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Un día, después de la comida, mientras le leía una novela sobre la vida en el siglo treinta, época donde, según el autor, las ciudades estarán construidas en cristal y la gente modelada como las plantas, por sacerdotes artesanos, me interrumpió.

– Muchacho -dijo, blandiendo el bastón que sostenía sobre las rodillas-, ¿qué te gustaría heredar de mí?

La pregunta resultaba penosa, no porque encontrara insoportable la idea de perder a mi padre, sino porque temía una derivación de la conversación hacia el tema de la muerte, que parecía inevitable.

– Si sigues dándome la ayuda que hasta ahora me has dado, padre -respondí-, estaré más que contento.

– Dispongo de algunas propiedades en la capital, ¿sabes? Casas.

No respondí.

Entonces me preguntó cómo utilizaba mis ingresos y de qué manera justificaba esta ayuda. Decidí no embellecer mi vida en la capital con un falso aparato de actividades y expliqué las modestas preocupaciones que llenaban mi vida.

– ¿Y mujeres? -dijo, azuzándome con su bastón.

– Hay una joven que ahora se niega a verme porque no quise asegurarle que íbamos a ser felices.

– Déjala.

– Ella me ha dejado a mí, padre.

– Entonces, recupérala cuando regreses a la ciudad, y después, déjala.

– No puedo, padre. No tengo malicia y traicionarla no me causaría satisfacción.

No respondió a mi argumento y me animó a seguir leyendo. Después de algunas páginas que explicaban cómo el dictador de Nueva Europa ordena que todos los niños comprendidos entre los doce y los catorce años sean tatuados y enviados a colonizar un continente abandonado, fui yo quien interrumpió el relato.

– Padre, ¿cuál es tu opinión sobre el asesinato?

– Depende de quién sea la víctima -dijo-. Yo no sé qué sería mejor, ser asesinado o, simplemente, que envejeciera, enfermara y muriera. Lo mejor sería ser asesinado cuando estuviera muriendo.

– ¿Y si el asesinato se produce cuando ya estás muerto? -inquirí cautelosamente, esperando que no pidiera explicaciones.

– Es absurdo -dijo-. Sigue leyendo. Me gusta el momento en que la luna se detiene y Europa está sumergida en el agua.

Seguí leyendo mucho más allá del límite de resistencia de mi voz, pues insistió en que terminara el libro. Entonces le acompañé a dar una vuelta por la casa, en su silla de ruedas, como todos los días, a la misma hora, solía hacer. El jardín ya no era descuidado y salvaje como lo recuerdo durante mi infancia. Estaba pulcramente arreglado, de modo que él pudiera comprobar diariamente la seriedad de la administración del jardinero. «Me gusta el orden, muchacho», me dijo el primer día que salimos a pasear. «Me gusta poner orden en todo lo que concierne a la casa, pero no me dejan. Sin embargo, fuera, en el jardín, el amo soy yo. Ya verás lo que he hecho con esta jungla.» En efecto, lo vi. El año anterior, cuando enfermó por primera vez, el jardín entero fue renovado bajo sus instrucciones. Para él, se trataba ahora de un jardín alfabético; aunque, para mí, todavía era la cronología de mi perdida infancia. Junto a la casa crecían las anémonas, más adelante las begonias, después los crisantemos; desde allí había espiado a la criada y al mayordomo, mientras se abrazaban en la cocina. Alrededor de los corredores laterales, crecían la misma cantidad de hileras de dalias, eglantinas, fucsias y gardenias. Después venían las hortensias y los iris orientales, cortados por la pagoda donde solía disponer mis soldados de plomo. Más allá, los jazmines y los knotweeds. Había lotos en el viejo estanque, y, al otro lado, estaban las magnolias. En el pequeño lago donde yo jugaba con mis barcos, había algunos narcisos. Después venían las orquídeas y un pequeño parterre de petunias. «Tuve que detenerme aquí», susurró. «Ninguna flor empieza por la letra Q.» Creo que entonces mis ojos se llenaron de lágrimas. No recuerdo si lloré por el fracaso del absurdo proyecto de mi padre, por la falta de flores para completar el alfabeto o por los recuerdos de mi infancia en compañía de mi infantil padre.

