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Entonces empecé a andar. Al principio me sentí digno, orgulloso, y decidí no pedir ayuda a nadie.

Anochecía. La gente regresaba deprisa hacia sus casas, atravesando las calles a pie o en bicicleta. Oscurecía. Tenía que encontrar un hospital, porque me sentía muy débil por la pérdida de sangre y casi no podía caminar. También pensé en buscar la mansión de mi anciano protector, donde podía tumbarme en el jardín, ya que no me atrevía a entrar y decirle al enjuto viejo que no había conseguido poner en práctica sus consejos. Allí había un doctor, recuerdo, aunque no estaba muy seguro de que no fuera un cónsul o alguien con pasaporte oficial. De todas formas, buscar la mansión era inútil, me encontraba perdido. No había nadie a quien pedir que me orientara. La noche había llegado y esas calles desconocidas estaban vacías. Oprimí nuevamente mi costado izquierdo, reteniendo mis lágrimas de humillación. Quería recostarme, pero me lo impedía el temor de ensuciar la blanca toalla con el pavimento. El sentimiento de pesadez en mi lado izquierdo iba en aumento. Me desangraba y luchaba por inclinarme sobre mi lado derecho. Fue entonces cuando morí. Por lo menos todo se volvió completamente oscuro.

«Este sueño es excesivamente pesado», me dije al despertar, haciendo un esfuerzo por reanimarme. Siempre que despierto sumergido en un sueño, trato de recobrar mi lucidez lo antes posible. No era fácil en este caso, ya que este sueño me reveló claramente, demasiado claramente, cuan agobiado estaba y cómo me despreciaba a mí mismo. ¿Quién soy para aspirar a ser libre?, pensé. ¿Cómo me atrevo a disponer de los demás, cuando no puedo disponer siquiera de mí mismo? Sin embargo, estoy libre, salvo en la lánguida cautividad de mis sueños. Maldije mis sueños.

Después de una mañana melancólica, me las ingenié para eliminar la pesadez. Pero sólo a través de la más extrema resignación ante el sueño. Me dije a mí mismo: Si estoy agobiado, que así sea. Y consideré inútil tratar de dar una interpretación más esperanzadora a mi sueño.

Pero alguien a quien expliqué este sueño, el profesor Bulgaraux, un académico cuya especialidad era el estudio de antiguas sectas religiosas, pensó de forma diferente.

– De acuerdo con ciertas ideas teológicas, con las que te familiarizaré más adelante -dijo-, éste puede ser interpretado como un sueño de agua. Cavas un hoyo, se llena de agua y, por fin, no te sientes pesado. Te sientes licuificado.

Era una idea estimulante, pero no quedé convencido.

– ¿Cree que debería viajar, como me aconsejó el viejo millonario?

– Has estado viajando, ¿no es cierto?

Asentí.

– Ahora debes digerir lo que has aprendido y después expelerlo. Hay pecado en tus intestinos.

No respondí, pero consideré tristemente que quizás él estaba en lo cierto.

– Te otorgas a ti mismo una confianza que aún no posees. Estás en lo cierto al escuchar tus sueños y aceptarlos -¿acaso puedes evitarlo?- pero te equivocas al condenar el yo que en ellos se revela. Te lo podría demostrar si me escucharas.

Al principio no comprendí su invitación y me sentí reacio a revelarme otra vez a mí mismo. Es posible que haya cometido un error al referirle mis sueños. Dios sabe cuáles eran sus creencias. Me había dicho que practicaba el encantamiento y trataba de enviar demonios a través de los sueños, todo lo cual repugna a cualquier persona cuerda. Sin embargo, no podía acusarle de charlatán sin haberlo escuchado hasta el final. Respeto un auténtico misterio, mientras deploro los intentos de mistificación. No había logrado saber si el profesor Bulgaraux creía realmente en los temas que le ocupaban.

– Se rumorea -le dije un día, mientras tomábamos unas copas en su biblioteca- que usted no está contento con la vocación académica, pero que en su vida privada comulga con las teorías que estudia.

– Sí, es cierto o, por lo menos, lo es en parte -me dijo-. Yo no creo, desde luego, pero sé que estas creencias tienen aplicación real. Estoy preparado para ponerlas en práctica y enseñar a otros cómo realizarlo.

– ¿A enseñarme a mí? -pregunté.

Me miró detenidamente.

