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Tuve menos éxito, en mi preocupación por el cuerpo, ensayando regímenes dietéticos. Sabía que algunas sectas religiosas prohíben a sus miembros ingerir comidas sazonadas, picantes y toda clase de carnes y bebidas tóxicas. Decidí comprobar si estas leyes me eran aplicables. Durante algunas semanas no comía más que arroz y fruta, mientras que en otros períodos comía únicamente los alimentos prohibidos. En ningún caso observé cambios significativos en las sensaciones de mi cuerpo.

Un día se me ocurrió que no había razón para reprocharme a mí mismo por no cumplir todos los ejercicios. Después de todo, ¿cuáles son sus funciones? Los ejercicios son un método para eliminar el pensamiento, para dedicarse a lo más vacuo, pero ¿no era éste el propósito de la meditación sobre mis sueños?

La sustitución se confirmó, mediante la recomendación del libro de ejercicios que Jean-Jacques me había dejado: una vez logrado el dominio del cuerpo, estar totalmente quieto, seleccionar un punto y concentrarse en él. Este acto de concentración es el clímax real de los ejercicios. Concentrarse sobre un punto en particular es algo que despeja o elimina cualquier otro pensamiento.

La mente se abre y la luz brilla en su interior. Según el libro de ejercicios, el punto de concentración puede ser tanto una pequeña parte, situada en cualquier lugar del propio cuerpo, como un pequeño objeto de la habitación. Pero ¿no era esto lo que había estado haciendo? Yo tenía algo mejor que mi nariz o mi ombligo o que un paisaje en la pared. Tenía mis sueños.

Me volví ahora hacia mis sueños con una nueva exigencia. Si tenía que concentrarme en mis sueños como sustitución de los ejercicios o del ayuno, quería que se presentasen desnudos, y taciturnos. Pero fui desobedecido; no eran lacónicos, sino llenos de conversaciones. Pensé qué podía hacer para contener la locuacidad de mis sueños.

Me atreví a esperar que alguno de mis sueños fuera totalmente silencioso, tal como Jean-Jacques había sugerido. Pero para esta gran superación, sentí que necesitaba modelos. Encontré un modelo en una de mis diversiones favoritas, el templo de los sueños públicos, el cine. Las películas ya eran habladas en aquel tiempo, pero en las salas más atrasadas todavía podían verse viejas películas, afortunadamente mudas. La lectura de libros de medicina me brindó un nuevo modelo, en los capítulos sobre afasia. Yo quería emular a los que oían la voz, el sonido de la conversación, pero no las palabras. Para un afásico, las palabras no se pronuncian ellas mismas. A pesar de que estaba aún muy lejos de poner en práctica todo esto en mis sueños, llegué a entender que las palabras coartan los sentimientos que intentan encarnar. Las palabras no son el vehículo apropiado para una elevación general que destruye la vieja acumulación de sentimientos.

Supongo que se me podrá considerar una persona terca. Pero mi terquedad no es superficial o pretenciosa. Yace en lo profundo y se comporta con deferencia y humildad. Por lo menos, yo no era de mente estrecha, la causa más corriente de la terquedad. De haberlo sido, no hubiera continuado hablando con mis amigos.

– Querido Hippolyte -me dijo Jean-Jacques una tarde, mientras paseábamos a lo largo del bulevar-, has hecho el voto de ser absurdo y no un solo voto, sino muchos. Haces votos como un pobre ansioso comprando arriesgadamente en un gran almacén. Cada vez estás más y más en deuda contigo mismo, has llegado a la bancarrota. ¿Qué sentido tiene encumbrarse a sí mismo de esta manera?

Le expliqué a Jean-Jacques que su metáfora era equivocada.

– No estoy interesado en comprar o poseer nada -dije-. Estoy interesado solamente en las posturas.

– En ese caso, te aconsejo que rompas con tu postura y bailes. Te contemplas demasiado a ti mismo. Este es el principio de todo el absurdo. Mira a tu alrededor. El mundo es un lugar interesante.

Le repliqué que esperaba que alguien interpretase mis sueños.

– No hay explicaciones -dijo él-, del mismo modo que no debería haber votos ni promesas. Explicar una cosa es hacer otra cosa, con lo que sólo conseguiremos desordenar más el mundo. ¡Qué ciegamente inútiles serán tus explicaciones cuando finalmente te aposentes sobre ellas!

