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Podrían imaginar que, como respetaba la virginidad de mi esposa, procuraba satisfacerme fuera de casa. No era así. Quería ser fiel a mi esposa, como esperaba lo fuera conmigo. Era muy conveniente: al ser fiel a mi esposa, era al mismo tiempo fiel conmigo mismo.

Durante este tiempo, clarifiqué mis ideas acerca de la esencia del amor a uno mismo.

Pido al lector que no me desapruebe. No creo que exista vanidad en las siguientes reflexiones.

Razoné de la siguiente manera: el criterio de amor sobre el que todos podemos estar de acuerdo, es la intensidad. El amor eleva la temperatura del espíritu; es una especie de fiebre. Los hombres aman para sentirse vivos. Y no se limitan simplemente a amar. También por eso van a la guerra. Si la guerra no satisficiera un deseo elemental -no el deseo de descubrir, que es superficial, sino el deseo de encontrarse en estado de tensión, para sentir con mayor intensidad- la práctica de la guerra se hubiera probado una vez, para quedar abandonada. Los hombres, acertadamente, consideran sus propias muertes como un precio no demasiado alto por sentirse vivos.

La guerra nunca falla. Pero el amor falla siempre. ¿Por qué? Porque en el fondo yace el deseo de incorporación. El amante no busca un ser amado, sino la extensión en profundidad de su propio ser. Pero de esta forma, añade un nuevo peso a su propia carga, cargando ahora también con la otra persona.

Una posible solución al amor es el odio. Al odiar, nos desprendemos de la carga, pero entonces nos sentimos disminuidos, pesando la mitad de lo que ya nos habíamos acostumbrado a pesar.

La solución mejor es la separación: ni amor ni odio hacia los otros, ni asumir cargas ni desprenderse de ellas. El único objetivo apropiado, tanto para el amor como para uno mismo, es uno mismo. Entonces podemos tener la confianza de que no nos estamos equivocando, al pagar el tributo de nuestros sentimientos. Podemos estar seguros de que el objeto no se fugará, cambiará o morirá. Sólo así quedamos satisfechos.

A esta línea de razonamientos añadiré una anécdota.

Una tarde, varios meses después de la partida de Frau Anders, mi esposa y yo estábamos sentados junto a una ventana de nuestro apartamento. Al otro lado del patio, una vecina lavaba ropas. Estábamos atentos a los movimientos de sus rollizos brazos rojos, que entraban y salían con fuerza del lavadero.

Cuando hubo terminado y tendido su ropa, entró, sin vaciar el lavadero. Vimos la ropa que había lavado, agitándose en el viento. Detrás de una gran sábana blanca, emergió una oscura figura, coronada por una gorra. Era el desgarbado muchacho que solía traernos el carbón. Miró hacia nuestra ventana. Durante un buen rato, permaneció en su lugar, mirándonos, y después, lentamente, empezó a retroceder. No vio el lavadero que estaba detrás, tropezó, perdió el equilibrio y cayó adentro. Mi esposa miró y sonrió.

El muchacho estaba sentado en medio de un charco de agua caliente que hizo chorrear, sobre su agradable cara y sobre sus ropas, el polvillo del carbón que transportaba. Entonces, renegando, se levantó, apoyándose contra la pared, medio sentado sobre una bicicleta amarilla recostada allí, que pertenecía a mi esposa. Se limpió las narices y echó una mirada a nuestra ventana. Por un momento desapareció, para regresar otra vez al sitio donde estaba, mascando algo, y permaneció allí mientras empezaba a anochecer.

Al oscurecer, dije a mi esposa que fuera hasta allí, y lo invitara a cenar con nosotros. Preparó una sencilla cena, a base de pan, patatas hervidas, rábanos y queso, que comí de muy buena gana. El muchacho miraba intencionadamente a mi esposa, y ella rehuía su mirada, bajando la vista.

Fue al repartidor de carbón a quien encargué que cuidara a mi esposa, alabando sus encantos, el primero de los cuales era su pureza. Ninguno de los dos replicó a mi elocuencia. Dije que iba a dar un paseo, quizás a ver una película, y lo invité a que se quedara en casa. Cuando regresé, a medianoche, el muchacho se había ido y mi esposa estaba en su cama, durmiendo. A la mañana siguiente, como ella no mencionó el tema de la noche anterior, tampoco lo hice yo; me abstuve de examinar las sábanas, buscando huellas del joven del carbón.

