– Este espejo es un espejo desnudo -dije.
El movió sorprendido la cabeza.
– Es usted el que está desnudo -dijo.
Molesto por su falta de comprensión, le expliqué que no tenía ninguna importancia que yo me contemplara de aquel modo.
– No es vanidad -aseguré-. Debe comprender que yo siempre he mirado mi cuerpo como si fuera un tullido en potencia.
La claridad de esta explicación me complació, pero él me miraba todavía con indiferencia, de modo que, con la intención de ofrecerle más pruebas de mi argumento, cogí mi pierna izquierda con las manos y la arranqué.
Inmediatamente me horroricé de mi temeridad. Había ido demasiado lejos y nunca me volvería a crecer una pierna nueva. Mis ojos se llenaron de lágrimas.
– Hay sólo una cura para usted, ahora -dijo el sirviente.
Dejó su puesto tras el espejo y cruzó la habitación. Lo seguí. Casi podía alcanzarle, a pesar de mi cojera. Me sorprendió que no fuera más difícil andar con una sola pierna. Pero di por sentada la total ausencia de dolor.
– Por favor, no me ayude -dije, imprimiendo toda la firmeza que pude a la orden. Quería ir al lugar donde me conducía, pero sin su compañía.
– Quiero observar -dijo-. Me encantan las operaciones.
Le imploré que se quedara atrás. Me enojé y traté de pisarlo, pero mi gesto estaba fuera de lugar.
En ese momento, estábamos junto a un gran salón. Frente a la puerta, un funcionario recogía los tickets. Al observar que no tenía el mío, supuse que no me permitirían entrar, y esperé que el criado tuviese dos. En aquel momento me sentí arrastrado por el resto de público que esperaba entrar en la sala, y en medio de la confusión entré en el salón solo, y tomé asiento en la última butaca del pasillo central.
La gente sentada alrededor parecía tan abatida e inquieta como si fueran prisioneros condenados. No recuerdo si lo oí, o si simplemente se me ocurrió, pero de pronto supe que los que se reunían en aquel lugar eran voluntarios para un experimento científico, y habían accedido a ser privados de sus ojos. Parecía que, aunque todos los presentes habían ido por su propia voluntad, la dirección era consciente de que los voluntarios podrían echarse atrás en el último momento, ya que a mis espaldas vi cómo se cerraban las puertas del salón y la guardia armada tomaba posiciones.
Me sentí doblemente engañado. Había llegado a aquel lugar con la idea de recuperar la pierna que tan imprudentemente había sacrificado. En su lugar comprendí que iba a perder otra cosa, mis ojos. Hice señales a un ujier que estaba en el pasillo, y le expliqué mi equivocación, pidiéndole autorización para abandonar el lugar. Secamente, me dijo que no podría dejar la sala hasta «después».
Apenas podía creer en mi mala suerte, cuando vi a los uniformados ordenanzas con largas agujas que empezaban a moverse entre los que estaban sentados en la primera fila. El público se sometía obedientemente, profiriendo cada uno un pequeño quejido, al llegar su turno. Los ordenanzas avanzaban inexorablemente de fila en fila. Mis posibilidades de escapar parecían nulas. Con mi pierna en esas condiciones, no podía huir; además, la salida estaba vigilada. Tampoco podía convencer a nadie de que yo no era un voluntario. La única posibilidad que me quedaba, pensé, era hacer una oferta de mí mismo, más generosa aún que la de los otros. Me decidí a acercarme al hombre que estaba en el escenario e intentar llegar a un acuerdo con él. Le propondría donar mi cuerpo entero, si me devolvía mi pierna y no me dejaba ciego.
Los ordenanzas, con sus agujas, ya habían aplicado su tratamiento a la mayor parte de la gente. Dejé mi asiento y bajé cojeando por el pasillo. En el escenario vi al hombre del bañador negro, que daba la mano a una fila de gente que había sido ya desprovista de sus ojos, entre los que ocupaban la primera hilera. Me sentí desanimado, porque pensé que con un desconocido hubiera tenido mejor suerte. Sin embargo, ocupé un lugar en la fila que se formaba ante él y, al llegar mi turno, alargué igualmente la mano.
– Otra vez el mismo -dijo el hombre del bañador negro.
– Sólo una vez más -supliqué-. No se enfade.
– ¿Por qué iba a enfadarme?
