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Finalmente, como actor, más que como escritor, me gradué en Cine Comercial. Transcurría la primera década del cine sonoro y, si bien los directores extranjeros pueden reclamar los primeros lugares en el cine mudo, entonces el cine de mi país era, o así lo creo, el mejor. Nunca desempeñé, ni aspiré a tener, papeles de primer orden, pero también evité figurar entre las multitudes como extra. Representé los papeles de mayordomo y de galán cortesano en dos comedias románticas, el de hermano mayor en un melodrama familiar y el de maestro patriota en una película sobre el reclutamiento de escolares al final de la Primera Guerra Mundial.

Al interpretar un papel me gustaba imaginarme a mí mismo introduciendo una subrepticia nota al pie de página en el auditorio. Cuando debía representar el papel de un bienintencionado amante, trataba de insinuar una promesa de crueldad en mis abrazos. Cuando representaba a un villano, procuraba dotarlo de ternura. Cuando me arrastraba, llegaba a imaginar que volaba. Al bailar, que era cojo.

La necesidad de contradecir, por lo menos interiormente, parece haber crecido en mí durante este período. Mientras en mi comportamiento cotidiano raramente contradecía los deseos de los demás, excepto cuando estaba plenamente convencido de estar en lo cierto, cada palabra que oía me hacía pensar en su contraria. Esta era la razón por la que actuar fue una ocupación tan feliz para mí. Actuar era un dichoso compromiso entre la palabra y el hecho. Un papel puede condensarse en una palabra o frase única; una palabra o frase puede extenderse hasta convertirse en un papel completo. «¡Mayordomo!», «No te amo», «Libertad, igualdad y fraternidad», para dar sólo unos pocos ejemplos. Y mientras representaba el papel, enunciando la palabra o frase, podía pensar en todo lo contrario con impunidad.

Por supuesto, no podía menos que desear papeles que por sí mismos ejemplificaran estas contradicciones. Quería representar a un gordo sudafricano, cuyas achatadas fosas nasales temblaban con disgusto ante la fragancia floral de una mujer blanca. Quería representar a un pintor, ciego de nacimiento, que oye el murmullo de los colores en los tubos de pintura y se considera músico. Quería representar a un fuerte y genial político que, cuando los prósperos granjeros de su país estaban afligidos por la sequía, enviaba las reservas de grano de la nación como obsequio a los millones de indios hambrientos. Lamentablemente, estos papeles no se presentan todos los días. Son necesarios más escritores que los creen. Jean-Jacques podría haber escrito papeles como éstos, de haber querido; pero su arte estaba al servicio de otros fines -una idea de comedia, a la vez mesurada y extravagante, ante la que me he mostrado siempre demasiado solemne o no muy capaz de apreciarla.

¿Por qué no escribía yo estos papeles? podría pensarse. Y ¿por qué me dediqué a la interpretación? No era que sintiera, repentinamente, al aproximarme a mi trigésimo aniversario, la falta de una profesión. No, la verdad era que yo disfrutaba con aquello (y soy capaz de disfrutar de muchas maneras). No debo omitir, sin embargo, que el goce estaba tamizado por la vanidad. La vanidad jugaba seguramente su papel en mi preferencia por actuar más en el cine que en el teatro. Pero disfrutaba con el hecho de que en una película, el papel y mi representación eran indisolubles, uno y el mismo, mientras que, en el teatro, el mismo papel ha sido y será representado por muchos actores. (¿Son las películas, en este aspecto, más semejantes a la vida real de lo que el escenario puede ofrecer?) Además -otro rasgo de vanidad- lo que uno hace en la película se recuerda y es tan imperecedero como el celuloide, mientras que las representaciones teatrales no dejan rastro.

También prefería el cine al teatro porque no hay auditorio presente, fuera de los compañeros de trabajo, ni tampoco aplausos. De hecho, no sólo no hay audiencia, sino que tampoco hay realmente una actuación. Actuar en una película no es como hacerlo en una obra teatral, donde, a pesar de las interrupciones de los ensayos, la representación es continua, acumulativa y llena de movimientos y emociones consumados. La denominada actuación, en el cine es, por el contrario, algo mucho más parecido a la quietud, a la pose, con destino a una secuencia de fotos fijas, como las que aparecen en las fotonovelas que leen las dependientas y amas de casa. En una película cada escena está subdividida en docenas de encuadres distintos, cada uno de los cuales no encierra más que una línea o dos de diálogo, una única expresión en la cara del actor. La cámara crea el movimiento, anima estos breves momentos paralizados, como el ojo del soñador, que es al mismo tiempo espectador de su propio sueño.

El cine me parece un arte mucho más riguroso que el teatro, un arte que me permite hallar una profunda analogía con los modos de obrar cuyo modelo inicial tomé de mis sueños. No quiero decir con esto que ver un film, en la oscura sala donde uno puede entrar de improviso, en cualquier momento, sea como entrar en un sueño. No estoy hablando del sueño como la libertad de tiempo y de espacio que tiene la cámara cinematográfica. No me refiero ahora a la experiencia del espectador, sino a la del actor: para actuar en las películas se debe olvidar la pasión y reemplazarla por una especie de frialdad extrema. Esto es fácil, hasta necesario, porque las escenas no se ruedan consecutivamente; el actor que trabaja ante la cámara no se encuentra impulsado por las emociones casi naturales que se acumulan a lo largo de una representación teatral.

La única ventaja que reconozco al teatro sobre el cine reside en la posibilidad de repetición de un mismo papel, noche tras noche, muchas más veces que el número de tomas que un director precisa para quedar satisfecho con la toma efectuada y pasar a la siguiente. Y mientras en cada toma el actor trata de mejorar su actuación (el período que en teatro corresponde a los ensayos), una vez realizada correctamente, el encuadre ha concluido. En el teatro, cuando el actor ha logrado una buena interpretación, está preparado para representarla, una y otra vez, tantas como el público acuda a ver la obra. Esta es la analogía final entre la representación y mis sueños. Las cosas que sabemos hacer bien son las que repetimos una y otra vez, y todavía son mejores las que tienen en sí mismas una forma esencialmente monótona: bailar, hacer el amor, tocar un instrumento musical. Por suerte pude apreciar este rasgo en mis sueños. Tuve el tiempo y las repeticiones suficientes para llegar a ser hábil en este arte. Llegué a ser un buen soñador, mientras que nunca llegué a ser un actor sobresaliente.

A través de mis amigos cineastas llegué a conocer a Larsen, el famoso director escandinavo, que trabajaba en la integración del reparto para una película basada en la vida de un fascinante personaje de la historia de mi país. Este individuo, que podría ser identificado por la mayoría de mis lectores, era un noble, de inmensa fortuna y título aristocrático, que luchó en su juventud junto a la devota muchacha campesina que libró a la nación de un odiado invasor, y posteriormente fue denunciado como apóstata, hereje y criminal. Por su apostasía, por su herejía y por sus crímenes, que incluían haber conducido a su castillo, violado y asesinado a cientos de niños, fue juzgado y enviado a la guillotina. Antes de su ejecución se arrepintió total y conmovedoramente de sus crímenes y fue perdonado por la iglesia y llorado por el pueblo.

Leí el guión, y manifesté mi fuerte interés por el proyecto. Larsen me hizo una prueba para el papel del confesor asignado al noble después de su arresto. Le gustó mi actuación y me adjudicó el papel. Hubiera preferido un papel de menor importancia, por ejemplo, uno de los jueces, que me habría ocupado menos tiempo, pero Larsen insistió en que mi cara era exactamente la que él había imaginado para el celoso cura que se desvela por el arrepentimiento del noble.

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