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Se escuchó un quejido alarmante salido de la cama.

– Esa es tu ventaja, Hippolyte. Como la mía es haber sido boxeador.

Se impacientaba con los botones y se sacó la camisa por la cabeza. Aprovechando esta oportunidad, tomé una silla próxima al armario y la lancé sobre su cabeza. Inmediatamente se desplomó, y la cabeza de mi esposa emergió de entre la sábana con los ojos enrojecidos por las lágrimas. «¡Oh, oh!», exclamó.

– Este es el castigo por encarnar a un oficial -expliqué, secando su cara con mi pañuelo. La exasperación y el disgusto por la eterna frivolidad me habían dejado sin habla; no podía explicarle nada más y sólo quería deshacerme de él y sacarlo del apartamento. -Voy a llevarlo a su casa. Vuelvo en seguida.

Me hubiera resultado imposible levantar a Jean-Jacques y bajarlo por las escaleras, de modo que desperté a un vecino, un muchacho que transportaba carbón, que vivía detrás de la puerta contigua a la nuestra. Estuvo de acuerdo en ayudarme, y lo hicimos juntos. Después de despojar a Jean-Jacques de su disfraz, lo vestimos con viejas ropas mías y esperamos a que amaneciera. Aún inconsciente lo bajamos y lo metimos en la furgoneta que el muchacho usaba para repartir el carbón, transportándolo a través de la ciudad y llevándolo a su habitación, tras subir las escaleras del hotel en que se hospedaba. Envié de nuevo al muchacho para que cuidara a mi esposa hasta mi regreso.

Creí que había matado a Jean-Jacques, dada la forma en que estaba tendido. Seguramente, esa fue la razón por la que no partí, aguardando hasta el momento en que lo vi recuperarse. No volvió a la conciencia hasta el mediodía; cuando observé que comenzaba a moverse en su cama y se quejaba sosteniendo entre las manos su cabeza, me deslicé hacia la puerta. Me sentía extremadamente disgustado con él. Me detuve a comprar algunos alimentos y regresé a casa. Pero cuando entré en la habitación de mi esposa, con gran asombro vi que en la cama sólo estaba el muchacho del carbón, completamente vestido. Pareció asustado al verme, y balbució que mi esposa se había sentido muy mal cuando él regresó a casa, por lo que avisó a los vecinos, que en seguida llamaron a una ambulancia, y que ahora estaba en el hospital de la ciudad. Me apresuré a ir al hospital, donde una enfermera me confirmó las noticias sobre la grave situación de mi esposa. Me permitieron entrar durante unos minutos, pero ella estaba en estado de coma. Tres días después, murió.

No pienso hablar ahora de mi pena. Hacer los arreglos pertinentes al funeral, representaba un problema para mí. Sería enterrada en el panteón familiar de su ciudad natal, con todos los ritos de la iglesia. Pero yo también deseaba hacer un funeral que representara sus últimos años de vida junto a mí en la capital. Por ello, y sin telefonear inmediatamente a su familia, dispuse que su cuerpo fuera colocado en un ataúd y conducido a nuestro apartamento. En seguida llamé al profesor Bulgaraux, para que celebrara el funeral privado. Estuvo de acuerdo, con la única condición de que invitaría a un pequeño núcleo de colegas y discípulos suyos. No invité a Jean-Jacques, pues todavía estaba muy disgustado con él por la falta de consideración y la absurda forma en que se comportó durante los últimos momentos de la vida consciente de mi esposa. Invité al repartidor de carbón y a algunos actores amigos. Lucrecia vino con un joven pianista, su último entusiasmo. Mónica llegó consumida de pena a causa de su esposo, por entonces prisionero de guerra. Me sentí conmovido por el hecho de que hiciera en sí un lugar para mi pena, aunque realmente no supe ver que la había juntado con la propia.

El sermón del profesor Bulgaraux, del que pienso dar algunos extractos, no defraudó mis esperanzas. Lo reproduciré con su peculiar estilo de puntuación, pero no basándome simplemente en la memoria, sino también en el recordatorio impreso que mandó imprimir, bajo los auspicios de la Sociedad Autogenista. Se titulaba: «Sobre la Muerte de un Alma Virgen».

