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Trabajar en esta película me ocupó la mitad del año siguiente. Nos instalamos en el sur y la mayor parte de la película se rodó en un pequeño pueblo de granjeros, próximo al castillo del noble, el mismo castillo en que había vivido, ahora en ruinas y visitado sólo por escolares y adolescentes enamorados, y hasta el que había conducido a sus víctimas varios siglos antes. La vida social del lugar era aburrida. Tuve un tierno affaire con la hija del alcalde, a quien solía citar clandestinamente en un cobertizo abandonado, en las afueras del pueblo. Pasé bastante tiempo también con el cura del pueblo, discutiendo sobre religión y política. Pero era difícil escapar a la compañía de mis colegas. En el pueblo había sólo un hotel, pequeño, y los actores y todo el equipo de producción vivían en él. Se convirtió prácticamente en un dormitorio. El director, el cameraman, la script y el resto de la compañía nos reuníamos todas las mañanas para desayunar y discutir el rodaje del día, y al atardecer nos sentábamos en la sala, a escuchar la radio del hotel, una de las pocas que había en el pueblo, y enterarnos de las noticias sobre la guerra civil que por entonces se libraba en un país situado al sur.

Me entendía bien con el resto de la compañía, en especial con Larsen y su joven esposa. La única excepción era el maquillador, que durante el primer día de rodaje tuvo un disgusto conmigo. Íbamos a empezar con una escena en la que el noble es conducido a través del pueblo, hacia la plaza de la ejecución; el cameraman quería la luz matinal, de modo que la compañía tuvo que presentarse a las seis de la mañana para ser maquillada y poder empezar con la primera toma antes de las nueve. Llegué puntualmente, y en el momento en que me sentaba en una silla del granero que almacenaba nuestro vestuario e indumentaria, el maquillador examinó mi cara y haciendo muecas empezó a quejarse, refunfuñando. Durante una hora trabajó conmigo para aplicar una pequeña cantidad de rouge y polvos, ya que, según declaró, yo era un caso sin remedio; me dijo que tenía un tipo de piel no demasiado rara, pero sí afortunadamente poco común entre los profesionales del cine, que se resistía a ser maquillada.

– Tu piel es mate -dijo.

– Es la única que tengo -repliqué sarcásticamente.

– Al director no le va a gustar, pero la culpa no es mía.

– Nadie te culpará -le dije.

Los maquilladores me han dicho cosas parecidas en otras películas en que he intervenido, pero nunca en una forma tan insolente. No es necesario decir que mi cara poco absorbente no ocasionó ningún problema aquella mañana.

El rodaje de la película se desarrolló con normalidad, aunque es difícil observar el progreso cuando se avanza tan lentamente. Trabajábamos en una jungla de escaleras, plataformas, cables tendidos en el suelo, focos y pantallas refractoras de colores, copias mecanografiadas del guión, paquetes de cigarrillos en común y botellas de vino para la compañía. Parecíamos, al representar un espectáculo histórico, una gran multitud. Además de dos equipos de dirección, la compañía y los actores principales, reclutamos extras del pueblo, así como hombres morenos, de torsos desnudos, y muchachos con pantalones cortos color caqui y sandalias, para ayudarnos en las operaciones de la cámara, transportar los focos y el atrezzo y también para traernos la comida durante las filmaciones. El único punto quieto en medio de toda esta actividad, era la señora Larsen, la esposa del director, que pasaba la mayor parte del día tejiendo en un rincón, primero un jersey beige, y después una manta.

