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Hubo un sueño que me proporcionó una clave diferente. Este sueño, por la forma en que voy a referirlo, sin desarrollarlo totalmente, será llamado «el sueño literario». En él yo era mi famoso homónimo de mito y drama, inclinado al celibato. Frau Anders era mi voluptuosa madrastra. Pero ya que ésta es una moderna versión de la historia, no la menosprecio. Acepto sus ventajas, la disfruto, y después la hago desaparecer. Sin embargo, fui castigado. Como la diosa, en la obertura de la antigua comedia, declara: aquellos que desatienden el poder de Eros serán castigados. Tal vez es éste el significado, o uno, de todos mis sueños.

Así es que, durante el matrimonio, mis sueños no fueron menos interesantes. Pero los observaba más distantemente. Ahora era capaz de preguntarme si mis sueños eran un hábito o una compulsión. Los hábitos se cultivan. Ante las compulsiones nos rendimos. Quizá una compulsión sea sólo un hábito ahogado.

Mis sueños, que empezaron como una compulsión, se habían transformado en hábito; más tarde, el hábito empezó a degenerar, parodiándose a sí mismo. Sin notar el cambio ni reparar en su mal olor, el olor de la ruina, permanecía complacidamente en lo que consideraba el amplio florecimiento de mi propia poesía. Poco me alarmó, aunque me causó gran pena. Este plácido estado de cosas tuvo, sin embargo, un abrupto fin, a raíz de un sueño, dos años después de la muerte de mi esposa, el único de todos mis sueños que puedo titular propiamente una pesadilla.

Soñé que me encontraba en medio de una multitud, ascendiendo por la ladera de una colina hacia una suerte de parque de atracciones. La colina acababa en un acantilado o precipicio. Mis compañeros comenzaron a descender mediante clavos de hierro que hundían en la roca, con la misma facilidad que si estuvieran bajando por escaleras. Pero yo no encontraba el modo de bajar. Me demoré, seguro de que no iba a poder componérmelas para dar término a aquel escarpado descenso, de que me desvanecería y acabaría cayendo. Por fin logré descender por mí mismo una parte del camino, y entonces me detuve, sobrecogido por el terror, en un pequeño rellano, incapaz de seguir hacia arriba o hacia abajo.

Recuerdo haber pensado que antes ya había intentado aquel descenso y que, también entonces, me creí incapaz de realizarlo.

Instantes después, sin embargo, estaba en el suelo, moviéndome entre los que ya habían descendido. Era una especie de circo cubierto de asfalto, pero sin asientos y vallado, como una cancha de balonvolea. En el centro del circo, bastante apartadas del público, había tres personas, dos hombres y una mujer.

Inmediatamente imaginé, por sus vestidos escasos, sus brazos y piernas desnudos, que eran acróbatas. Por su proximidad y la conversación que mantenían, absortos unos con otros e indiferentes a la multitud que los rodeaba, supuse que debían ser extranjeros.

Empezaron a caminar, alejándose del centro y siguiendo cada uno con su conversación. Pero después de andar pocos pasos, uno de ellos tropezó, cojeó y se sentó en el suelo para examinar su pierna. Vi que tenía una rara herida en el cráneo. Entonces me acerqué para mirarlo más de cerca, y comprendí que su herida era más grave de lo que había supuesto: la herida se prolongaba en una desagradable protuberancia carnosa de forma cilíndrica.

El hombre y la mujer estaban junto a él, intentando protegerlo, mostrando una gran preocupación. Oí que el otro hombre se decía a sí mismo: «No, no puede actuar en estas condiciones.» Miró hacia el público, señaló a uno de los espectadores y se dirigió directamente a él.

– ¿Sería usted tan amable? -dijo.

El espectador dio una respuesta algo vaga y poco comprometedora.

– Por favor, ayude -dijo el acróbata-. Ya ve usted lo mal herido que está.

El acróbata herido estaba todavía sentado, sosteniendo y contemplando su maltrecha pierna. La mujer permanecía a su lado y observaba el progreso de los ruegos del otro acróbata. Este, el hombre que suplicaba ayuda al espectador, era seguramente el jefe del grupo.

