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Fue durante uno de esos paseos que traté de romper el silencio que me acercaba, cada vez con mayor fuerza, a Frau Anders, intentando decir algo que definiera nuestras relaciones. Su ánimo benevolente, su constante expectativa, me estrangulaban.

– Sabes que mi padre ha muerto -empecé.

– Lo sé.

– ¿Recuerdas que te prometí algo para después de su muerte?

– Estoy esperando -dijo.

– Bien, no puedo contarte todo lo que he planeado, porque quiero darte una sorpresa, pero te diré algo. Mi padre me ha dejado una espléndida casa, aquí en la ciudad, donde quiero que te instales una vez la haya terminado tal como la quiero para ti.

Esbozó una sonrisa forzada, pero no dijo nada.

– Es para reponer la casa que te quemé -añadí.

– Y algo más que esto, espero -dijo.

– Mucho más -repliqué afirmativamente. Estaba pensando en los maravillosos planes que había hecho para esta casa, que no sería una morada vulgar, sino un derroche de imaginación, un palacio de retiro y rehabilitación.

El trabajo en la casa iba a buen ritmo en la época de esta conversación. Estaba ubicada en un tranquilo vecindario junto al gran río que divide la ciudad; la casa era un viejo hộtel-particulier de tres pisos. Por un tiempo pensé derribar el edificio para construir algo totalmente nuevo en su lugar, pero, después de examinar detenidamente la casa, decidí que, con pocos cambios estructurales, podría mantenerse. Era esencial, en mi proyecto, que tuviera una marcada y muy especial unidad. Pero decidí que esta unidad no sería dada por una habitación dominante, como por ejemplo, una sala de baile o una biblioteca. Tampoco, ya que estaba trabajando con una vieja y compleja estructura, podía imponer mis predilecciones hacia un material concreto, como el ladrillo, el vidrio, la madera o el mármol. La casa debía ser unificada sólo por su intencionalidad. Esto era lo que yo debía aportar. ¿Qué querría Frau Anders con esta casa? Mi respuesta fue intimidad. Intimidad que la alejara de su vieja vida, para cicatrizar los estragos de la nueva. Intimidad de una vida de la que ya había escapado, intimidad de mí: su sombra, su juez, cómplice, maestro de ceremonias y víctima. Intimidad de su cuerpo, cruelmente maltratado, para educar su alma.

Mi problema era cómo imponer este requerimiento de intimidad en un edificio que tenía ya ciertas estructuras tradicionales. La casa que había heredado era simétrica y tenía doscientos años de antigüedad. Constaba de un patio que daba a la calle, pero separado de ella por una verja de hierro; dos pequeñas alas, a derecha e izquierda, que habían sido oficinas y establos; la parte principal de la casa, detrás, y, alrededor, un pequeño jardín. El primer cambio lo efectué en el patio, que no quería que estuviera expuesto a la calle. En lugar de la verja de hierro hice construir un muro que unía las dos alas e incluía el patio, formando así una estructura enteramente regular. De modo que, desde la calle, la casa presentaría una apariencia totalmente convencional, como si este muro de ladrillo condujera a un grupo de habitaciones. Hice instalar postigos de madera allí donde los paseantes esperaban ver ventanas. La segunda modificación fue cortar el acceso, desde las dos alas, a la parte principal de la casa. Él sótano y la planta baja del corps de logis permanecieron intactos, con excepción de varias antecámaras y closets que convertí en habitaciones secretas, disimulando las puertas.

En la vieja casa había dos pisos más, pero hice derribar el segundo. El primero, cuyas alteraciones fueron mayores que las de la planta, estaba dividido en cuatro grandes habitaciones, cada una rodeada, por todos lados, de un corredor. Estas habitaciones del primer piso carecían de ventanas, y, para lograr la máxima intimidad, podía accederse a ellas a través de una escalera exterior desde el jardín trasero.

