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Así, no se sorprendía por el flujo y el reflujo de mi deseo, de acuerdo con los lazos secretos de mis sueños. Tampoco se quejaba cuando durante una semana, o más, estaba ocupado en la ciudad, sin preocuparme por pensar en ella. Estas actividades me mantenían frecuentemente en mi habitación, donde me sentía más libre. Aparte de la lectura y la meditación sobre mis sueños, estas actividades comprendían varios ejercicios que practicaba en beneficio de mi cuerpo, tales como entretenimientos cerebrales, consistentes en resolver jeroglíficos, memorizar los nombres de los doscientos noventa y seis papas y antipapas y escribirme con un matemático boliviano sobre un problema lógico sobre el que estuve trabajando varios años.

La vida onírica, que nunca estaba ausente de mis pensamientos, se mantenía en forma de curiosas variaciones durante mis noches con mi anfitriona, no como un nuevo sueño, sino como un largo entreacto, por así decirlo. Me pareció que la excitación de mis sueños sobrepasaba la que alcanzaba en mis encuentros con Frau Anders. No era ella quien despertaba mis instintos amorosos. Estos instintos nacían en mí y morían en ella. Ella era el recipiente en que yo depositaba la sustancia de mis sueños, pero esto no hacía que perdiera importancia para mí. Para mí ella era única entre las mujeres. Los puzzles y las variaciones de la técnica erótica propuestos por mis sueños se resolvían sobre su cuerpo -sobre el suyo, y no sobre otro-. Interpretaba esto como un buen presagio acerca de nuestras relaciones, las cuales, sin embargo, había decidido que no duraran más de lo debido.

Cuando, por fin, la energía de mis sueños se atenuó y tuve la idea de romper nuestra unión, me encontré a mí mismo con menos energía para ser cruel de la que había previsto. Hasta pensé dejar la ciudad sin decírselo. Afortunadamente, en aquellos días regresó el marido de Frau Anders de uno de sus largos viajes de negocios en el extranjero y -para su sorpresa- le pidió que lo acompañara en el próximo. Ella me pidió que le prohibiese ir. Esta era la primera de sus infidelidades, me dijo, acerca de la que deseaba contar todo a su marido. Pero yo, abogando por el respeto de su reputación y por su comodidad, decliné rescatarla para siempre de sus vínculos conyugales.

De modo que quedé enteramente libre en mi ciudad de adopción, por primera vez en seis meses. Volví a la seducción de Frau Anders en mis sueños, hasta que una noche un nuevo sueño apareció ante mi vista.

CAPITULO IV

En el sueño, yo permanecía de pie en el patio empedrado de un edificio. Era mediodía, y el sol, ardiente. Dos hombres, vistiendo pantalón largo y desnudos hasta la cintura, estaban violentamente unidos entre sí. Por momentos parecía que estuvieran peleando; otras veces, aquello parecía un combate de lucha libre. Deseaba que fuera un combate, a pesar de que no había más espectadores que yo. Y me sentí animado a creerlo así por el hecho de que los dos hombres poseían igual fuerza; ninguno podía derribar al otro.

Para asegurar que se trataba de deporte y no de violencias personales, me decidí a apostar un poco de dinero por uno de los luchadores, el que me hacía recordar a mi hermano. Pero no pude encontrar una taquilla donde depositar mi apuesta. Entonces, repentinamente, ambos cayeron. Me atemoricé. Sospeché que había sido una lucha personal, incluso una lucha a muerte. Ahora había varios espectadores. Uno de ellos, una niña, tocó con un bastón al hombre que estaba postrado. Golpeó con su bastón la cara del que se parecía a mi hermano. Ambos hombres, pálidos e inmóviles, tenían los ojos cerrados.

Comprendí que yo conocía un secreto que los otros espectadores ignoraban, y traté de componer mi cara para no demostrar que lo conocía. El esfuerzo me hizo ruborizar y decidí que me ofendía a mí mismo con tanta discreción. Quise comunicar mi secreto a otra persona y busqué a algún conocido. Reconocí al hombre del bañador negro y me pareció que él era mi amigo. Convencido de ello, le sonreí haciéndole señas. El se me acercó sin hacer ningún gesto de saludo. Pretendía no conocerme.

– El resultado está bastante claro -le susurré al oído.

Me sentí como si fuéramos cómplices en una conspiración. Aunque él mantenía la cabeza dirigida hacia otro lado, yo estaba seguro de que me escuchaba.

