«Nosotros no saborearemos la muerte -seremos saboreados por la muerte. Seremos completos -pues estaremos vacíos. Seremos extremos -pues seremos perfectos.
«Cuando uno se hace tomar una fotografía, el fotógrafo dice: ¡Perfecto! ¡Igual que usted! Esto es la muerte.
»La vida es una película. La muerte es una fotografía».
Después de la lectura del profesor Bulgaraux, sus discípulos se reunieron junto al ataúd para contemplar por última vez a mi esposa, y me abrazaron. Como el profesor Bulgaraux ya me había dicho antes que el apoyo a las investigaciones y publicaciones de su Sociedad había sido muy escaso, en los últimos tiempos, le di un cheque. Salimos con Lucrecia y su acompañante a tomar un aperitivo y regresamos inmediatamente.
Creo haber entendido casi por completo el sermón del profesor Bulgaraux; podría decirse que en aquella época yo era ya un adepto a sus ideas. Pero eran bastantes los puntos con los que no estaba de acuerdo: no con su caracterización de mi esposa -creo que captó bellísimamente su pálida semblanza- sino con las continuas referencias que hacía a mi persona, indicando que no debía estar afligido. Resulta demasiado fácil resignarse a la pérdida de alguien que no ha tenido una importancia realmente grande. Además, había decidido permitirme este dolor. Estuve de acuerdo, sin embargo, con gran parte de sus afirmaciones; hay una elección que debe realizarse, aun en el dolor. Sentía dudas acerca del derecho a sufrir por su ausencia. Cualquier pena personal hubiera estado fuera de lugar, pues mis relaciones con mi esposa, mientras vivió, no fueron relaciones personales, en el sentido corriente de la palabra. A su muerte, mis relaciones con ella difícilmente podrían diferir.
No obstante, cuando acompañé el cuerpo de mi esposa a su ciudad natal, y permanecí en el cementerio con su familia y la mía, participé completamente del dolor colectivo. Un funeral adquiere en provincias mayores dimensiones y un peso específico más importante que un funeral en la capital.
Mi hermano se había distanciado desagradablemente de mí, y no me sentía bien acogido en su casa. Tampoco tenía ningún interés en aceptar las invitaciones del resto de mis parientes para que pasara algunos días con ellos. De modo que, poco tiempo después, regresé a la capital.
He dicho que hablaría de mi duelo, a pesar de lo difícil que me resulta.
Mi pena se manifestó por sí misma bajo diferentes formas. Me sentía como si hubiera empequeñecido dentro de mi propia piel. Mis codos, mis hombros, el cuello, me parecían ajenos.
Hice una lista de las formas posibles de morir. Hasta aquí llegué. Muerte por locura, muerte por guillotina, muerte por guisantes que suben a través de la nariz, hielo atravesado en la garganta, caída en el hueco de un ascensor, crucifixión, el paracaídas que no se abre, gangrena, saltar por la ventana del dentista, arsénico en la sopa de cebolla, arrollado por un autobús, mordisco de serpiente, la bomba de hidrógeno, Scylla y/o Charybdis, desilusión amorosa, un bastonazo, la ruleta rusa, la sífilis, ser aplastado por una apisonadora, cirugía negligente, ahogo, un accidente de aviación, píldoras para dormir, gases de automóvil, aburrimiento, paseo por la cuerda floja, hara-kiri, mordedura de tiburón, linchamiento, ultimátums, hambre, volar sin alas, volar con alas (sin avión).
Qué frágiles somos.
Un recuerdo de infancia. Tenía tres años, el pelo largo y vestía de blanco. Jugaba con un aro sobre el césped, frente a la casa; la reina tomaba sol en su jardín, separada de nuestra casa por un seto de rosales; nuestra vecina (por lo que yo había oído contar a mi madre) era viuda. Me acerqué al seto y la miré. Cuando ella se volvió hacia mí le pregunté: «¿Cómo murió su marido?», y con un tono de inolvidable dulzura me respondió: «Sus ojos se cerraron.»
Esto, lector, es el dolor. Esta incoherencia. Comprenderás por qué no prosigo.
Mi tarea era entonces reconstruir mi vida. Pero la muerte, como la violencia, es un ejemplo insidioso, difícil de remover.
Había adquirido hábitos muy solitarios durante los meses que cuidé a mi esposa. Su muerte no parecía razón suficiente para abandonarlos.
Es curioso que nuestro modo de vivir no esté proyectado con relación a una emoción intensa o a una única idea, sino bajo la forma de acción. A pesar de mi codiciado deseo de estar solo, las visitas continuaron viniendo, prosiguiendo con sus misiones de consuelo; no fueron muchas, pero sí suficientes. Mónica era mi principal visitante. Su traje de viuda y su velo (acababan de notificarle la muerte de su esposo en un campo de concentración) hacían juego con mi propio luto aunque, mucho antes que ella, volví a usar mi ropa habitual.
Pronto me cansé de su compañía. Me impacientaba con los tiernos mensajes que pasaba debajo de mi puerta, con las comidas que me preparaba, con su forma de taconear, ruidosamente, en mi apartamento. Ni sus sollozos de dolor, ni su alegría cuando en aquel verano la capital fue liberada, eran sentimientos que yo pudiera compartir.
– ¿Cómo murió tu esposo, Mónica? -le pregunté, cuando insinuó pasar una noche conmigo.
– Oh, era tan bueno -susurró, comenzando a sollozar.
Cuando impugné la sinceridad de su dolor, se indignó de tal modo que tuve que decirle que se marchara.
No creo que nos ayudáramos mutuamente. Ella estaba demasiado triste, pero no lo suficiente como para resultarme una buena compañera. Mónica se agitaba compulsivamente, y era casi indestructible, mientras que mi constitución se hacía cada vez más débil. Recuerdo que esta imagen de mí mismo llegó a tener gran importancia para mí. Cuando volví a mis olvidados ejercicios físicos, lo hice con esa desesperada imagen en mi mente. Desaparecidas las antiguas razones para mantener mi cuerpo en buen estado, tenía ahora un objetivo mucho más importante en perspectiva. Debía robustecer mis miembros, de lo contrario me quemaría. Urgí a mi cuerpo a que cambiara, a que adquiriera mayor soltura, a que se hiciera más libre y perdiera la inquietante reunión de mi mente. Pero las venas de mis brazos y piernas parecían coaguladas por el dolor.
Afortunadamente para mí, Mónica no tardó en trabajar para uno de los numerosísimos comités de postguerra, dedicados a la restitución de las injusticias y al mejoramiento de todo lo que por entonces empezaba a florecer. Sus llamadas se hicieron menos frecuentes y generalmente no tenían más objetivo que asegurar mi firma en alguna petición o manifiesto. Yo firmaba siempre, pues a pesar de las burlas que me permitía sobre Mónica, sus sentimientos políticos (si es que alguien puede llegar a tener sentimientos políticos) eran irreprochables.
Aparte de Mónica, veía a otros amigos, mucho más hábiles en consolarme. Tuve algunos fríos encuentros con Jean-Jacques, llenos de largos silencios. Era extraño lo poco que me importaba la gente en aquella época, ya que mi vida interna se encontraba igualmente despoblada; hasta mis sueños me habían abandonado. Pero estaba acostumbrado a ser paciente conmigo mismo, tal vez demasiado paciente. Jugaba solitarios al ajedrez. Mis placeres sexuales eran casi siempre solitarios, con o sin ayuda del espejo. Asistía ocasionalmente a alguna sesión de cine mudo. Esperaba un sueño.