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Esta es la única manera de explicar una relación que inicié aquel año, con una inteligente joven llamada Mónica. Algunos amigos nos habían presentado con la esperanza de que llegaríamos a comprendernos, porque (aparte del trabajo en el cine, que mis amigos creían con razón que ejecutaba con espíritu amateur) tenía aún la injustificada reputación de ser un hombre de ideas, en pocas palabras, un escritor que, por las razones que fuera, no escribía. Y Mónica era una persona apreciativa y literaria. Creo que nuestros amigos pensaron también que Mónica ejercería una buena influencia sobre mí, pues tenía un carácter seguro y un sentido de la vida generoso y nada complicado. Provenía de una familia pobre y decente, con muchos hijos; su padre era funcionario del ministerio de finanzas, y su madre, maestra; había crecido en la capital y no conocía más vida que la de los largos bulevares, abarrotados apartamentos con olores de cocina, butacas de gallinero en el teatro, oficinas regidas por hombres malhumorados en mangas de camisa, sentados frente a sus máquinas de escribir, y empleados de gruesas medias que andaban de arriba para abajo, revolviendo archivos. Por profesión, tenía la de funcionaría de buenas causas. Había estado empleada durante varios años en un semanario de izquierdas de corto tiraje. Ahora trabajaba en una organización dedicada a la emancipación de los pueblos coloniales, para la que escribía artículos, organizaba la correspondencia y pronunciaba discursos. Pronto observé que las opiniones políticas radicales de Mónica no habían minado su fe en las instituciones oficiales. El matrimonio, el servicio social, las cortes, la prensa, las escuelas, el ejército, no la desilusionaban seriamente, nunca se le ocurrió que su pasión por la justicia no podría transmitirse mediante las líneas de comunicación establecidas y a través de las instituciones oficiales, que no consideraba malas, sino mal orientadas. Como recordará el lector, era una década en que el descontento político, entre los europeos, asumía frecuentemente formas de compromiso mucho más radicales que las que pretendían realmente; sin embargo, hay que señalar que Mónica, a pesar de su temperamento moralizante, no se afilió a ningún partido político donde, por lo menos durante un tiempo, hubiese sido mucho más feliz, es decir, mucho más racionalmente utilizada. Al principio me pareció encantadora la intransigencia de Mónica, pero pronto empecé a sospechar que su actitud respondía más a confusión que a integridad. Los mismos rasgos aparecían en sus hábitos personales, que eran una mezcla de conciencia burguesa y mal gusto proletario. Sus pasiones privadas eran los niños, la haute cuisine y las celebridades; y, aunque se resistía por todos los medios a la maternidad, sólo preparaba carne supercocida y unos pedazos de queso, cuando comía en su apartamento, y ninguna celebridad quería casarse con ella, estas aficiones permanecían inalterables.

No quiero parecer paternalista cuando hablo de Mónica, pues no lo era ni tenía derecho a serlo. La extraordinaria capacidad de conservar sus pasiones y convicciones intactas, a pesar de su situación objetiva en el mundo, ¿no era curiosamente parecida a la mía?

Durante esa época, me sentía bastante solo y lleno de concesiones a mí mismo. A pesar de la aparente seguridad acerca de mis juicios y gustos y la confianza en el tortuoso modo de vida que había elegido, sucumbía ante momentos de duda, y en otros llegaba hasta a compadecerme a mí mismo, por la condición de exilado de las tareas ordinarias de la comunidad. Así me encontraba, después de una década de vida adulta, habiéndome educado a mí mismo y sostenido conversaciones con mucha gente interesante; habiendo tenido una amante y aprendido cómo hacerla feliz, aun al precio de perderla para mí; habiendo emprendido una carrera. Sin embargo, sabía que realmente no me había entregado a ninguna de estas actividades, que sólo una, que no podía compartir con nadie -mi dudosa búsqueda de la sabiduría a través de los sueños- realmente me importaba. Experimentaba los dilemas y los conflictos del autodidacta. (Esto, por lo menos, compartía con el artista -en el sentido opuesto al de profesor, de político, de general, de burócrata, de esposa.) Nadie me obligó a dedicarme a los sueños y debía cargar con mis propias dudas sobre el valor de mi vocación, además de la desaprobación de mis parientes y amigos, que me juzgaban como un libertino excéntrico. ¿Estaba cualificado para ello?, me preguntaba a menudo. ¿Estaba perdiendo mi tiempo? ¿No le proporcionaba placer a nadie, ni siquiera a mí?