– Es porque están muertos -dijo.

– El combate no ha sido limpio -protesté, y había una idea que estaba luchando por expresar-. Por lo menos uno de ellos tiene que estar vivo. El otro puede haber muerto o no, según prefiera. Se volvió y acercó su cara a la mía.

– Un momento -gritó-, voy a disponer de sus cuerpos.

– No grite -respondí con osadía-. Con gritos nunca he podido entender nada.

El bostezó sobre mi cara. Comprendí que no tenía derecho a pedir cortesía a este hombre, y que debería estar agradecido porque no había abusado de mí.

Tenía a su lado algo que parecía un gran tambor. Rajó su piel con una navaja. Entonces levantó a los luchadores, uno después de otro, los metió dentro de su tambor, lo cargó sobre sus espaldas y lo llevó fuera del patio. Observé sus esfuerzos, y vi que la carga era demasiado pesada para un hombre, además, cojo. Pero decidí dejar que hiciera solo su trabajo, ya que él no quería reconocerme.

Cuando se hubo marchado, lamenté no haberle ofrecido mi ayuda. Sentí que me había comportado ruda y rencorosamente. La falta creció hasta alcanzar el tamaño de un pecado y quise ser absuelto de él. Aún no había terminado de formular este pensamiento, cuando me vi entrando en un pequeño edificio, con puertas de bronce y techo bajo. Me sorprendí de la facilidad con que se podía encontrar una iglesia. En su interior, busqué al hombre del bañador negro, para presentarle mis disculpas. No pude encontrarlo.

Fui hasta un altar lateral con la intención de encender una vela. En el altar había una imagen de la Virgen y más arriba, o mejor, apoyándose en los hombros de la Virgen, estaba sentado un cura, asintiendo gravemente y bendiciendo a cuantos pasaban por el corredor lateral, con una flor rosada que sostenía en una mano. Me detuve particularmente en la flor, porque desde que había entrado en el recinto advertí un fuerte perfume dulzón, y ahora supuse que el olor provenía de la flor. Después vi que esto no era posible, pues la flor era artificial, hecha de alabastro. Con más curiosidad que nunca, abandoné el altar y comencé a buscar, sin éxito, a los monaguillos que mecen los incensarios. Se me ocurrió entonces que el olor no estaba destinado al placer de los fieles, sino a disimular un hedor que aún no había podido descubrir. Decidí permanecer en la iglesia hasta saber de dónde procedía el olor. Me hubiera gustado sentarme tranquilamente en un banco, pero pensé que sería más útil que recorriese la iglesia, familiarizándome con los monumentos y las estatuas, ya que vagamente recordé que era un antiguo edificio y contenía muchas cosas que cualquiera hubiera querido ver -yo mismo, por ejemplo, aunque tuviera poco interés por la arquitectura.

En un momento posterior de mi sueño, descubrí que el olor procedía del santuario central, donde, yacente y visible, se hallaba el cuerpo de un hombre barbudo, llevando una corona de oro. La gente circulaba alrededor del ataúd, inclinándose para besar las narinas del rey. Esta era la razón por la que nadie observaba a los luchadores, pensé. Me aproximé respetuosamente al ataúd y traté de imitar a los demás. Pero al inclinarme me desplomé, sintiendo un gran peso sobre mi cuerpo. Mientras giraba y me revolvía en el suelo, incapaz de levantarme, un anciano me amonestó severamente. «Hay una habitación para este tipo de cosas» dijo. Consultó brevemente con los otros. «Ponlo en la habitación», dijo otro, «antes de que lo haga aquí.» Pensé que querían llevarme al confesionario.

Alguien añadió, «Ponlo en la silla». Me asieron fuertemente y me sentaron en una silla eléctrica negra, como las que yo había visto en las películas norteamericanas de gangsters. Comprendí con horror que aquello no era para confesarse. Pero mientras aguardaba, temblando, que lanzasen la descarga, la silla parecía elevarse conmigo. Me atreví a mirar hacia abajo y vi que la silla permanecía aún sujeta al suelo. Era yo sólo el que ascendía, elevándome cada vez más, en lo que era ahora una inmensa catedral con cristales rosas y azules. Me elevaba hacia una abertura en la bóveda, mucho más alta todavía, flotando hacia arriba a través de una sustancia densa y húmeda que me lamía el rostro.

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