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Al amueblar las habitaciones de este modo, traté, siempre que fuera posible, de combinar lo imaginativo con lo obvio, para adecuarlo a la limitada concepción de Frau Anders. Había decidido no decirle para qué servía cada habitación, esperando que descubriera por sí misma la utilidad de cada una. Sin embargo, a pesar de estos quehaceres, estaba preocupado por permitir una excesiva libertad a mi capricho. Después de todo, no tenía acceso a los sueños de Frau Anders; tampoco podía imaginarla capaz de considerarlos seriamente. (Sus fantasías, sus sueños diurnos, sí; pero no las desgraciadas, humillantes escenas que se lanzaban sobre ella en un sueño indefenso.)

Esperaba, ya que Frau Anders se consideraba a sí misma una lady de la escuela moderna, que aceptaría mi selección, aparte de la gratitud por confiar en que su gusto fuera tan avanzado, pero no podía estar completamente seguro. Por lo que sabía de ella, podía muy bien disgustarse con lo que había hecho, y yo temía aún el estallido de su violento temperamento. De modo que no estaba muy seguro, cuando le describí el progreso de la casa, un día que nos encontramos en una apartada esquina del jardín zoológico, y ella contestó que esperaba quedar satisfecha de todo lo que yo hiciera.

A principios de noviembre, no mucho después de lo previsto, la casa estaba más o menos acabada. Envié una invitación a Frau Anders, requiriendo su presencia para visitarla, al día siguiente.

Aquella tarde busqué a Jean-Jacques en los cafés y en los quais, pero, como sucedía a veces, mi búsqueda no tuvo éxito. De todas formas me alegró no encontrarlo. Había intentado hablarle de la visita de Frau Anders, e invitarlo a él también. Pero aunque Jean-Jacques había manifestado gran interés por ver otra vez a Frau Anders, y observar su primera reacción ante la casa, yo no tenía mucho entusiasmo por presenciar su encuentro. No era que intentara negar a mi compañero su parte de mérito. Pero me asustaba que Frau Anders, en su poco afortunada condición actual, no comprendiera el estilo de constante pensamiento e ironía de Jean-Jacques, y se creyera burlada.

A la mañana siguiente llegó Frau Anders, en un coche con chofer, acompañada por una jovencita pelirroja, que inmediatamente reconocí. Era la famosa actriz de music-hall, Geneviéve. Mi antigua amante vestía con sobriedad, completamente de negro, pero mucho mejor que el resto de ocasiones en que la vi, después de su regreso.

– Me alegra ver que estás prosperando- me aventuré a decir después de las presentaciones.

– Esta amable señora es mi amiga -dijo Frau Anders, solemnemente. En aquel momento la actriz se volvió para hacer un comentario sobre cierto aspecto de la casa, y Frau Anders me dirigió una amplia y lasciva mirada. Estaba tan sorprendido que, involuntariamente, me llevé el índice a los labios.

– Siempre tengo necesidad de protegés -continuó diciendo Frau Anders, sin advertir mi señal, ni la mirada de su nueva amiga-. Por lo menos, en ausencia de alguien que me proteja. -Bajé la cabeza ante este suave y bien merecido reproche-. La estoy beneficiando con mis incomparables y edificantes experiencias sobre la malevolencia de los hombres y la brevedad de la belleza -concluyó.

– ¿Pasamos a ver la casa? -propuse.

Las dos mujeres me siguieron durante una hora, mientras las guiaba a través de todas las habitaciones y explicaba algo acerca del origen y el significado de mis adquisiciones. «Qué magnífico regalo», exclamó varias veces Geneviéve. Parecía encantada con la casa y me felicitó profundamente, pero la reacción de Frau Anders durante la visita fue menos explícita de lo que yo esperaba.

– Muy imaginativo, Hippolyte -dijo finalmente Frau Anders, mientras permanecíamos en la gran cocina del sótano, la última etapa de nuestra gira-. Me halaga que pienses que apreciaré la utilidad de…

– De tan honesto y articulado edificio -dije, terminando su frase.

– Bien, sí. Pero por qué has imaginado que yo aceptaría…

De nuevo interrumpí.

