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Que ella hacía progresos, era indudable. Hasta llegó a parecerme más atractiva. Para una mujer de cuarenta años (nunca quiso decirme su edad exacta) resultaba, en todas las ocasiones, de muy agradable presencia. Ahora florecía bajo el sol meridional y del corazón de sus fantasías narcóticas surgió la despreocupación por su vestido, permitiéndome verla sin cosméticos. No por esto la deseé más, pues cualquier complicidad con un capricho mío me fatigaba. Pero, a medida que mi pasión se diluía, sentí una atracción mucho mayor hacia ella.

Pensé dar una última oportunidad a mi pasión, haciendo a Frau Anders cómplice de mis sueños. Escuchó en un perezoso silencio y, cuando le hube contado varios de mis secretos, me arrepentí de lo que había hecho.

– Mi querido Hippolyte -exclamó-, son adorables. Tú eres un poeta del sexo. ¿Lo sabías? Todos tus sueños son místicamente sexuales.

– Yo creo -dije tétricamente- que todos son sueños vergonzosos.

– Pero tú no tienes de qué avergonzarte, querido.

– Algunas veces me avergüenzo de tener estos sueños -repliqué-. Por otro lado, no hay nada en mí vida de lo que pueda avergonzarme.

– ¿Ves, querido? -dijo ella apasionadamente.

– Pruébame que puedo estar orgulloso de mis sueños.

– ¿Cómo?

– Te diré algo -fue mi serena respuesta-. ¿Qué pensarías si te dijera que cada vez que te abrazo no me preocupa tu placer, ni el mío, sino tan sólo los sueños?

– La fantasía es perfectamente normal -dijo, tratando de aliviar su herida.

– ¿Y si te dijera que mi participación en la fantasía no es ya suficiente, que necesito tu cooperación consciente en mis sueños para seguir amándote?

Ella accedió a hacer lo que le pedía -¿acaso esperaba yo otra cosa?- y le mostré cómo interpretar sucesivamente las escenas de mis sueños. Ella representó al hombre del bañador, a la mujer de la segunda habitación, a sí misma como la anfitriona de mi «fiesta original», al bailarín de ballet, al cura, a la estatua de la Virgen, al rey muerto -todos los papeles de mis sueños. Nuestra vida amorosa se convirtió en un ensayo de sueños, en lugar de ser un generador de sueños. Pero a pesar de mis cuidadosas instrucciones, y de su deseo de complacerme, algo no andaba bien. Era este gran deseo de complacerme, creo. Yo necesitaba un contrincante más que un cómplice y Frau Anders no me correspondía siempre con la convicción que requerían los sueños. Este teatro de dormitorio no me llegó a satisfacer porque, mientras mi amante me prestaba su cuerpo para jugar sobre él los variados papeles de mi fantasía, ella había dejado de saber cómo apoyarme.

Pero, ¿puede realmente una persona participar en los sueños de otra? Seguramente éste fue un proyecto infantil y delirante, y no puedo culpar a Frau Anders de su fracaso. Reflexionando sobre estos hechos, pienso que, de algún modo, mi preocupación por ella había aumentado. Es cierto que sufría por esto -sabiéndose amada no como mujer sino como persona- y sin embargo no se defendió haciéndome sentir ridículo. Había llegado a amarme mucho. Y el hecho de que no me mostrara afectado por el ridículo no disminuye la gratitud que le debo por trascender su almacén de clichés para aceptarme, o tal vez comprenderme. Afortunadamente, no soy la clase de hombre que teme el ridículo, y aún menos lejos de mis misteriosos sueños; pero conozco suficientemente el mundo como para poderlo reconocer.

Desde que ella consintió en considerar seriamente mis sueños, pensé que sería justo agradecérselo con mi amabilidad. Pero debo confesar que no pude igualar su ingenua seriedad.

Mis propios esfuerzos para convertir sus fantasías en actos llegaban a hacerme reír. No puedo excusar la mórbida ligereza que entonces me poseía. Debe comprenderse que yo no intentaba en modo alguno ser cruel, aunque mis actos pudieran ser interpretados de ese modo.

