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– Quizás no cabe la posibilidad de que sea usted mal interpretado -dije, tratando de ayudarle-. ¿Puedo preguntar si usted es el primer amor que ella ha tenido?

– No, por supuesto -dijo-. Nuestra querida anfitriona ha mirado por la educación de Lucrecia mucho antes de que mis intentos fueran permitidos.

– ¿Y cree usted que en el momento presente es el único en disfrutar de sus favores?

Palideció y pude observar que mi pregunta le había resultado desagradable.

– No conozco a mis rivales -dijo con aspereza-, Y seguramente éstas son preguntas innecesarias para alguien que frecuenta la casa más que yo. Sin embargo -se recogió en sí mismo-, Frau Anders me dice que tú has estado comportándote de un modo extraño últimamente, que te recluyes en ti mismo y no acudes con la regularidad que solías. ¿Hay alguna mujer joven que ocupe tu tiempo? Quizás no debiera abrumarte con mis problemas de hombre viejo. -Se colocó otra vez sus gafas. Las lentes eran gruesas y hacían que sus ojos parecieran redondos y vacíos-. Tú debes tener tus propios problemas que quizás quieras discutir conmigo -continuó-. De hecho, las pequeñas observaciones que te acabo de hacer -sé que las guardarás en la más estricta confidencia- eran menos una expresión de mis propios pensamientos y problemas que una invitación dirigida -espero no ofenderte-a aumentar tu confianza en mí y promover una atmósfera de mayor intimidad entre nosotros. Pensaba hacerlo mañana, tal vez a la hora del almuerzo, aunque realmente no debo distraerme antes del concierto, por lo que quizás ésta haya sido una ocasión más propicia. Hay algo que te preocupa, Hippolyte. Si pudiera serte útil…

Su delgada, monótona voz se detuvo. Yo había estado mirando el amanecer a través de la ventana que se abría detrás del escritorio del Maestro.

– No, de ningún modo -dije-. No hay nada. Excepto, tal vez, demasiada soledad.

– Pero es tu soledad la que resulta, estoy seguro, de alguna insatisfacción íntima, y no la soledad la que causa tu conducta actual, una conducta que desagrada a todos tus amigos. Permíteme…

– Le aseguro que mi soledad es enteramente voluntaria.

– Te ruego que me disculpes, pero…

– Déjeme decirle, Maestro -exclamé-, que estoy teniendo experiencias de una pureza, también de una intimidad, que no puede ser compartida. Sólo en mí mismo -sólo en él mismo, diría, si se me permitiera la expresión- la puedo gustar.

Trató de consolarme, pero sólo consiguió mostrarse paternal.

– Mi joven amigo, desde que te vi por primera vez en la sala de dibujo de Frau Anders, sentí que tenías las cualidades de un artista. Pero nosotros, los artistas -sonrió ante este generoso obsequio, este nosotros-, debemos evitar la tentación de aislarnos, perder contacto con la…

– Yo no soy artista, querido Maestro. Se equivoca conmigo. -Decidí devolverle las alabanzas-. No tengo ningún mundo interior que aportar a una audiencia pasiva. No deseo contribuir con nada al bagaje de la fantasía pública. Quizás tenga algo que revelar, pero es de una naturaleza tan intensamente privada que dudo que pueda llegar a interesar a nadie. Quizás no revelaré nada, ni siquiera a mí mismo. Pero sé que estoy en la pista de algo. Estoy abriéndome paso a través del túnel de mí mismo, lo cual me aleja constantemente del fundamento del artista, que busca el aplauso. -Ya que no se dio por ofendido con mis últimas palabras, proseguí-: Estoy buscando el silencio, explorando varios estilos de silencio, y deseo ser correspondido con silencio. Podríamos decir -concluí alegremente-, que me estoy desentrañando a mí mismo.

Detesto las llamadas miradas de entendimiento.

– Querido Hippolyte -dijo, sin intentar siquiera comprender lo que yo había dicho-, todos los jóvenes artistas atraviesan un período de…

Me levanté y me dirigí hacia la puerta, con la intención de subir al primer tren que saliera con destino a la capital. Me volví, inexplicablemente irritado en aquel momento; era la excitación del nuevo sueño.

– Maestro -le grité cuando se levantaba para seguirme-, Maestro, ¿le produce placer Lucrecia? ¿Lo hace saltar?

Se congestionó, no dando crédito a mi rudeza y permaneció quieto. Salí corriendo a través de la sala y bajé las escaleras de dos en dos, murmurando entre risas:

– ¿Le hace bailar Lucrecia, viejo? ¿Blande usted la batuta? ¿Alguno de sus instrumentos toca para usted solo?