– Bien, de acuerdo -dijo el espectador-. Ayudaré, si puedo. Pero no tengo mucho tiempo.

– Sólo será un momento -dijo el acróbata, y se volvió para sonreír a la mujer y a su compañero, tendido en el suelo.

El espectador preguntó qué debía hacer.

– Esto -dijo el acróbata, sacando una navaja de su bolsillo-. Simplemente, permanecer donde está.

El acróbata, con su navaja en la mano, se aproximó al espectador, y empezó a hacer algo con él. Con la navaja trazaba, sobre su cuerpo y su cara, una serie de líneas verticales y horizontales. Describió una larga línea hacia abajo, en la mitad del torso, una a través de la garganta, otra a través de la cintura y otra a lo ancho del pecho. En la cara, hizo un corte vertical desde el límite de su pelo hasta la barbilla; y dos incisiones horizontales, una desde la piel inmediatamente inferior a la oreja izquierda, a través de la cara, bajo los ojos, hasta la parte superior de la oreja derecha, y otra desde la piel de la base de la oreja izquierda, a través de la cara sobre el labio superior, hasta la piel situada en la base de la oreja derecha.

Yo observaba, extrañamente sorprendido. No era tan sólo que no hubiera sangre, sino que el espectador no exhaló una sola palabra de dolor o reproche, pero yo podía ver que el acróbata no estaba sólo dibujando con su navaja o marcando suavemente la piel, sino cortando profundamente, de modo que la carne se separaba bajo sus trazos.

El espectador permanecía pacientemente inmóvil, mientras el acróbata trabajaba en silencio con su navaja. Habiendo terminado con la cara del espectador, retrocedió unos pasos, como si quisiera contemplar su trabajo. Entonces, velozmente, oprimió sus dedos sobre el rostro del espectador y estiró la carne separada y seccionada del cráneo. Me agité horrorizado. «¿Nadie lo va a detener?», estuve a punto de gritar. Cuando el acróbata retiró sus dedos, la cara del espectador se compuso, aunque las señales que el acróbata había trazado eran visibles todavía.

– Es sólo una prueba -explicó el acróbata sonriendo.

Viendo que el espectador se mantenía tan sereno, pensé que quizás no le estaba haciendo ningún daño. No había acabado de pensar esto, cuando vi que yo era el espectador. Estaba tendido con la cara sobre el suelo y los ojos cerrados, y sentía la navaja describiendo líneas verticales y horizontales sobre mi espalda y mis nalgas. No era doloroso. Cosquilleaba un poco, y en algunos momentos llegaba a ser agradable. Algunos arañazos y sensaciones similares hicieron que me acusara de hipócrita, por pretender disfrutar lo que era en sí atormentador. Pero no recuerdo haber sufrido ningún daño.

Quizá estaba realmente preocupado por lo que sucedía con mi cuerpo, más de lo que yo mismo admitía, pues no permanecí mucho tiempo en aquel papel. Otra vez, repentinamente, volvía a confundirme entre la masa de gente, observaba al acróbata haciendo con su navaja las últimas incisiones en el primer espectador.

El acróbata se dirigió al espectador, que estaba tendido sobre su espalda, incapacitado ya de moverse sin ayuda, hasta de hablar.

– Ya está, casi he terminado. No se preocupe, sólo queda una cosa por hacer.

El espectador pareció comprender y se sintió confortado por la afirmación del acróbata de que su prueba estaba prácticamente concluida. También yo me sentí reconfortado y me incliné hacia delante, sin molestar, para observar lo que el acróbata hacía a continuación.

Tomó en sus brazos el cuerpo del espectador y lo levantó hacia arriba, donde lo mantuvo erguido como un arbusto que se ha llevado a una tierra nueva, para replantarlo. El cuerpo del espectador permanecía firme, ladeándose suavemente. Una tímida expresión esperanzada en sus ojos era el único signo de vida en aquel cuerpo rígido.

– Sólo una cosa más -dijo el acróbata en su tono suave y consolador-. Por favor, sea paciente, no sufrirá ninguna clase de daño, y después podrá volver con sus amigos.

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