– ¿Dices que tus sueños se refieren a ti más que a ninguna otra persona?

Asentí.

– Déjame leerte el mito teogónico de una secta acerca de la que ahora estoy dando un ciclo de conferencias y realizo un estudio. Se me ocurre que sus doctrinas se adaptan particularmente bien a tu caso.

Tomó varios volúmenes forrados con papel y abrió uno, empezando a leer con voz seca y nasal. Trataré de resumirlo de la mejor manera posible. De acuerdo con esta secta, originalmente había un dios, una divinidad masculina autosuficiente llamada Autógenes. Sin embargo, este dios no estaba completamente solo. Al crearse a sí mismo, debido a un exceso del gesto creador, había dado también existencia a un cierto número de ángeles y poderes. Pero no creó ningún mundo. Su propio ser, el de los ángeles y los poderes que reforzaban su ser, al reconocerlo y aceptarlo, eran suficientes. El se limitaba a ser; no sabía nada de sí mismo. Entonces sucedió que este dios omnipotente llegó a un conocimiento: que él era conocido. Y quiso conocerse a sí mismo; le disgustaba estar limitado a ser. Esto constituyó su caída. Se unió con una de sus sirvientas angélicas, Sofía. El producto de esta unión fue un niño que era a la vez macho y hembra, llamado Dianus.

La secta que creía en este mito, floreció hace unos dos mil años. Sus primeros devotos miraban a Dianus como a un usurpador, un pretendiente, un dios demoníaco, cuyo nacimiento significaba la corrupción de la cabeza divina. Pero cuando la secta comenzó a propagarse y a ganar devotos, los nuevos adeptos tendieron a ver en Dianus al dios principal, y a relegar a Autógenes a un papel de garantizador de la divinidad de Dianus. Con el tiempo, la devoción a Dianus aumentó. A él podía rezarse esperando la salvación, mientras que Autógenes permanecía distante e inaccesible. Dianus, al contrario de Autógenes, no era un dios excesivamente lejano. Pero poseía algunos de los rasgos de su padre. La mayor parte del tiempo lo pasaba dormitando en la cima de una montaña. Periódicamente se aventuraba a descender entre los humanos para ser adorado, asaltado y martirizado por ellos. Sólo así podía continuar su sueño divino.

– Por supuesto -observó el profesor Bulgaraux- yo no doy crédito a las artes mágicas que practicaba esta secta. Los miembros de la comunidad autogenista solían estigmatizarse mutuamente en el lóbulo de la oreja derecha. Puedes examinar mi oreja derecha, Hippolyte. Sólo encontrarás un pequeño círculo que tengo desde mi nacimiento.

Al no comprender la aplicación que este mito pudiera tener en mi caso, impugné el valor del mito mismo.

– Estos cuentos son sólo sopa de crédulos, concesiones pintorescas a aquellos que no pueden soportar el golpe de una idea desnuda.

– ¿Tus sueños son únicamente alegorías? -me respondió el profesor Bulgaraux-. ¿Crees que se presentan ante ti como historias porque tú no puedes cargar con el peso de una idea rasa?

– ¡Desde luego que no! Mis sueños no son ni más ni menos que la historia que estos mismos sueños cuentan.

– ¿Te contentarías con contemplar tus sueños como poesía, si poesía se opusiera a verdad?

– No.

– Reflexiona entonces, Hippolyte, y mira si no hay nada más que atractiva poesía en esta mitología oscura.

Acepté intentarlo, y hallé que había tanta verdad (y una verdad bastante similar en su contenido) en el mito autogenista como en mis propios sueños. ¿No discurrían acaso mis sueños acerca del ideal de autosuficiencia y de inevitable caída en el conocimiento? Si yo había empezado a sentirme martirizado por ellos, ¿no era esto ingratitud? Por muy dolorosos que fueran, necesitaba a mis sueños -la metáfora que me permitía la introspección- si quería conseguir la paz alguna vez. Me gustó mucho el fragmento del mito que explicaba que las martirizaciones periódicas del Dianus eran necesarias, no para la salvación de los hombres, sino para la buena salud del dios. Permitía apreciar la creación de un dios, en su forma más digna y candorosa. Del mismo modo, aprendí a ver mis sueños, no como generadores de conocimientos útiles a otros, sino únicamente para mí, para mi exclusiva comodidad y salud. Este era también el acto de interpretación del sueño en su forma más digna y candorosa.

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