Otra vez en la ciudad, trabajé infatigablemente en mi nuevo proyecto, la seducción de Frau Anders. La fuente de energía contenida en mi nuevo sueño, que despreocupadamente titulé «sueño de la fiesta original», no era ilusoria. Aquel deleite que había comenzado inesperadamente con mi dureza hacia el Maestro, continuó. Me sentí mucho más vivo de lo que me había sentido en muchos meses. Tenía necesidad de mucha energía. Por el momento cortejaba a mi ama con todas las sonrisas y palabras incitantes que podía acopiar. Ella no quería reconocer en esto más que una recuperación de mi melancolía. Tuve que recurrir a las más desvergonzadas y las menos sutiles miradas, para convertir su neutral complicidad en un estado de conciencia sexual acerca de mis intenciones. La adulación había llegado a ser para mi anfitriona una droga administrada en dosis tan grandes, que su sistema resultaba inmune a esfuerzos menores. Para convertir la adulación en seducción no era suficiente sólo dormir con ella. El acto sexual en sí mismo era para ella como el obsequio de un raro objet d'art, o un centro de flores, o una galantería verbal. Solo con dificultad, con la más cruda insistencia, podía ser obligada a entender aquel acto como un gesto diferente de los otros. Había que insistir una y otra vez en que aquello no era para adularla, para obsequiarla. La desesperación de mi campaña fue que ella creía que nada había cambiado entre nosotros.

Reconozco que había algo contradictorio en el desarrollo de nuestras relaciones. Deseaba hacer comprender a Frau Anders que mi amor por ella no era algo que yo le debiera. Nada era más frustrante que el que diera mis sentimientos hacia ella y las sorprendentes e inesperadas directrices de mis sueños por sentados. La única manera de sacudir su exasperante seguridad, era insinuarle que ella no me era absolutamente deseable. Dejé caer algunas observaciones acerca de nuestra diferencia de edad, su tendencia a ganar peso, la estridencia de su risa, su ceguera para apreciar los colores, las imperfecciones de su acento -y nada de esto me resultaba realmente desagradable. No deseaba humillarla. Por eso, todas mis insinuaciones estaban desprovistas de la necesaria convicción. Este era mi dilema. No soy una persona hostil. Pero lamentaba que ella se privara del placer de saberse objeto de un amor diferente y más fuerte del que quería suscitar.

No esperaba recompensas de Frau Anders, sólo seriedad. No era suficiente con que me complaciera en la cama. No cedí ante su fácil conformidad. De modo que en los brazos abiertos y otra vez complacientes de mi anfitriona, hallé una porción de placer, pero no de felicidad, y ella encontró en mí felicidad, pero poco placer.

Por supuesto que nuestra relación no me alejó de las curiosas cuestiones que me preocupaban. Por el contrario, me proporcionaba nuevos materiales. Mi sentimiento por Frau Anders era una exploración de mí mismo. Nuestro vínculo se desarrolló paralelamente a las sucesivas ediciones y variaciones de mi segundo sueño, «el sueño de la fiesta original». Algunas veces perdía el juego de doblarse sobre sí mismo, otras ni siquiera llegaba a la fiesta, en alguna ocasión me perseguía el hombre del traje de baño, y alguna vez, Frau Anders abandonaba la búsqueda de mis cabellos y se tendía, voluptuosa y adorable, en mis brazos. Con el objeto de esperar el secreto y las insospechadas claves procedentes del sueño, yo había impuesto una rígida disciplina en nuestra unión. Era sólo mediante ciertas reservas que Frau Anders lograba mantener mis sentimientos a su altura. El arte del sentimiento, como el de la representación erótica, consiste en la habilidad para prolongarlo; en mi caso, la duración dependía de mi habilidad en renovar mis fantasías. Para asegurar la intimidad, no dejé que me hiciera favores. Tampoco yo me trasladé a su casa, tal como ella hubiera deseado; siempre hice hincapié en la discreción y traté de mantener una apariencia exterior de gran corrección. El papel de amante de una mujer casada tiene sus reglas, como cualquier otro papel, y yo quería observarlas. La falta de convencionalismos por sí misma no me atrae. Estas diferencias con otra gente, tal como las manifiesto, se abren camino hacia la superficie de la acción desde las profundidades de mi carácter, sin que yo esté particularmente satisfecho con los resultados. La inconvencionalidad de mi anfitriona era, por contraste, enteramente superficial. Las mentiras motivadas por sus frecuentes adulterios habían sido siempre superficiales; nada, excepto la verdad, podía perturbar la vida del salón y su incesante tertulia. Teniendo la fortuna de vivir en un ambiente donde la inconvencionalidad era cultivada y apreciada, parecía natural que ella fuera aparentemente inconvencional. Interiormente, sentía el mayor respeto por las leyes de la sociedad; sólo que raramente las aplicaba a sí misma. No es extraño, entonces, que la consistencia la sorprendiera siempre, nunca la arbitrariedad.

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