– La reparación es un asunto delicado -dije-, por consiguiente, es un imperativo que no pienses en esta casa, y creo que puedo hablar libremente delante de tu amiga, como reparación por el daño que yo te hice. Es simplemente un regalo, o mejor dicho, un acto de homenaje a tu buena naturaleza y a tu propia indestructibilidad. No me atrevo a esperar que de este modo se salde ninguna deuda entre nosotros. Todo queda pendiente, tanto si vives en esta casa como si no.

– Seguro que lo está -replicó Frau Anders, con un poco más de malicia en su voz de la que las circunstancias requerían.

– ¿Aceptas la casa? -pregunté, preparándome para su posible negativa.

– Tómala -dijo Geneviéve alegremente-. No necesitas utilizar todas las habitaciones, querida. Invitaré a Bernard, a Jean-Marc y a todos los del teatro y tendrás fiestas maravillosas.

– Eso me gustará -murmuró Frau Anders.

– No la desprecies -dije, esperanzadamente.

Frau Anders nos miró a ambos. Pude sentir la dura y agresiva expresión, aun a través de su pesado velo.

– No creo que me guste vivir aquí sola -contestó.

– ¿Sola? -dije-. Pero si tú no vas a estar sola. Tienes nuevas amistades, además de mademoiselle Geneviéve y yo. Tendrás constantes visitas. ¿Te he dicho ya que Jean-Jacques quería ofrecerte sus respetos? Hubiese venido hoy, de haberlo encontrado a tiempo para comunicarle tu llegada.

– No me refiero a los visitantes -continuó Frau Anders con obstinación-. Me refiero a un marido. Quiero casarme nuevamente.

Ni Geneviéve ni yo respondimos.

Frau Anders continuó, observando nuestras caras:

– Ya no soy joven, pero tengo mucho que ofrecer. Soy amable, perdonadora, alegre. -Se detuvo esperando una respuesta-. No soy tan impulsiva ni ingenua como solía ser… No vaciles, Hippolyte, y mira -dijo, apartando su velo-. No sólo he pasado por la cima de la belleza, sino también por la cumbre de la fealdad.

Era cierto. Los tratamientos y operaciones que Frau Anders había sufrido el año anterior, habían hecho maravillas en su rostro. La gran quemadura rectangular en su mejilla izquierda era casi invisible, sólo quedaba una pequeña sombra, los músculos que rodeaban su ojo izquierdo y su boca se habían tensado, restando sólo una imperceptible asimetría.

– ¿Por qué sigues llevando este velo, querida? -exclamé, feliz por su sorprendente recuperación.

– Mi marido deberá desvelarme -dijo.

Esta urgencia de domesticidad me desanimó un poco. No era lo que había previsto para Frau Anders en la casa que acababa de amueblar para su rehabilitación, como tampoco había previsto fiestas con sus nuevos amigos del teatro. Pero nada podía objetar. Lo único importante era que aceptara la casa, y no malograr y volver inútil todo el esfuerzo que le había dedicado. Estaba convencido de que sus ventajas y múltiples y apropiados usos le serían revelados después de un tiempo de vivir en la casa.

– ¿Aceptarás la casa? -repetí.

Subimos, dirigiéndonos al coche.

– Lo intentaré -dijo simplemente.

Ofrecieron llevarme donde quisiera, pero preferí dejarlas solas, con la esperanza de que Geneviéve pudiera desvanecer los temores de Frau Anders acerca de la casa.

– Te veré mañana, a las cuatro, junto a la jaula del gorila -dijo después de abrazarnos y cuando Geneviéve ya se había introducido en el coche.

– Puedes esperar un marido en la casa -le dije, cuando el coche partía.

Fui a relatar a Jean-Jacques los resultados de esta entrevista inconclusa. No me sentía decepcionado. Ni siquiera después de que Jean-Jacques dijera:

– No imaginé que le gustara. ¿Esperabas tú otro resultado?

– Esperaba otro resultado -protesté-. Puedo haberme equivocado al amueblar la casa antes de que hubiera aprendido a conocer su utilidad. Quizás, por el momento, habría bastado con etiquetar las habitaciones y ofrecer una lista pormenorizada de sus contenidos posibles. Las habitaciones con su mobiliario real no permiten que Frau Anders ejercite su propia imaginación.

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