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– ¿Acaso el travestido que deambula por las calles no añora a su familia, a la que ya no podrá mirar de frente, porque se ha pintado los ojos?

– Hippolyte -dijo, en un tono exasperado-. Estoy muy disgustado porque hablas de ellos y me excluyes. ¡Y de este modo tratas de complacerme!

– Pero tú no eres como ellos, Jean-Jacques. Tú eliges. Ellos son obsesos.

– Tanto peor para mí -dijo-. No -continuó-. Pretender algo es sólo no pretender otras cosas. Pero estar obsesionado es no pretender nada en absoluto.

El sol no juega a levantarse cada mañana. ¿Sabes por qué? Porque el sol está obsesionado con su trabajo. Todo lo que admiramos en la naturaleza bajo el nombre de orden, y la confianza fundamental que depositamos en sus movimientos regulares, es obsesión.

La idea me pareció correcta.

– La obsesión, entonces, no la virtud, es el único terreno posible para la confianza.

– Correcto -dijo-. Y es por eso que yo confío en ti.

En ese momento descubrí que era esta misma razón la que me impedía confiar en ti, Jean-Jacques. Pero eso no te lo dije.

Aun sin confiar en Jean-Jacques, lo respetaba y admiraba como guía y compañero en la búsqueda de mi propio yo. Pero muchos gustos y rasgos de carácter nos separaban. Porque estaba completamente dedicado a su trabajo, escribir, podía permitirse el lujo de ser indigno de confianza en cualquier otro aspecto y adornar su vida con juegos, estrategias y simulacros. Estos extraños ritos que practicaba consigo mismo, no eran adecuados para mí.

– Tú y yo somos muy parecidos -me explicó otra noche de aquel agitado verano.

Demostré gran sorpresa.

– La diferencia -continuó-, es que tú no tendrás éxito y yo sí. Yo estoy preparado para llevar mi carácter hasta sus últimas consecuencias.

– Yo también lo estoy -interrumpí.

– Estoy preparado para llevar mi carácter al extremo, lo que es una modificación del carácter. Tú no sabes nada acerca de tu propia modificación. Deseas tu carácter concentrado y claro, pero encontrarás que, después de haber evaporado el agua, has quedado reducido a un ácido demasiado fuerte para tu propio olfato, por no decir el del mundo. Te quemarás, mientras yo me renuevo en una continua destilación.

Por supuesto, protesté.

– Ya sé -continuó diciendo-que tú piensas que mi vida es aventurera. ¡Qué poco sabes sobre el riesgo! Tú eres el aventurero, el que se arriesga, porque no sabes claramente cuál es el territorio que estás inspeccionando, si tu cuerpo o tu mente. Si confundes uno con otro, tropezarás.

Escuché atentamente. Aunque no soy una persona vanidosa, disfruto oyendo a mis amigos cuando hablan de mí.

– Mi vida es extravagante pero admisible -prosiguió-. La tuya es demasiado decidida y llena de peligros… Está bien ser serio, pero no entender la seriedad como una exigencia.

– Si lo que quieres decir es -repliqué-, que yo no tengo tu catolicidad de gustos, es cierto.

– Hay muchas exigencias -dijo-. La seriedad es sólo una de ellas. Pero me gustas, Hippolyte -añadió, sonriendo, mientras me pasaba un brazo por los hombros-. Tienes carácter, como una templada región americana o la gran catedral inacabada de Barcelona. Todo lo que haces eres tú. No puedes ser de otra manera. Es por esa razón que yo… te colecciono.

Aunque yo lo quisiera, no podía esperar que Jean-Jacques me encontrase precisamente divertido. Supongo que ésta fue la primera vez que me molesté con sus palabras.

– Quiero ser yo mismo, más que cualquier otra persona en el mundo -declaré firmemente.

– Y esto es lo que eres, querido Hippolyte -dijo sonriente, acompañándome hacia la puerta del atiborrado café en el que nos sentamos aquella tarde de agosto.

Y sólo para demostrarme que era capaz de actuar fuera de carácter, que podía sorprenderme como yo jamás podría sorprenderle a él, aquella noche me llevó a su habitación.

