado y los otros estaban ocupados cuidándole, yo fui descuidado y tenía derecho a pedir un tratamiento mejor.
Le dije que era yo el desmayado.
– Las cadenas son para ti -declaró.
Vino hacia mí. Me quité los zapatos y fui con ella hasta la pared, donde me sujetó las muñecas con las cadenas. Entonces me trajo una silla para sentarme.
– ¿Por qué te gusto? -me preguntó.
Estaba sentada frente a mí en otra silla. Le expliqué que era debido a que ella no me obligaba a hacer nada que yo no quisiera hacer. Pero mientras decía esto, pensaba si realmente era cierto.
– Entonces no hay necesidad de que me gustes -replicó ella-. Tu pasión por mí nos mantendrá felices a ambos.
Traté de pensar una forma delicada de decirle que estaba contento, pero que de todos modos me quería marchar. Me sentía mucho más feliz en su compañía que con la del hombre de la flauta. Las cadenas me parecían brazaletes. Pero mi boca estaba dolorida, mis pies sudaban y mi mirada, lo sabía, no era sincera.
Extendí mis piernas y puse los pies en la falda de su blanco vestido. Se quejó porque se lo ensuciaba y me dijo que tendría que marcharme. Apenas podía creer en mi buena suerte y tan poderoso era el sentimiento de descanso, que el deseo de dejar la habitación era ahora menos urgente que el de expresar mi gratitud. Le pregunté si podría besarla antes de partir. Se rió y me abofeteó.
– Debes aprender a tomar las cosas sin pedirlas -dijo secamente-. Y bailar antes de que te lo manden y ofrecer tus zapatos y componer tu cara.
Las lágrimas cayeron de mis ojos. En mi tristeza le pedí que se explicara mejor. No me contestó. Me lancé hacia ella con la intención de poseerla sexualmente, y en ese mismo instante desperté.