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– Empiezo a pensar que estabas muy enamorado de mi madre -dijo Lucrecia, sacándose los guantes para contar los billetes que colocó en su bolso.

Quedé aturdido.

– Ella era mucho más generosa conmigo -dije.

– ¡Qué absurdo!

Estaba francamente turbado por la manera en que Lucrecia persistía en esta escena de celos, que yo no podía considerar sincera.

– ¿Qué quieres de mí, Lucrecia?

– Nada -dijo, enrojeciendo.

Le molestaba descubrirse a sí misma investigando la intimidad, en lugar de concediéndola.

Cuando dijo que no quería nada de mí, decidí no darle más de lo que ya le había dado. Durante algún tiempo había puesto en duda mi amistad con Lucrecia. Mi conducta reservada lo testimonia. No estaba seguro de que fuera decoroso heredar a la hija después de haber disfrutado de la madre; y las consideraciones de buen gusto, aunque no en la forma que asumían con mi amigo Jean-Jacques, siempre han pesado mucho sobre mí. Entonces comprendí que no había razón para ser más de lo que ya habíamos sido. Quién sabe qué perversos impulsos se escondían bajo el sentimiento de Lucrecia hacia mí, que hasta ahora yo había dado por sentado, acostumbrado como estaba a que la edad y la buena figura merecieran la atención de todas las mujeres.

Lucrecia y yo seguimos hablando hasta el anochecer y más tarde salimos a pasear por el río. Conversábamos entonces, recuerdo, de la amplitud con que el orgullo y la vergüenza están distribuidos en el mundo. Estuvimos de acuerdo en que muchas cosas malas se elogian normalmente, y se censuran muchas cosas buenas.

– ¿Admiras el esfuerzo? -pregunté-. ¿Aprecias los sentimientos que se corrigen a sí mismos y la conducta que no descansa hasta llegar a ser diferente?

– No -respondió-, no admiro el esfuerzo, admiro la excelencia, que es menos perfecta cuando resulta del esfuerzo. Y también menos graciosa.

Por un momento pensé por qué me empeñaba en rehuir el afecto de aquella inteligente mujer con quien compartía tantas ideas. Siempre que estábamos en desacuerdo, como ahora, disfrutaba mucho más con ella que en otras ocasiones.

– ¿Y la belleza? -pregunté.

Lucrecia tenía el pelo rubio, ojos azul porcelana y unas facciones muy perfectas.

– ¡Oh, sí! Perdono todo lo que es bello.

– No veo por qué debemos alabar la belleza -repliqué pensativo-. Es demasiado fácil descubrir en el mundo qué es bello y qué no lo es. Debiéramos permitirnos encontrar bella cualquier cosa capaz de mantener todo nuestro interés; estas cosas, y sólo éstas, sin que nos importe cuan desfiguradas y terroríficas puedan ser.

– En pocas palabras -dijo burlonamente-, sólo admiras lo que te preocupa.

– Admiro la preocupación. Respeto a los preocupados.

– ¡Nada más! ¿Y el amor? ¿Y el miedo? ¿Y el remordimiento?

– Nada más.

Después de esta conversación, borré a Lucrecia de mi pensamiento como algo más que una amiga graciosa y educada. El espectro de su madre se había interpuesto entre nosotros y no podía soportar la idea de que hubiera alguna rivalidad entre las dos mujeres, en la mente de Lucrecia o en la mía. Aunque continuamos viéndonos, e íbamos a menudo juntos al cine, Lucrecia aceptaba el estancamiento de nuestra amistad y dirigió su interés amoroso hacia candidatos más prometedores.

En los meses siguientes, encontré más sueños en mi libro de notas, y más seriedad en su interpretación. Mi esfuerzo era menor y mayor mi atención. Todavía perseguía las mismas preocupaciones, pero de los sueños aprendí cómo perseguirlas mejor. Mis sueños me mostraron el secreto de la perpetua presencia y me libraron del deseo de adornar mi vida y mi conversación.

Me explicaré. Imaginen que algo sucede -un asalto, por ejemplo-, y alguien acude inmediatamente.

– ¿Qué ha pasado? -pregunta el recién llegado.

– ¡Socorro!