– Pero tú, Jean-Jacques, tienes tu vida llena de inútiles pasiones y placeres contradictorios.

– No es lo mismo -dijo-. Déjame que te cuente una historia que lo aclarará. Conozco a dos pacifistas: uno es un hombre que cree que la violencia es incorrecta y actúa de acuerdo con sus creencias. Se ha confirmado a sí mismo como pacifista y esto es lo que es. Actúa como pacifista porque lo es.

– ¿Y el otro?

– El otro hombre reniega de la violencia en cualquier situación y, por consiguiente, sabe que es un pacifista. Este es pacifista porque cree que actúa como tal. ¿Ves la diferencia?

– No la veo y nunca ha sido mi costumbre pretender entender más de lo que entiendo.

– Mira -dijo-. Yo soy un escritor, ¿no es cierto? Sabes que escribo cada día. Sin embargo, mañana puedo no escribir, o no escribir nunca más a partir de mañana. Soy un escritor porque escribo. No escribo porque sea un escritor.

Pensé que lo había comprendido, y me sentí descorazonado por la distancia que Jean-Jacques ponía entre nosotros.

– Pero me has dicho que ibas a explicar una historia -dije, dejando de lado mis pensamientos melancólicos-. Hasta ahora sólo has introducido dos personajes.

– La historia es que el hombre que era pacifista porque actuaba como tal mató ayer a su mujer. Esta mañana estuve en el juzgado, cuando se le tomaba declaración.

– ¿Y el otro?

Rió.

– El otro todavía es un pacifista.

– ¿Y tú ves alguna… belleza… en el asesino que violó sus principios?

Otra vez me sentí vencido.

– Belleza no. Sólo vida. ¿Acaso no comprendes que aquel hombre nunca actuó fuera de sus principios? El no había formulado ningún voto, tampoco lo he hecho yo. Por lo tanto, nada de lo que haga es inútil o contradictorio, como pensabas hace un momento. Eres tú quien está fragmentado, dividido.

– El lenguaje actúa así sobre mí -murmuré, como hablándome a mí mismo-. Mis sueños son demasiado conversadores. Tal vez si yo no hablara…

– No, no, no te investigues como has estado haciendo. Es mucho más simple. Todo lo que tienes que hacer es hablar sin tratar de prolongar la vida de tus palabras. Por cada palabra dicha, otra debe morir.

– Entonces, debo aprender a destruir.

– Tampoco destruir. -Empezaba a exasperarse conmigo-. La vida ya se ocupará, si no está diluida por un exceso de vida.

– Quiero mejorar la mezcla, pero tú dices que estoy fermentando un ácido.

– Exactamente -dijo-. Pero sabes, no es bueno decirte estas cosas. ¡Ah! Podría contarte muchas cosas… Escucha, si te digo algo, ¿prometerás no aferrarte a ello como si fuera un nuevo elemento que puedes introducir en tu condenado juego de reglas para gobernarte a ti mismo? Promete, por favor.

Lo prometí.

– Uno debe estar siempre sumergido. Pero nunca en una sola cosa. -Hizo una pausa-. Dime, ¿esto no parece una regla?

Reconocí que era así.

– Pero no lo es, no necesita serlo. Imagínate que la inmersión no es una regla o un voto para actuar, obligándote a diversificar tus gustos y diversiones, sino algo que descubres cada día sobre ti mismo. Cada día, tú -mejor dicho, yo-, descubro que estoy absorto, sumergido en algo o en alguien.

– Pero, ¿no piensas nunca lo que puedes hacer con tus descubrimientos? ¿No te sucede que uno supera a los demás y hace que quieras cambiar tu vida?

– ¿Por qué iba yo a querer cambiar mi vida? -dijo- ¿Porque no puedo tener todo lo que quiero? ¿Ves -sonrió picaramente- cómo las abejas van directamente a la miel?

¿Era ésta otra escena de seducción? Mejor cambiar el tema.

– Creo, con todo -dije lenta y solemnemente- que uno debe estar siempre sumergido. Como tú, Jean-Jacques. Pero el resto no puede decidirse. Mi temperamento es mucho más serio que el tuyo, y pienso que estamos de acuerdo, pero no me caricaturices como un hombre que decide todo sin sentir nada. Te aseguro que soy un hombre de sentimientos.

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