Mi segunda línea de razonamientos sobre el tema del amor a uno mismo, será más breve que la primera.

Cada cambio de emoción es experimentado como una revigorización momentánea, pero este destello de sentimientos es falaz. Es el preludio de una disminución del vigor, que ocurre al advertir la dependencia de nuestros sentimientos de algo o alguien externo a nosotros. El verdadero vigor resulta únicamente del conocimiento de la separación.

Comunidad, amistad, amor, son expedientes provisionales, inventados porque los hombres no pueden soportar sentirse separados. Es el amor, por encima de todo, quien impide nuestra habilidad para permanecer separados. Sin embargo, el amor no puede rechazarse. ¿Cómo podemos reconciliar entonces amor y separación? Amor de uno mismo.

A esta segunda línea de razonamientos añadiré también una breve historia.

Un día estaba desnudo, delante de mi espejo.

Durante un tiempo, solía quitarme las ropas de día. Dado que, vestido, me siento tranquilo e indiferenciado, mi espejo me confronta con el sabor de mí mismo, que es agudo y salino.

Cuando mi esposa entró en la habitación, mi primer impulso fue cubrir mi desnudez. Pero dominé el sentimiento de incomodidad, pues era siempre absolutamente honesto, y me llevé una mano al sexo. Ella se paseó por la habitación, canturreando tranquilamente a media voz.

Pensé en tres cosas: el huevo, la mariposa y la lluvia.

Cuando alcancé el clímax de mi meditación, mi esposa se acercó y me secó con una toalla.

Mi tercera línea de razonamiento era ésta.

Pienso mejor cuando pienso en una sola cosa, siento con más profundidad cuando siento una sola cosa. Si pudiera remodelar mi cuerpo, sería de dimensiones celestiales, de modo que las ciudades de los hombres aparecieran ante mí como diminutas manchas. O bien, lo haría tan pequeño, que sólo pudiera ver una hojita de hierba. Con cuánto amor examinaría esta hojita de hierba. Acariciaría su tallo, me adentraría en sus oscuros pliegues, me frotaría contra su verde costado.

Hay dos grandes pasiones en mi naturaleza. Me gusta concentrarme en algún problema pequeño, y me gusta ser sorprendido. Pero nadie es tan pequeño como yo. Y nadie me sorprende tanto, tampoco.

Mi tercera historia:

Frau Anders había partido. Estaba inmensa, egoístamente aliviado de que tuviera que esconderse, mientras yo estaba a salvo, de que ella estuviera huyendo, pero no de mí. Paseaba por las calles sin rumbo fijo, cada tarde, hasta el toque de queda, alegrándome de no tener por qué huir.

Entonces, en la vacuidad de mi ingenio, golpeé a un mendigo que pasaba. El no me había hecho nada; no lo conocía. ¿A quién se parecía? No lo sé.

El carnicero, saliendo de su tienda, me cogió por la oreja. Las maldiciones caen como gotas de la dorada testa del caballo. Se reunió una multitud de tenderos y amas de casa. Vino un policía con su porra.

Alguien, entre la multitud, me ofreció un revólver, indicándome que debía correr. Pero yo no deseaba la muerte del mundo, ni de ninguna persona.

Por lo tanto, me dirigí hacia el policía. Tomaron mis huellas, me interrogaron, aquella noche me encerraron y a la siguiente mañana me liberaron.

Mi cuarta y última línea de razonamiento es la siguiente.

El hombre se esfuerza por ser bueno; maldad es sólo el nombre de la bondad para alguna gente. La esencia de la bondad es la monotonía. Notad, por favor, que digo monotonía, no consistencia, que tantos, incorrectamente, creen el sine qua non del buen carácter.

De la monotonía surge la pureza. Esta es la razón por la que casarse con una mujer es mejor, más puro, que la poligamia. Pero la monogamia es polígama, cuando se enfrenta a la pureza del amor a sí mismo.

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