Lamentos, gritos y demás.

– ¿Qué ha sucedido?

– Ellos… entraron… por la ventana. Más lamentos.

– ¿Y después?

– Ellos… me hirieron… con un hacha.

En estos primeros momentos, la víctima sangrante no está interesada en convencer a nadie de la realidad del suceso. Ha ocurrido y no puede imaginar que alguien lo dude. Si alguien dudara de la historia, él podría mostrar sus heridas. No, ni siquiera esto se le ocurriría. Que alguien dudara de la veracidad de los hechos, le tendría sin cuidado, siempre que le enviaran un médico. Sus heridas serían compañía más que suficiente.

Sólo después, cuando las heridas han empezado a cicatrizar, la víctima quiere hablar. Y como el suceso se aleja progresivamente en el tiempo, la víctima -curada y restablecida, junto a su familia- le da una forma dramática. Embellece el relato y lo acondiciona para ponerle música. Le pone tambores de fondo. El hacha fulguraba. Ve la pupila de los ojos del hombre. Cuenta a sus hijos que su atacante llevaba una bufanda azul. «Y penetró a través de la ventana con gran estruendo», dice la madura y saludable víctima a sus hijos. «Levantó su brazo y yo estaba aterrorizado y…»

¿Por qué se ha vuelto tan elocuente? Porque ya no tiene la compañía de su dolor. Tiene sólo un auditorio de cuya atención duda. Al explicar la historia, pretende convencer a su audiencia de que «esto» realmente sucedió, sucedió de este modo, y él sintió violentas emociones y estuvo en gran peligro. Anhela la confirmación de su audiencia. Sabe también lo que puede ganar con su relato -dinero, respeto, simpatía-. Con el tiempo, el suceso ya no le parece real, a él, a quien sucedió. Cree menos en la realidad del asalto; le parecen más reales los modos que ha ido encontrando para describirlo. Su narración llega a hacerse persuasiva.

Pero al principio, cuando el asalto fue real, cuando no le ocurrió para que persuadiera a nadie, su narración era lacónica y honesta.

Esto es lo que aprendí de los sueños. Los sueños tienen siempre la cualidad de estar presentes -aún cuando, como ahora hago yo, se los explica diez, veinte, treinta años después. No se vuelven rancios ni pierden crédito; son lo que son. El soñador leal no busca la credulidad de su oyente. No necesita convencerlo de que tal y tal cosas asombrosas sucedieron en el sueño. Como en el sueño todos los sucesos son igualmente fantásticos, permanecen independientes del asentimiento de la gente. Esto revela, además, la falsedad de la línea que la gente de buen gusto insiste en trazar y dibujar entre lo banal y lo extraordinario. En los sueños, todos los sucesos son extraordinarios y banales al mismo tiempo.

En ellos, los asaltos también suceden. Matamos, caemos, volamos, violamos. Pero las cosas son tal como son. Las aceptamos en el sueño; son irrevocables, aunque a menudo sin consecuencias. Cuando alguien desaparece del escenario del sueño, el que sueña no se preocupa de su paradero. Alguien que explique este sueño y diga, por ejemplo, «el dependiente me dejó junto al mostrador; creo que fue a consultar al jefe sobre mi pregunta», está explicando el sueño erróneamente. No está siendo honesto: está tratando de persuadir. Debió decir, «estaba en el mostrador, hablando con un dependiente y entonces me quedé solo».

Me gustaría describir mi vida con la misma imparcialidad con que se narra un sueño. Sería el único relato honesto. Si no lo he conseguido plenamente, por lo menos continúo aspirando a este objetivo mientras escribo. No he tratado de extraer de mi vida ninguna excitación que no se desprenda por sí sola, o estimular al lector con nombres y fechas, con fatigosas descripciones de mi persona y mi apariencia, de las personas que he conocido, los muebles de la habitación, el progreso de las guerras, la espiral de humo del cigarrillo, y otros temas que corrientemente se trataron en los encuentros y conversaciones que escribí. Que esta única pasión, esta idea única quede clara, es tarea que basta para llenar cien volúmenes, y queda fuera de mis posibilidades hacer algo más que sugerirlo en estas páginas.

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