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¿Por qué lloraban? ¿Podía ser porque sus crímenes tenían de algún modo olor de santidad? Más exactamente, ¿el noble era un converso de ciertas ideas religiosas heréticas que incitaron y aún santificaron sus abominables crímenes? En cuanto a la joven campesina, la heroína nacional de mi país, argüí que esta asociación con ella no lo redimía parcialmente, como Larsen sostenía, sino todo lo contrario. ¿No fue esta misma muchacha llevada a juicio y quemada en la hoguera? La virgen y el infanticida, estos dos seres tan opuestos en el juicio de la historia, y aparentemente vinculados sólo por la explosión de la guerra, tenían algo en común, concretamente la herejía, que fue el cargo principal (esto debe ser recordado) en ambos juicios. Ambos fueron acusados en primer lugar por su herejía, y sólo secundariamente por insurrección y crimen. ¿Es posible que fueran castigados por algo que nunca se citó en sus juicios? Según el profesor Bulgaraux, que me envió varias cartas convincentes sobre el tema, los dos eran víctimas propiciatorias y voluntarias de un culto clandestino, cuyas doctrinas guardan una cierta semejanza con las doctrinas de los autogenistas.

Pero si es así, deberemos convenir que, de los dos, fue el noble quien mejor cumplió la sagrada misión de desprestigiarse ante los ojos del mundo. La joven campesina, aunque vestía ropas de hombre, decía oír voces y participaba en la guerra, no pudo evitar que la iglesia que la había condenado la santificara después. Pero ninguna iglesia, por muy imaginativa que sea, puede canonizar al noble. De este modo, considerar sus crímenes como producto de tensiones eróticas, como Larsen sostenía, demostraba una gran falta de tacto moral. Sus crímenes fueron monstruosos porque fueron reales, dejando aparte sus motivos.

– No lo disculpes -pedí a Larsen-. Respeta su opción y no trates de hacer bueno la que es malo. No interpretes nada. ¡Lo más molesto de la sensibilidad moderna es su urgencia por excusarse y hacer que una cosa signifique otra!

Movido por estas reflexiones, decidí adoptar una nueva actitud ante la cámara. Por una vez en mi breve carrera de actor, representé un papel sin duplicidad. Representé al sacerdote como si en mi cabeza no hubiera nada, sino sus palabras, su compasión y su horror, que quedaron grabados en mi rostro. Cuando conversaba con el noble para obtener su arrepentimiento, rezaba realmente para que sus crímenes pudieran ser borrados y todos los niños volvieran junto a sus madres. Esperaba que el actor que representaba al noble pensara que sus crímenes eran reales. ¿De qué otra manera podía pretender cometerlos, arrepentirse y morir por ellos?

Mi intervención en esta película fue mi último trabajo como actor. No es a mí a quien corresponde decidir si fue la mejor, ya que el lector puede tener la oportunidad de juzgar por sí mismo, pues la película está siendo aún presentada al público. Lo que merece ser destacado es que mi nueva actitud ante el trabajo de actor, en el que ahora quise ser sin reservas ni distracciones internas el personaje que me tocaba representar, abolió el valor que podía tener la actuación para mí. No había razón para ser otra persona si realmente yo iba a ser otra persona. Y también podía seguir siendo yo mismo. Por otra parte, el trabajo era muy agobiante y me dejaba menos tiempo del que yo deseaba para mis ocupaciones solitarias.

Regresé a la capital una vez terminado el rodaje y alquilé una habitación junto al mercado central, en el corazón de la ciudad. Estaba amueblada, o mejor dicho, desamueblada, con el mismo estilo de mi antigua habitación. Lucrecia volvió a ser mi compañera habitual y con ella compartí las ideas acerca del bien y del mal que nacían de mis entrevistas con el profesor Bulgaraux, al igual que de mi intervención en la película sobre el noble. Ella tenía una tranquila, independiente inteligencia, y nunca debió necesitar el consejo liberador de su madre. Un día, sin embargo, ocurrió algo que cambió nuestra amistad o hizo posible un cambio en nuestras relaciones. Vino a mi habitación directamente de la peluquería y, tras admirar su peinado y pensar en abrazarla largamente, le ofrecí unas copas y empezamos a hablar.

