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Con sus ojos, el espectador dio muestras de gratitud.

– Sólo una cosa más -dijo el acróbata-. No puedo expresarle cuan agradecidos le estamos, mis compañeros y yo. Usted estará contento de habernos ayudado.

Esperé, deseando que aquella ominosa operación acabara enseguida y dejara al espectador ileso.

– Sólo una pequeña cosa todavía -dijo el acróbata.

Entonces, con un movimiento rápido y seguro, aferró por ambos lados la cabeza del espectador. Con una mano tiró violentamente hacia la izquierda, mientras con la otra hacía un gesto idéntico a la derecha. Primero, el cráneo se partió, después el cuerpo del espectador, con el más rápido y suave quejido. Las dos mitades del cuerpo, limpiamente separadas, se desplomaron rígidamente sobre el suelo.

El destino del espectador me llenó de indignación y angustia. El espectador había sido excesivamente confiado, demasiado complaciente. Y durante todo aquel tiempo, el acróbata había estado intentando asesinarlo. (Vagamente comprendí el propósito de aquel asesinato: el acróbata necesitaba un cuerpo para reemplazar el cuerpo herido de su compañero.) Nada le importaba el espectador, sino sólo la pequeña troupe de la que era jefe. El resto del público era ignorado, excepto cuando servía a los propósitos del acróbata.

Ahora me sentía afligido por haber descendido a la arena. No quería haber presenciado aquella crueldad y, volviendo mi espalda al centro del circo, desperté.

Nunca me había despertado de un sueño con tal impresión de horror. Durante varios días viví en el sueño, y reviví los sentimientos con que el sueño había terminado. Sabía, sin embargo, que la indignación era una emoción perversa y totalmente falta de provecho. Trataba de dominar mi indignación. No obstante, también pensé que quizás este ultraje era saludable, un antídoto al flemático estado de pena por la muerte de mi esposa, y un preludio necesario a la calma que estaba buscando.

Por supuesto, me satisfizo que, mientras el sueño se repetía a sí mismo en las siguientes semanas, me era posible observar los sucesos de la arena con una emoción menor. No obstante, no podía aceptar este sueño. No estaba seguro de entenderlo. Cómo podía hacerlo, cuando mi vida había sido desmembrada por la muerte de mi esposa, igual que el benévolo espectador había sido partido en dos por el acróbata.

Me interesó recordar que, durante un fragmento del sueño, yo había sido el espectador, la víctima. Mi negación a permanecer en aquel papel, ¿fue coraje o estupidez? ¿Había resistido algo que debía resistir, como la operación en mi vista en «el sueño del espejo», o el mandato del bañista que me obligaba a saltar, en «el sueño de la clase de piano»? ¿O es que no había comprendido en absoluto ninguno de mis sueños, interpretándolos como persecución y traición, cuando eran en realidad lecciones de liberación?

Los sueños de horror y protesta ocupan su lugar, pero seguramente no son nuestro objeto. Tampoco pretendemos ser principalmente (como era yo en este sueño) espectadores de grandes y terribles sucesos.

Un período de mi vida concluía con este sueño. Pensé en dejar la capital. Desde que la guerra había terminado, no había hecho uso ni una sola vez de mi libertad para viajar. Jean-Jacques me escribió una amistosa carta, desde su refugio provincial, urgiéndome a visitarlo, si no tenía nada mejor que hacer. Pero yo tenía algo mejor que hacer.

El hecho es que, a pesar de la contradicción de mi matrimonio, no había gozado de mi gusto por la soledad en los últimos años. No podía imaginar momento más oportuno para mi retiro. Con treinta y ocho años, desligado de todo, improductivo, lleno de prejuicios y hábitos solitarios. ¿Cómo podía empezar una nueva vida con otra mujer? Nunca encontraría otra tan compatible, tan amoldada a mis gustos, tan valiosa y respetada por mi afecto, como mi difunta esposa.

Pero no quería seguir viviendo en el mismo apartamento, lleno de recuerdos de mi esposa y del olor de mi propia pena. Decidí buscar unas habitaciones más espaciosas en un barrio donde nunca hubiese vivido. Entonces se me ocurrió una maravillosa idea. Existía todavía aquella vieja casa próxima al río, que había heredado de mi padre y amueblé para Frau Anders. Mi antigua amiga la había abandonado poco después de mi boda; durante los cuatro años de ocupación, la casa fue requisada y usada como centro de administración de prisioneros; desde la liberación, había estado desocupada -o casi vacía, como explicaré más adelante- y, aunque estaba en un estado de considerable deterioro, me pareció prácticamente habitable. Después de considerarlo todo, el problema podía resolverse fácilmente. Pero no debo dejar de decir que, cuando informé a mi hermano de mi propósito de habitar la casa, él se mostró muy contrario a mi proyecto. Ni ahora comprendo sus razones, pero recuerdo que no sólo trató de desanimarme (es poco práctica; es demasiado grande; eres demasiado irresponsable; las reparaciones serán demasiado costosas), sino que también me dio a entender que, de seguir con mis planes, iba a resultarle muy desagradable y aun provocativo. No podía comprender el rigor de sus argumentos, especialmente el que sostenía que la casa era demasiado grande para mí. (El había insistido rencorosamente en una carta, diciendo que la casa era suficientemente grande, incluyendo las salas, para ser utilizada como hospital o como escuela.) Viendo que él no oponía ningún obstáculo legal a mi proyecto, decidí ofenderle llevando a cabo mis planes.

