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Me levanté sumamente excitado. Después de prepararme yo mismo un café, limpié a fondo la habitación y puse todo en orden. Supe que algo me había sucedido y quería celebrarlo, y con este propósito la tarea de ordenar siempre es mucho más agradable. Después me senté frente a mi escritorio y consideré el sueño. Pasaron varias horas. Al principio, el sueño me intrigaba por su excesiva claridad; es decir, lo recordaba muy bien. Sin embargo me parecía como si la gran evidencia de todo el sueño obstruyese el camino hacia cualquier interpretación fructífera. Insistí. Dediqué toda la mañana a reflexionar sobre los detalles del sueño, y me exigí aplicar una cierta ingenuidad en la interpretación. Pero mi mente rechazó nuevas cábalas sobre el sueño. Hacia el mediodía sospeché que el sueño se había interpretado a sí mismo, por decirlo así. O aún, que aquella mañana de tensión mental era el verdadero sueño, y las escenas en las dos habitaciones eran la interpretación. (No creo poder hacer que esta idea resulte por el momento completamente clara al lector.)

Ciertos rasgos de mi propio carácter, en el sueño, -mi falsa humildad, mi propensión a la vergüenza, mi actitud de súplica y temor, mi deseo de ceder, halagar y complacer a los dos personajes de mi sueño- me hicieron recordar cómo habla mucha gente de su propia infancia. Pero yo no había sido un niño educado en el miedo: no recuerdo que mis padres me hubieran pegado o atemorizado nunca. «Esto no es un sueño de mi infancia», dije, quizás prematuramente.

Me detuve a pensar en el hombre de la flauta y el bañador, en su antagonismo hacia mí. Saboreé mi atracción hacia la mujer del vestido blanco, y su rechazo. «He tenido un sueño sexual», dije. Y pude hacer pocos progresos más acerca de mi sueño hasta el atardecer.

Aquella tarde tenía una cita en un café con el amigo escritor que ya mencioné, que había sido boxeador profesional en su juventud. Había llegado a intimar mucho más con este hombre, unos diez años mayor que yo, que con cualquier otro de los integrantes del círculo de Frau Anders, pese al hecho de que llevaba una vida de muchos compartimentos y adoptaba un disfraz para cada uno, una vida difícil de comprender en su totalidad. Durante el día se sentaba en su habitación, vestido con su pantalón de boxeo, y escribía novelas que la crítica recibía bien; a la hora del aperitivo y a media tarde se colocaba su traje oscuro e iba a la ópera o a casa de Frau Anders; llegada la noche, vagaba por los bulevares de la ciudad, buscando hombres, para lo cual vestía exóticos disfraces de un agresivo carácter masculino, por ejemplo de marinero, camionero o rufián. Dado que ninguna de sus novelas había alcanzado una venta superior a los pocos cientos de ejemplares, era mediante la prostitución y el robo menor que Jean-Jacques se ganaba una modesta vida. Como siempre hablaba abiertamente de lo que llamaba su trabajo -a escribir lo llamaba su «obra»- le pregunté frecuentemente por sus experiencias. El confiaba más en mí, supongo, porque sentía algo neutral en mi actitud, algo que no era ni rechazo ni atracción, ni nada parecido a la respetuosa fascinación con que los otros amigos observaban su «trabajo». Su indiscreción, y mi interés, habían sido las bases de nuestra amistad, hasta la época de mi primer sueño.

Aquella noche, sin embargo, fui yo quien habló primero, y él quien escuchaba. Expliqué mi sueño a Jean-Jacques y le interesó.

– ¿Nunca has temido perder la razón? -preguntó.

Pensé por qué podía haberme dicho esto, pues entiendo que las libertades del sueño nos permiten las fantasías más irregulares y crípticas. Y me sorprendió que este hombre excepcional encontrase algo en mi vida vulgar que lo sorprendiera.

– ¿Sabes? -continuó-. Yo no sueño. Encuentro intolerable la lenta destilación de mi sustancia en los sueños, de modo que he ordenado mi vida de forma que pueda incorporarle la energía distraída normalmente en soñar. Lo que escribo origina mi sustancia onírica, la prolonga jugando con ella. Entonces repongo la sustancia en el ambiente de café, en la intriga política del salón, en las extravagancias de la ópera, en la comedia de situaciones del encuentro homosexual.