– Hippolyte -me dijo, interrumpiendo nuestra conversación sobre el Escandaloso Noble, como Lucrecia y yo solíamos llamarle-, ¿no piensas nunca en mi madre?

– Sí -contesté sinceramente-. Sí, pienso en ella.

– Sé que mi madre te quería mucho.

Tomé delicadamente su mano.

– ¿Crees que es muy ingrato por mi parte no añorarla? -preguntó.

– Estoy seguro de que ella está muy contenta dondequiera que esté -dije.

– Eso espero -me respondió Lucrecia-. Eso espero, porque he recibido una carta que pretende ser suya, aunque mi madre tenía una caligrafía muy elegante, y esta carta está escrita desgarbadamente y sobre un papel muy malo. Esta carta, Hippolyte -dijo, asiendo tiernamente mi mano-, contiene muchos y muy curiosos reproches dirigidos a ti y, por supuesto, también a mí.

– Cuéntamelo -le pedí.

– Oh, Hippolyte, yo no sabía que mi madre te amaba.

Se llevó un dedo al ojo como para sacarse una mota que le molestaba.

– Pero seguramente sabrías que…

– Sí, sí -respondió apresuradamente-. Pero yo no sabía que tú te fuiste con ella. Dice que está tan enojada contigo que no piensa volver. Dice que imagina también que yo soy mucho más feliz sin ella y que ella está muy contenta donde está. Oh, querido, su tono no me parece precisamente feliz, ¿no crees?

– Creo que tiene motivos para sentirse feliz -dije-, si la realización de una potente fantasía puede proporcionar felicidad.

– Me extrañaría mucho que mamá se sintiera feliz, Hippolyte; ella no es este tipo de persona. Quizá ni siquiera se trata de mi madre, a fin de cuentas. La persona que escribió la carta firma Scheherezade.

– Estoy convencido de que es tu madre.

– Pero ¿sabes qué vida lleva ahora? La carta no da ningún detalle.

– Cuando la vi por última vez -expliqué-, había entrado en la casa de un mercader árabe que estaba muy enamorado de ella. Esta parecía ser la solución a su permanente insatisfacción. ¿Recuerdas las cartas que te escribía?

– ¡Sí! ¿Estabas con ella cuando escribía aquellas embarazosas cartas? ¿Las leías? Oh, ¡vuelvo a sentirme celosa! Las cartas eran muy patéticas, ¿no crees?

– Tu madre quería ensayar un modo de vida totalmente distinto al que había llevado aquí, Lucrecia, pero no disponía del corazón necesario para descartar por sí misma el pasado. Tenía que ser ayudada.

– Empujada.

– Ella quería ser empujada.

– Oh, Hippolyte, ¡a veces desearía que me empujaras!

– Tú no te pareces a tu madre -le recordé.

– Sí -dijo ella-. Eso es cierto. Yo no suspiro como ella por lo primitivo. La vida en esta ordenada ciudad es ya excesivamente primitiva para mí.

– ¿Tu madre te pide dinero?

– Habla de un rescate. Dice que es prisionera del amor. Parece sugerir que podemos coaccionarla para que regrese.

– ¿Me permites que aporte la suma de trece mil francos para su regreso?

– Hippolyte, ¡con eso podrían pagarse diez regresos! ¿Por qué tanto?

– Porque esa es la cantidad por la que la vendí. No me atreví a pedir menos, por miedo a que el mercader no la valorara como merecía.

Durante un buen rato, nuestra conversación versó sobre la propiedad del dinero para crear valor y, del mismo modo, para medirlo.

– A mí me gusta mucho el dinero -dijo Lucrecia, en un tono de amplia autosatisfacción-, mientras que mamá, que es mucho más generosa que yo, sólo dará el dinero a su árabe. Tal vez ella le compre un rebaño de camellos con esta cantidad.

Algo molesto por su esnobismo, le dije:

– Te doy el dinero en su nombre.

Fui al cajón y le entregué la cantidad, dentro del mismo sobre del mercader, con un sentimiento de alivio. Nunca me hubiera gustado que el dinero jugara más que un papel estético en aquel curioso incidente.

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