El traslado fue simple, ya que no tenía muchas pertenencias. El día que tomé posesión de mi casa, fue una clara mañana de invierno con un suave manto de nieve sobre el suelo. Paseé alrededor de la casa, observando qué ventanas necesitarían cristales nuevos, recogiendo todas las botellas de vino, botas viejas, calcetines, cantimploras, ladrillos y viejas camillas que estaban esparcidas por el suelo, y amontonándolas en el jardín; después de quitar la nieve, encendí una formidable hoguera. La tarea de limpiar era agradable. Sin embargo, añoraba las paredes recientemente pintadas, entre las que nunca tuve el placer de vivir, y que heredaba desfiguradas, descoloridas, garabateadas, salpicadas, descascaradas por las balas.

Una vez instalado, comprendí que mi decisión había sido correcta, pues experimenté la paz y el ánimo que sólo sigue a las buenas decisiones. Una vida rigurosamente independiente, para la que contaría con todo el espacio que necesitaban mis extravagantes y secretos proyectos, ahora era posible. Qué fácilmente había pasado el tiempo, qué cómodo me sentía en este espacioso y desamueblado lugar, después de haber estado confinado en las reducidas y oscuras habitaciones de mis sueños. Y tenía cosas suficientes para estar ocupado, durante un período de tiempo que podía alargarse de días a semanas, de semanas a meses, de meses a años. Seis años estuve en aquella casa. Cosí y descosí mis ideas. Escuché mis sueños. Pensé en mi esposa. Pero, si puedo confiar en mi memoria, no viví con el miedo de una repentina y vengadora aparición de Frau Anders.

Pues Frau Anders estaba conmigo. De hecho, me había precedido en la casa. Recordarán que mi esposa y yo la habíamos ocultado varios meses durante la guerra; después de que los soldados hubieran venido varias veces a nuestro edificio, y a nuestro propio apartamento, me rogó que le encontrara un nuevo refugio donde guarecerse mejor; yo se lo había conseguido, y prometí describir en un capítulo siguiente este nuevo refugio. Bien, el refugio que yo había previsto para ella -dentro de las mejores tradiciones de la novela policíaca- no era otro que su propia casa, utilizada por entonces como centro administrativo del ejército enemigo. Recordaba una habitación sin ventanas, situada en el sótano, junto a la cocina. La puerta de esta habitación se encontraba en la pared, oculta por un armario de la cocina, y sólo podía abrirse mediante un secreto cerrojo que se accionaba levantando la repisa de la parte trasera del armario. De este modo, la habitación estaba virtualmente a salvo. Advertí a Frau Anders lo desagradable que iba a resultar allí su vida, pues debería soportar todos los ruidos que se produjeran a su alrededor y la continua oscuridad. Entrada la noche, podía salir a la cocina y obtener una pequeña cantidad de comida, pero debía tener cuidado en no tomar demasiada, ni algo cuya pérdida pudiera advertirse, y a la misma hora podría deshacerse de sus excrementos, yendo al jardín y enterrándolos en el suelo. Aun después de haberla convencido de que iba a estar a salvo en aquel lugar, se mostraba horrorizada, temiendo ser descubierta cuando nos dirigiésemos a la casa. Consulté a Jean-Jacques y trazamos un sencillo plan. Yo estuve observando la casa durante cierto tiempo, para distinguir los lugares de guardia y el número de centinelas. Había dos en la fachada y uno en la parte trasera. Aguardamos la visita a la capital de uno de los ministros enemigos, un día en que casi todas las tropas de la ciudad se concentraron para desfilar. Entonces, Frau Anders, Jean-Jacques y yo nos dirigimos a la casa. Me adelanté hasta la puerta principal y entablé conversación con los centinelas. Dije que deseaba ver a cierto oficial, y me resistí a creer que su nombre no fuera conocido en aquel lugar. Después de los breves minutos que duró esta conversación, fui golpeado por una culata de fusil, derribado al suelo y despedido. Jean-Jacques se ocupó del centinela de la puerta trasera con mejor fortuna; creo que debió terminar concertando una cita con él. Al mismo tiempo, Frau Anders había logrado penetrar en la casa; y allí permaneció durante el resto de la guerra.

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