– Hasta ahora yo tampoco había soñado.

– Pero ahora que has empezado -dijo sonriendo- no has tomado el buen camino. Tu sueño contiene demasiada habladuría, tal como me lo has contado. Si tienes que soñar, el silencio es lo mejor. Debes guardar silencio si estás absorto en algo. -Rió-. Tal vez yo mismo soy demasiado hablador para soñar.

Jean-Jacques no sólo era muy hablador, sino también infatigable; se paseaba y movía rápidamente, siempre aparentando querer ir a alguna parte; sin embargo, nunca parecía tener prisa en marcharse. Su manera de hablar era similar: hablaba muy rápido, velozmente pero con seguridad y presunción. Si su pronunciación tenía algún rasgo peculiar, éste era su extraordinaria precisión. Me pregunté íntimamente si él haría algo en silencio -si escribía en silencio, si hacía el amor en silencio, si robaba sin palabras.

Pedimos otros dos coñacs.

– ¿Crees que alguna vez me explicaré este sueño? -le pregunté.

– Puedes explicarte un sueño con otro sueño -dijo pensativo-. Pero la mejor interpretación de tu sueño sería la que encontraras en tu vida. Debes mejorar tu sueño.

Finalmente me recordó que se estaba haciendo tarde y que el placer y el negocio lo reclamaban. Mientras yo pagaba nuestra consumición, se alejó despidiéndose y vi cómo sacaba una pulsera dorada de su bolsillo y se la ponía en la muñeca.

Esta conversación con Jean-Jacques me animó a perseguir mi sueño más sistemáticamente. En el abandono de todo prejuicio, que había adoptado como mi camino hacia la certidumbre, difícilmente podría ignorar este singular encuentro.

Imaginé que ya había soñado antes mi «sueño de las dos habitaciones». Tal vez lo había soñado cada noche. Pero no recordaba mi sueño. Si había sombras de personas o situaciones en mi mente al despertar, tan pronto como me levantaba de la cama y me lavaba, las sombras se desvanecían, y el día y sus obligaciones parecían ser continuación de la noche anterior, antes de acostarme. Ninguna contra-imagen me acechaba mientras dormía.

A menudo había pensado en las razones por las que no soñaba. Quizá mi personalidad se formó tardíamente. Sin embargo, el advenimiento de los sueños no me tomó completamente por sorpresa. A través de los libros y las conversaciones con mis amigos me familiaricé con el habitual repertorio de los sueños: sueños de estar atrapado en el fuego, sueños de caídas, sueños de llegar tarde, sueños de volar, sueños persecutorios, sueños sobre la propia madre, sueños de desnudez, sueños de matar a alguien, sueños de conquista sexual, sueños de ser sentenciado a muerte. Ni éste, ni ninguno de los sueños que le siguieron, dejaron de incluir algunos de estos típicos dilemas de sueño. Lo extraño y memorable acerca de los sueños no era su originalidad, sino la impresión que me producían. Mis sueños anteriores, si había tenido alguno, eran fácilmente olvidados. Este sueño y los que siguieron eran indelebles. Estaban escritos, para decirlo de alguna manera, por una mano firme y con un lenguaje diferente.

Como dije, mi primer recurso fue la interpretación. Desde el principio, no acepté el sueño como un obsequio, sino como una tarea. El sueño también me provocó una cierta reacción de antipatía. Por lo tanto, traté de dominarlo por el conocimiento. Cuanto más pensaba en el sueño, mayor era la responsabilidad que sentía. Pero las múltiples interpretaciones que deduje no la eludieron. Estas interpretaciones, en lugar de reducir la presión del sueño durante el día, la aumentaban.

La verbosidad del sueño, que Jean-Jacques me había señalado, le daba un carácter enteramente diferente a la idea que yo tenía de los sueños. Muchos sueños muestran. El mío hablaba.

Mi vanidad no estaba herida porque el sueño, profiriendo voces de mando, me mostró a mí mismo sin fuerzas ni orgullo. Sabía que el sueño era voluntario, porque yo lo había imaginado, e involuntario por la posición que me fue ordenado asumir, sin querer ni comprenderlo.

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