Mónica, querida Mónica, Mónica, Mónica, de largas manos y despejadas sienes, restableció una parte de la confianza en mí mismo, aunque sabía que no era ésta su intención, ya que discrepábamos con frecuencia e intensidad. Ella criticaba mi forma de vivir, la desnudez de mi habitación, mi falta de interés por la política, mis distantes relaciones con la familia. A través de sus críticas, tan ingenuas y formales que podía considerarlas seriamente sin llegar a ofenderme, empecé a discernir entre lo necesario para mi vocación de autoconocimiento y lo superfluo o exagerado. También descubrí varias incongruencias importantes, que hasta ahora había mantenido conmigo mismo. Por ejemplo, siempre me había vestido cuidadosa, impecablemente, con trajes cortados por un buen sastre que mi padre me había recomendado al trasladarme a la capital. ¿Cómo podía conciliar mi gusto por los trajes grises, limpios y recién planchados, calcetines grises, zapatos negros, pañuelo y sombrero (en lugar de suéters, pantalones viejos, botas y un equipo por el estilo), con la parquedad de mi mobiliario y la austeridad de mi dieta? Supuse que la dieta y la desnuda habitación eran un simple capricho, y permití que Mónica me persuadiera de trasladarme a un apartamento amueblado próximo al suyo, y también que contratara una sirvienta que venía a limpiarlo dos veces por semana. Yo, a cambio, convencí a Mónica de que no podía admirar los buenos alimentos y elogiar las glorias de la cocina nacional si no hacía un esfuerzo en su propia casa. Juntos, conseguimos varios libros de cocina y pasamos muchas horas agradables comprando hierbas y estudiando recetas de las especialidades provinciales en su cocina, que ella saboreaba sólo con un poco más de gusto que yo… Mis intentos, comienzos, titubeos -y, ¿puedo añadir?, anhelos- e una vida más normal, ahora me parecen patéticos. Pero yo creía en ellos sinceramente, y demuestran la falta de arrogancia, si no de inteligencia, con que seguía mi búsqueda. Me gustaba mi nuevo apartamento, y comprendí que no estaba hecho para vivir en una sola habitación. Encontraba placer, y también un paso adelante en mi autoelucidación, en la persona de Mónica. Pero nunca supe seguro por qué Mónica se vinculó a mí. ¿Me quería por mí mismo, o por las personalidades que yo conocía en el mundo del cine o en cualquier otro medio? Me presentó a su antiguo amante, un fornido revolucionario africano en exilio, llamado Tububu, y los tres pasamos muchas noches discutiendo sobre la posibilidad de una revolución justa y de la transformación de la sociedad por vías políticas. En cambio, yo le presenté a Jean-Jacques, cuyos libros se estaban haciendo famosos; lo tachó de reaccionario y egoísta y él se mostró muy divertido con ella. También la llevé a conocer a Larsen, el director escandinavo, y observé que me hubiera cambiado por él, si él hubiera demostrado algún interés.

Hacer el amor con Mónica era atlético, prosaico y falto de fantasía. Aunque no sentía ningún deseo de informarla sobre el cine o mi vida privada, me encariñé con ella. Parte de mi emoción era ternura fraternal, nacida de nuestro mutuo esfuerzo por superarnos; otra parte, era un sentimiento de amante más mercurial. Experimenté inconfundibles síntomas de celos en presencia de Tububu, a quien, sin embargo, apreciaba, y también cuando observé que ella deseaba un romance con el biencasado Larsen. Pero yo no podía reprochar a Mónica su infidelidad emocional hacia mí. El amor de los famosos, como todas las fuertes pasiones, es bastante abstracto. Su intensidad puede medirse matemáticamente y es independiente de las personas. Mónica no me rechazaba como tal. Sólo que yo no había llegado tan arriba como otros en el escalafón de la fama. Nuestra conversación con Tububu clarificó mis ideas sobre los actos revolucionarios, que habían empezado a tener forma durante las entrevistas con Jean-Jacques. Como ya dije, a veces he soñado en ser agente de una revolución todavía no nombrada y estaba ansioso por contrastar mis ideas no políticas con cualquier idea política.

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