No puedo describir la inmensa sensación de alivio que experimenté. Todas mis ingeniosas propuestas parecían innecesarias e insignificantes. Pensé cómo podría agradecer al bañista sus amabilidades.
– Te daré todo mi dinero, todo lo que poseo -dije-. Tú tendrás que explicarme lo que debo hacer. Yo te obedeceré en todo. Seré tu esclavo.
– Él corre -dijo el bañista-. Esta es la primera orden.
Contento de poder obedecerlo, salté fuera del escenario y corrí por el pasillo lo más velozmente que pude. Mientras corría, imaginé cuan satisfecho debería estar, por la rapidez con que lo había obedecido. Al salir del salón, tropecé y caí, pero no me preocupó la sensación de ardor que sentía en la cara. Sólo pensé que él quedaría mucho más impresionado por el hecho de que me hubiera lastimado cumpliendo sus órdenes.
Después de un rato, sin embargo, dejé de correr. Me hubiera gustado volver al salón para recibir más instrucciones, pero supuse que el hombre del bañador preferiría que me fuera. Tampoco acababa de creer totalmente en mi buena suerte. Si regresaba, había la posibilidad de que no pudiera volver a salir con la misma facilidad.
Las calles por las que paseaba eran las familiares y apacibles calles de mi infancia. Observé una brillante luz a lo lejos. Acercándome a ella, vi que era una casa ardiendo. El edificio tenía rasgos parecidos a la casa de Frau Anders que yo había quemado. Varios criados se apresuraban a retirar muebles y retratos. Reconocí entonces que era mi casa. Recordé que había prometido todas mis propiedades a mi maestro, el bañista. ¿Qué me haría si todas mis propiedades quedaban destruidas?
Desatendiendo los avisos de los vecinos, me lancé hacia la casa escaleras arriba, volando más que corriendo. Pero al llegar a mi habitación, me detuve por un momento. Había muchas cosas que recoger: mis ropas, mi cama, mis mapas, mi mesa de trabajo, mis libros, mi ajedrez de marfil, mi colección de mariposas. ¿Cómo elegir, aunque fuera entre los objetos más pequeños, lo que podía llevarme? Permanecí inmóvil. Después tomé de la estantería un libro de historia antigua; del cajón, saqué mi diario; y de la mesa, una bandeja con un pequeño juego de café, que resultaba muy difícil mantener en equilibrio. Aunque estaba angustiado al pensar todo lo que no podría salvar, sabía que debería huir antes de ser alcanzado por las llamas. El aire estaba cargado de humo, y apenas si veía.
En la calle, encontré a mi padre. Sabiendo que estaba muerto, pensé qué podía decirle para consolarlo. Pero cuando se acercaba a mí, vi que era él quien quería consolarme, a causa del incendio. Me dijo que había hecho una buena elección y que con las cosas que había salvado podría empezar una nueva vida.
– Pero piensa en todo lo que he dejado, todo lo que no he podido llevarme conmigo -contesté entristecido.
Entonces se apoyó en la bandeja del diminuto juego de café. Una de las tazas cayó al suelo y se rompió. Me encolericé por su torpeza.
– ¿Cómo has podido hacer esto?
– Se ha roto -dijo.
Mi enojo se apaciguó.
– Quizás no querías hacerlo -agregué.
Me dijo que las tazas y los platos eran un regalo de boda, y me preguntó cómo había decidido llamar a mi esposa. Nos alejábamos de la casa humeante conversando amigablemente. Le expliqué que estaba considerando varios nombres, pero también que me gustaría escoger uno que no fuera raro y no atrajera el ridículo.
– ¿Por qué no la llamas Marie?
– Es un nombre muy poco común -dije.
Desperté de este sueño con un claro sentimiento de alivio. Un nuevo sueño, en lugar de las exhaustivas repeticiones de los viejos, era especialmente bienvenido en esos momentos. Supe que éste indicaba un notable progreso en mi carrera de soñador. El sueño tenía, es cierto, un carácter más pesadillesco que los anteriores. El terror que experimenté al perder mi pierna, al afrontar el castigo en el salón, fue muy grande. Sin embargo, estimé que mis emociones, en este sueño, eran mucho más esperanzadoras y positivas, más próximas al modelo que tenía de ellas. Pues había decidido que mi carácter durante la vida diurna, y mi carácter mientras soñaba, debían ser lo más similares posible. Estaba preparado a hacer a uno u otro cuantas concesiones fueran necesarias para reunirlos.