Hubo algunos problemas con los productores, que tenían dudas crónicas sobre el valor comercial de la película. En el plató, todos aprendieron a respetar el furor de Larsen, que se repetía cada tarde, a las cuatro, cuando recibía el correo. Se sentaba aparte, lo leía y, finalmente, lo embutía en el bolsillo trasero de su pantalón. A menudo era llamado desde el hotel, para atender frecuentes llamadas de larga distancia. A pesar de todas las presiones ejercidas sobre él, creo que se debió principalmente a su indecisión que tardáramos tanto tiempo (setenta y tres días de rodaje, repartidos en un período de cuatro meses y medio) en terminar la película. Llegamos con un guión de rodaje completamente terminado, pero él lo sometía a continuos cambios, y la mayoría de las reuniones que teníamos a la hora del desayuno se perdían en discusiones sobre los temas sexuales y las ideas teológicas. Desempeñé un modesto papel en estas discusiones, y puedo atribuirme ciertos éxitos, al evitar que la película se convirtiera en un documento anticlerical. Larsen, que había escrito el guión, no se decidía definitivamente sobre la manera de representar al noble. Algunas mañanas nos amenazaba con suspender la producción, para reelaborar totalmente el núcleo del guión, a los efectos de demostrar que el noble era inocente de los extraordinarios crímenes que se le atribuían. Por lo menos, quería excusar al escandaloso noble, bajo el aspecto de un hombre destrozado por los tormentos que una conciencia hiperescrupulosa impone a su naturaleza sexual no convencional.

– Debió ser un hombre muy apasionado -susurró el director-. Antoine -dijo, dirigiéndose al actor que representaba al noble-, debes mostrarte más apasionado.

Lo puse en duda.

– Lo imagino muy sereno -dije-. Una cantidad tan grande de víctimas comporta tal inmensidad de apetito, que raya en la indiferencia.

Todos los presentes manifestaron su disconformidad con mi punto de vista.

– ¿Cómo alguien puede ser tan cruel? -exclamó la chica de pelo corto que representaba el papel de patriota-. Piensa en todos aquellos niños.

Traté de explicarlo.

– No creo que el noble ilustre el límite de crueldad a que puede llegar la naturaleza humana. Ilustra el problema de la saciedad, ¿lo veis? Todos los actos son emprendidos esperando sus consecuencias. Lo que ocurre al alcanzar la saciedad es simplemente que se llega a las consecuencias -la plenitud- del propio acto. Pero a veces, la atmósfera moral llega a hacerse embarazosa. Hay un cúmulo de consecuencias. Y es necesario mucho tiempo para que las consecuencias se junten con los actos. Entonces uno debe repetirse a sí mismo, aburriendo a los demás, en el intervalo que separa el acto de sus consecuencias. Es el momento en que la gente siente insatisfacción. Algunas veces -con seguridad muy pocas- no hay consecuencias, y uno tiene la impresión de no estar ni siquiera vivo.

– Tú también estás tratando de disculparlo -dijo la script.

– No, de ningún modo. Soy el primero en estar de acuerdo con que debería haber sido ejecutado, pues, ¿quién hubiese actuado así, de no haber buscado expresamente el castigo? Sólo que él era un hombre consecuente hasta el extremo. Se repetía a sí mismo -es decir, sus crímenes- de la forma más extravagante. Se convirtió en una máquina. Estas son para mí -me volví para dirigirme personalmente a Larsen- las únicas preguntas que cabe hacerse. Con cada repetición, con cada revolución de la máquina, él iba sintiéndose menos oprimido, hasta que confesar inesperadamente y ser enviado a la muerte no supuso ya nada para él. ¿Habría estado satisfecho con un asesinato, si le hubieran apresado?

– Prosigue -dijo Larsen-. Veo que tienes el asunto muy pensado.

– ¿Qué significa para alguien asesinar a trescientos niños, cuando un solo asesinato es suficiente y excesivo para la mayoría de la gente? -dije-. ¿Tenía este hombre una capacidad para asesinar trescientas veces mayor que la vuestra o la mía? ¿O mejor, esto sugiere que, para él, un asesinato significaba sólo una parte trescientas veces menor de lo que significa para una persona normal?

No recuerdo el resto de la discusión, excepto que fui desbordado al hacer algunas sugerencias concretas para cambiar el guión. Mis colegas, comprensiblemente, no compartían mi deseo de reformar este fascinante tema, y darle el estilo lánguido de mis sueños. Pero todavía argumenté que a la interpretación de Larsen le faltaba imaginación. En mi opinión, dedicaba excesivo tiempo de la película a la asociación del noble con la joven patriota; y en las escenas finales fallaba al rendir honores al asombroso cortejo que seguía al asesino sodomita y genocida hasta el patíbulo, compuesto en su mayoría por cientos de ciudadanos llorosos, muchos de ellos padres de las víctimas.

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