Empezaba:

«Amigos y co-creyentes, dolientes y especuladores: la muerte es el suceso más importante de nuestras vidas. Sólo es comparable a los sueños, pues en un sueño no cabe revisión -sólo nuevos sueños y la interpretación de los sueños. Tampoco hay revisión de la muerte- sino otras muertes y nuestras reflexiones sobre ellas.

»Ahora bien, hay sólo dos muertes interesantes, podríamos decir, satisfactorias, la muerte de un gran criminal y la muerte de un alma virgen. Puesto que ambas son la misma cosa, e indican aquella inocencia a que aspiran retornar.

»El secreto de la inocencia es el desafío. Criminal y alma virgen. El criminal desafía el orden de la sociedad -el alma virgen desafía el orden de la naturaleza. Ambos sobrepasan sus cuerpos en favor de… el deseo.

»Por lo tanto, la muerte -del criminal y la del alma virgen- son muertes voluntarias.

»Nosotros, que hemos sido dejados en un común terreno central ¿nos atrevemos a escoger entre una de estas dos muertes opuestas aparentemente que son -ya os lo digo, no hay secreto en ello- equivalentes?

»Cada uno de nosotros vive diariamente junto a su muerte. Una cinta, a veces más ancha, otras más estrecha, que se enrolla a lo largo de nuestras acciones cotidianas.

»La mayoría ignora la muerte. Pero el criminal y el alma virgen viven con sus muertes. Estas no pueden sorprenderlos.

»Los modos de desencarnarse son misteriosos. La inteligibilidad no puede ser explicada. Un hecho es un hecho. La muerte, la muerte.

»Pero la vida es -movimiento. Por lo tanto -la vida es resurrección. Muchos han enseñado que primero está la vida -después la muerte -después la resurrección. Yo digo: la vida -después, la resurrección -después la muerte.

»En el Evangelio de Dianus está escrito: Vive quien debe, muere quien quiere.

»A los dolientes, os digo: Mirad al afligido esposo.

»El no está apenado. El no condena la muerte. ¿Qué significa esto para él? ¿O para cualquier otro?

Pues si somos como somos, no podemos ser sino los que seremos.

»¿Cuál fue la vida de esta joven mujer? Nació -asistió a la escuela -se casó. Obedeció a su padre y a su esposo. Murió.

»Se necesita tener vocación para una vida así. No puede escogerse mentalmente. El secreto de la vida es la vocación -y ella la tenía. También se necesita vocación para morir bien, y esta vocación la poseen el criminal y el alma virgen.

»En uno de los Evangelios de Dianus, un discípulo pregunta a su Maestro: ¿Cuándo entraremos en el Reino?

»¿Cuándo entrarás en el Reino? -dijo el Maestro-. ¡Cuando logres hacer que uno se transforme en dos, cuando hagas semejante el interior al exterior, y el exterior al interior, y lo superior igual a lo inferior, y lo inferior a lo superior! Y si haces uno del macho y de la hembra, de modo que el macho no sea ya más macho y la hembra no sea ya más hembra. Cuando pongas los ojos en el lugar de un ojo y una mano en el lugar de una mano, y un pie en el lugar de un pie, y una imagen en el lugar de una imagen. Entonces, ¡entrarás en el Reino!

»¿Cómo debemos interpretar esta enseñanza? El interior como el exterior -el exterior semejante al interior. ¡Oh, vírgenes y criminales!

»Ojos en el lugar de un ojo -una mano en el lugar de una mano -un pie en el lugar de un pie -una imagen en el lugar de una imagen.

»El significado es éste. Actos de sustitución constituyen una vida, hasta que alcanzamos la última sustitución -durante la vida, la muerte.

»Donde ya no son posibles más sustituciones -cuando hemos sido circunscritos a nuestro centro -cuando hemos encontrado nuestro principio -es la muerte. Lo cual no es en absoluto la muerte.

»No tratemos de desafiar el fin. Busquemos sólo el desafío a nuestros seres vivientes. La muerte es la recompensa de nuestra resurrección -la muerte es nuestro desafío.

»Empezamos por el fin -acabamos en el principio. Tal como dice el Maestro: Bendito el hombre que alcanza el principio; él conocerá el final y no saboreará la muerte.

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