Por iniciativa de Frau Anders, en gran parte, comenzamos a pasar los atardeceres en el barrio nativo. Había llegado el verano y ni siquiera las horas que dejábamos transcurrir en las amplias y hermosas playas nos mantenían frescos durante el resto del día. Por la prodigalidad con que mi compañera gastaba el dinero, éramos bien recibidos en todas partes. Continuó ocupando sus días con el ejercicio de la buena disposición erótica que le proporcionaba el kiffi, y con sus exuberantes cartas a Lucrecia, que en aquel entonces tenía un affaire con el bailarín negro y presidía el salón de su madre con un éxito que ella sugería sólo modestamente en sus cartas. Frau Anders no estaba tan fuera de la realidad como para no sentirse afectada por las noticias, intranquila y, ocasionalmente, irritada.

Decidí que sería bueno para ella conocer más intensamente las pasiones exóticas de las que hablaba con tanto entusiasmo. Una noche, cuando regresaba al hotel con provisiones, se me acercó un comerciante.

– ¿Y la señora, monsieur? -dijo al principio-. Mi hijo la admira en gran manera. No probará bocado si no la hace su mujer.

– La señora estará encantada -dije, algo nervioso. El candor del hombre -una cualidad que admiro por encima de todas las demás- me desarmó, pero esta falta absoluta de ceremonial me anunciaba una inusitada impaciencia, que hubiera podido convertirse en violencia, de no haber complacido su deseo.

– ¿Cuánto? -dijo.

– Dieciséis mil francos -dije, sin tener idea de una cifra aproximada. El lector debe pensar en el valor del franco hace treinta años.

– Oh, no, monsieur -replicó, dando un paso atrás y gesticulando bruscamente-. Eso es demasiado, demasiado, demasiado. Ustedes, los europeos, ponen demasiado alto el valor de sus mujeres, y además, no he precisado el tiempo que mi hijo desea disfrutar de la compañía de esta mujer.

Decidí que sería mejor adoptar el tono más firme, ya que era inútil no regatear con esta gente.

– Debo decirte -contesté- que exactamente en una semana pienso dejar esta ciudad y regresar a mi país. Si he de marchar sin la mujer, debo contar con los ocho mil francos que me entregarás cuando esta noche ella y yo visitemos tu casa, como un adelanto sobre los ocho mil restantes, que deberás pagarme dentro de una semana.

Me hizo entrar en un portal blanco. -Cinco mil ahora, y tal vez, si todo va bien, los otros cinco mil dentro de una semana.

– Siete mil ahora y lo mismo, si todo va bien -repliqué, soltando mi brazo de la presión de su mano.

Lo dejamos en siete mil aquella noche y seis mil una semana después. Me parecía justo que una semana, o menos, con mi amiga, fuera más caro, siendo menos fatigoso, que la compra indefinida de su persona. Sin embargo, protesté galantemente diciendo que su valor era mucho mayor que esta insignificante suma.

– Asegúrame que tu hijo prometerá no hacerle daño.

– Lo prometo -dijo solemnemente.

Desde aquel momento me pareció evidente que no existía ningún hijo por el que el árabe estuviera mediando. Mi amigo, el comerciante, se limitaba a ser galante consigo mismo; viendo a mi atractiva pero madura amiga en compañía de un joven bien parecido, deseaba asegurarme que ella no estaría haciendo un desfavorable cambio. Yo, sin embargo, pensé que era poco probable que un joven árabe deseara a una mujer europea, entrada en su madurez, por muy vehementemente que su piel quisiera triunfar sobre la blanca. Supuse, entonces, que el fornido y cano mercader la quería para él. ¿A qué se debía mi seguridad? Habiendo terminado el mes de abstinencia, quién sabe qué extrañas fantasías se producían. Sabía perfectamente que no existen gustos establecidos de antemano: ¿No había querido yo a Frau Anders para mí? ¿No había resultado atraída por una persona poco agraciada, como la esposa del barman? De modo que, durante mi regreso en barco, decidí que había sido un viril joven árabe, de blanca dentadura, quien había deseado a Frau Anders, y ella había consentido con alegría, contenta de sacarse de encima al pesado Hippolyte, con sus sueños e insatisfacciones. Por lo menos, esto era lo que yo esperaba. Me desagradaba pensar que hubiera habido violencia, terror, violación y mutilación de aquel cuerpo bienhechor.

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