Cuando el trabajo de remodelación estuvo próximo a terminar (iba cada día a ver el trabajo que realizaba la compañía de construcción que se encargaba de las obras), presté atención al mobiliario. Esta era, en muchos aspectos, la tarea más importante, ya que una casa se unifica realmente no por su exterior, sino por lo que contiene. Pedí a Jean-Jacques que me ayudara, pues yo no soy coleccionista ni entiendo en delicadezas de este tipo. Recordarán que durante muchos años viví con los muebles indispensables. Naturalmente, no quise imponer mis propios gustos a Frau Anders, que había estado acostumbrada a una vida confortable antes de dejar la capital. Tampoco quise compartir con ella ninguna de las imágenes de vivienda que se me presentan en los sueños. Pero me preocupaba encontrar alguna similitud entre esta casa y la mansión del magnate del tabaco R. en mi «sueño del anciano patrón», pero no podía encontrarla, salvo en el tamaño y el lujo de ambas casas. Y uno de los propósitos que pretendía al servirme de la ayuda de Jean-Jacques, era asegurarme de que no habría dos habitaciones decoradas de la misma forma, como en mi primer sueño, «el sueño de las dos habitaciones».

Juntos, Jean-Jacques y yo, pasamos un mes haciendo compras. No dejamos de ver ni siquiera los más nuevos y vulgares almacenes de la ciudad. Pero encontré lo que buscaba en los almacenes de muebles usados y en los establecimientos del Marché au P…, nido de tesoros de vieja joyería, armería, muebles antiguos, cosas raras, vestidos anticuados e instrumentos musicales. En ellos, antes de comprar algo para la casa, Jean-Jacques hizo algunas compras para él: un anillo de tres rosas, hecho de coral sobre hojas de oro, y un uniforme de marinero.

Debo explicar cómo había pensado amueblar la casa, para que se pueda comprender que mis ideas sobre la rehabilitación de Frau Anders y el precioso y perverso gusto de Jean-Jacques podían, en este momento, coincidir.

Una habitación, que podría hacer a Frau Anders recordar su cautiverio, sería decorada en estilo árabe. En el suelo habría tierra, olor a excrementos de camello, una palmera, un retrato del Profeta, un diván y un juego de cartas.

Otra estaría enteramente recubierta de espejos, hasta en el techo, y no habría espejos en ningún otro lugar de la casa. Aquí Frau Anders podría cuidar las ruinas de su belleza. En esta habitación, amueblada con especial predilección por Jean-Jacques, habría un tocador, cosméticos, abanicos, un armario de elegantes vestidos, en fin, todos los requisitos de la vanidad. Era una habitación como imaginaba debía haberlas ocupado una de las disolutas damas de sociedad de las novelas dieciochescas, que son castigadas con la viruela por su libertinaje, y pasan el resto de sus vidas enclaustradas, purgando sus pecados.

Una de las habitaciones del primer piso sería una capilla, que planeaba consagrar. Además del habitual altar y crucifijo, sería decorada con varias pinturas de santos mártires: el muchacho traspasado por las flechas, la mujer que lleva sus senos en una bandeja, el hombre (el patrón de la capital) con su propia cabeza en la mano. El olor a incienso de esta habitación sería un apreciado contraste con el olor a desierto de la habitación árabe.

También había una habitación en este piso para la expresión de emociones fuertes. Esta habitación contenía fotografías del marido de Frau Anders, su hija y yo; dardos; una lanza; una caja de herramientas con martillos, sierras, tijeras y objetos por el estilo; un cesto con monedas falsas, y una gran cantidad de muebles ornamentales de los que, imaginé, sería un placer abusar.

Otra de las habitaciones superiores estaba destinada a actividades sexuales. Instalé una bañera, hundida en el centro de la habitación, un confortable balancín, una estera de piel, velas, cadenas en las paredes, libros y grabados obscenos y un metrónomo.

Otra habitación de la planta era un salón al estilo de hace dos siglos, decorado con el gusto que faltaba en la casa de Frau Anders. Su antiguo recibidor estaba desfigurado con pinturas abstractas, luz indirecta y un teléfono blanco. Esta habitación tenía elegantes sillas, tapices, cajas decorativas y candelabros. Había otras dos o tres habitaciones en la planta, que decoré a mi capricho… Sé que la casa era grande para una sola persona y que no aparecía ninguna afinidad entre las habitaciones. Pero entonces creía que una casa es, o una habitación, o un número indefinido de habitaciones. Es una simple célula o uno de aquellos organismos a los que se pueden añadir partes iguales, indefinidamente, siempre que uno tenga qué poner en ellas, por ejemplo, un burdel o un museo. La casa de Frau Anders iba a tener este carácter. Sería un museo de su pasado y el burdel del que seleccionaría los placeres de su futuro.

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