Este imprevisto «encuentro» no modificó nuestras relaciones. Nos despedimos amistosamente. Pero aunque el experimento no se repitió, me consternó la ligereza de Jean-Jacques, e hice la solemne promesa de mantenerme en guardia contra él. Nunca sentí la tentación de discutir sobre Frau Anders con mi amigo, porque era naturalmente discreto. Jean-Jacques, en cambio, era muy indiscreto. Siempre tenía una nueva historia que contarme acerca de su última conquista o su último entusiasmo, discutía sus escapadas sexuales -como su pobre infancia, su carrera de boxeador, sus robos, cualquier cosa menos sus libros- pródigamente, sin reservas, y supe, con gran sorpresa de mi parte, que a menudo era impotente. A través de estas confidencias, yo aumentaba mis elementos de juicio acerca de sus gustos poco naturales y su vida desarreglada, pero aunque disentía de la curiosa teoría de Jean-Jacques sobre la homosexualidad, según la cual esa práctica tenía tanto de culpa como de humor, de rebelión como de convención, nunca estuvo en mi ánimo interferir con la felicidad de los otros. Esta, como recordarán, fue una de las máximas que había decidido en primer lugar, durante mis aventuras intelectuales. Y Jean-Jacques me pareció un hombre feliz.

Tal vez, yo hubiera podido imaginar que su cínica virilidad era en parte fingida: había algo en sus pequeños ojos y ancha frente, un indicio de mala salud -pero no, esto era falso-. Estaba en perfecto estado de salud. Yo, por el contrario, aparentaba la buena salud que proviene de una infancia bien nutrida y mi cuerpo confirmaba la apariencia. El lector puede imaginar acaso que yo no experimento dificultades del tipo de las de Jean-Jacques. A pesar de lo extravagante de la situación, no me sorprendería saber que pierdo ciertas cimas de satisfacción en el curso de mi tranquila potencia.

Nunca sufrí, durante los períodos de abstinencia sexual. En ausencia de Frau Anders, me ocupé de la lectura y la correspondencia, con ocasionales participaciones en la vida nocturna de Jean-Jacques, y en constante meditación sobre mis sueños.

Hice inventario de mis posesiones. Tenía un modesto y aceptable guardarropa -nada para tirar-. Pensé vender mis libros. Pero no me había librado del hábito de leer un fragmento cada día. Con los muebles era diferente. Todo, excepto lo más necesario, una cama, una consola, estanterías para libros, lo di a mis compañeros de estudio. Hasta la silla, ya que podía sentarme en la cama. También dispuse de las pocas pinturas que poseía y de la flauta que había comprado después del primer sueño. Más tarde me deshice también de la cama, y dormía sobre una esterilla que enrollaba cada mañana y metía en el armario durante el día. Me preocupaba también por el mantenimiento adecuado de mi cuerpo, que nunca descuido ni estoy tentado de olvidar. Durante aquella época me gustaba dar largos paseos y me pareció que cualquier cambio de escenario reanimaba mis energías demasiado fáciles de disipar. Para suplir mis paseos, Jean-Jacques sugirió un programa de ejercicios como los que se practican en Oriente, que podría hacer en mi propia habitación. El propósito de estos ejercicios no tenía nada que ver con el vanidoso deseo de fortalecer el cuerpo. No guardaban relación con él, su objetivo era alcanzar un perfecto control sobre él. Pretendían, por medio del cuerpo y dirigidos a la mente, producir un estado de vigilia sin contenido, un estado de vaga levedad. Pero fue sobre todo la idea de los ejercicios lo que me atrajo; quizá por eso no llegué a alcanzar un buen grado de aprovechamiento. Nunca tuve éxito en el control de mi digestión, ni de mi esfínter anal, de modo que pudiera vomitar, excretar o ingerir voluntariamente. Aun después de haber abandonado los ejercicios, con frecuencia me imaginaba a mí mismo haciéndolos, llevando un ajustado bañador de lana negra.

Practicaba regularmente un ejercicio menos agotador, de mi invención, y lo realizaba con un invisible instrumento electrónico. Me sentaba, muy quieto, tratando de encontrar la postura correcta, la exacta disposición de mis piernas y brazos, a fin de tocar todos los nódulos invisibles e impulsar la corriente. A veces no era un instrumento electrónico el que yo tocaba, sino un impalpable instrumento de viento, como una flauta. Entonces debía descubrir dónde iba a poner la boca, dónde estaban los agujeros y la partitura.

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