¿He dicho que había encontrado cambiado su carácter? Tal vez parezca que he simplificado el asunto. Descubrí con placer que mi padre se había vuelto excéntrico y caprichoso en su enfermedad y vejez. Agitaba el bastón que siempre tenía sobre las rodillas en dirección a sus nietos, como si intentara golpearlos. Gritaba a mi hermano y a su mujer que iba a desheredarlos, despreciaba los alimentos que le servían y despedía cada domingo a todos los criados, cuando ellos regresaban de misa. Pero a mí me trataba afectuosamente. Su conducta, cuando yo era niño, había sido tolerablemente severa. Ahora era real afecto lo que recibía de él, y no sólo por ser su hijo, sino porque realmente le gustaba. Si mi hermano mayor había satisfecho sus esperanzas de la madurez, siendo un joven sano y activo, yo era el heredero de mi padre en su vejez. Ahora teníamos mucho en común.

Mi padre había tenido sólo dos hijos. ¡Era encantador sentirse el hijo único del propio padre, aunque con tanto retraso!

Estuve tres meses con mi padre, durante los cuales sus condiciones físicas se mantuvieron inalterables. Su enfermedad parecía detenida y los médicos dijeron que podía vivir mucho tiempo aún, pero él estaba seguro de morir antes de que el año terminara.

– Vete -me dijo-. No quiero que me veas morir.

– Te leeré más novelas -repliqué.

– No quiero oír ni una más.

– Iré a la Biblioteca Nacional y buscaré una flor que empiece por Q. Haré que traigan las semillas, por lejos que haya que ir a buscarlas.

– No importa -dijo-. Vuelve con tu mujer y trata de ser feliz.

Le ofrecí una dolorosa y tierna despedida y regresé a la capital. Tan pronto como deshice las maletas, fui al apartamento de Mónica, ansioso por saber qué había pasado tras nuestra larga separación. Era un día laborable, antes de media tarde, de modo que la supuse en su trabajo, pero estaba dispuesto a esperarla y llevarla a cenar. Entré con mi llave, y la descubrí con un hombre en calzoncillos, inclinado sobre una máquina de escribir.

Estaba muy tranquila, mucho más tranquila que yo; y el hombre, todavía más sereno que ella. El permaneció sentado en la misma posición durante nuestra vacilante y dolorosa conversación, manoseando las teclas de la máquina. De vez en cuando pulsaba imprevistamente una tecla. Entonces soltaba el carro, abría el cajón de la mesa, sacaba una goma y pulcramente borraba la letra equivocada de la primera página y de cada una de las copias. Parecía estar ansioso por continuar escribiendo lo que yo había interrumpido. Mónica lo ignoraba, poseída por una vergüenza que no intenté disminuir. Yo, yo no sentía ninguna vergüenza por mi intrusión, pero sí un poco de malestar.

¿Lo he dicho con suficiente claridad? Mónica se había casado. El mecanógrafo de los calzoncillos era traductor de un oscuro idioma eslavo y poseía los más admirables sentimientos políticos. Juntos pensaban traducir el mundo entero en su saludable y esperanzador idioma. Los felicité. Mónica me besó en la boca. Su joven marido se levantó gravemente y me ofreció la mano. Abandoné silenciosamente el apartamento y esperé en el rellano siguiente hasta oír otra vez el tecleo de la máquina. No tuve que esperar mucho.

Volví a mi soledad y a mis sueños. Pobre Hippolyte, he sido rechazado en las circunstancias en que más hiere el rechazo; creía que sería yo quien rechazara, falto incluso de las distracciones de un espontáneo y consolador amor. Por primera vez en la vida, me sentí dolorosamente solo. Lo que tenía que hacer era lo que había juzgado imposible para Frau Anders: empezar una vida nueva. No era tan fácil. Por otra parte, mi caso era diferente. Después de todo, me encontraba sano y robusto. Apenas rebasaba los treinta años. Si no se podía empezar de nuevo a mi edad, ¿cuándo podía hacerse?

Continuaba soñando todavía el sueño de «la clase de piano». Continuaba soñando con una mujer superior ordenando mi vida y un hombre en bañador negro, instigándome a que saltara. Había matado a la mujer. Había saltado. Pero como en el sueño, al caer, mis sentimientos se hicieron más intensos.

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