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56. Al principio, mis actividades excedían a mi conocimiento. Después, cuando llegué a saber menos, abandoné la acción. Había una vez un hombre que estaba esperando que algo le sucediera; nunca le sucedió. 57. Había una vez un hombre que estaba esperando que nada le ocurriera; finalmente, le sucedió.

Dejad que cuente un sueño que tuve poco después de trasladarme a la casa, que vino a confirmar lo correcto de mi decisión.

Soñé que estaba en una caverna muy poco iluminada. Había un gran montón de carbón en una esquina y un horno en la otra. La mayor parte del suelo estaba ocupada por pilas de diarios y basura, ladrillos sueltos, maletas viejas y dos baúles ostentando antiguas etiquetas de hoteles extranjeros. No me parecía ilógico estar solo en la bodega, pues apenas había sitio para otra persona. Tampoco me preocupaba estar encadenado a una argolla en el centro del suelo.

Más allá del largo de la cadena, al otro lado de la bodega había una escalera que daba a una puerta por cuyas hendiduras se escapaba la luz. Observaba la escalera sin ningún deseo de subirla. La luz no estaba encendida para mí. Como escuchara el distante sonido de cristales que se rompían, me sentí agradecido de estar donde estaba, lejos y a salvo de la violencia que imaginaba arriba.

Sin embargo, sabía que era posible estar más o menos cómodo, me encontrara donde me encontrara. Intentaba apoyarme en los ladrillos. Aunque con dificultad, disponía de una pequeña superficie donde moverme libremente, y quizá pudiese llegar a construir algo. Reuní todos los ladrillos que estaban a mi alcance, tras tenderme en el suelo para medir mi cuerpo; después dispuse cuidadosamente los ladrillos, uno junto a otro, haciendo una especie de cama suficientemente larga para poder estirarme por completo.

Pero una vez tumbado en mi cama de ladrillos, vi que era menos cómoda que el propio suelo. Desmantelé la cama, dejando solamente una almohada de ladrillo, y me eché a descansar.

Había una pequeña ventana en la bodega, pero cuando la miraba, la luz hería mis ojos. Una cabeza de niña apareció en la ventana, bloqueando la dolorosa luz. Era una hermosa niña de unos cuatro años.

«¡Es un oso!», gritaba, señalándome. Sonreí, pero esto no pareció correcto. Después gruñí amistosamente. Sabía que no era un oso, pero no quería desilusionarla.

Lo siguiente que recuerdo es haber comido un plato de arroz. Comprendí entonces que sí era un oso o alguna otra especie de animal, por mi forma de comer, tomando el arroz con mis garras y echándomelo a la boca. Cuando hube terminado de comer, pensé quién podía haberme traído la comida y por qué no se me había ocurrido detener a quien lo hizo. Estaba solo. Empecé a arrojar los ladrillos contra el suelo y a gritar. «¡Guardián!», exclamé.

El hombre del bañador negro apareció en el hueco de la puerta, sobre la escalera. Sus brazos y piernas musculosos eran más fuertes y atléticos que los míos. Había algo nuevo en su atuendo, sin embargo: un cinturón del que colgaba un pesado manojo de llaves que llegaba a la altura de su muslo. Mientras él descendía la escalera, yo le observaba atentamente. Sin embargo, lo que sucedió sobrepasó mis esperanzas de que se quedara un rato hablando conmigo.

– Desencadénale -dijo el bañista.

Me alegré profundamente ante la posibilidad de abandonar la bodega en compañía del bañista. Me hubiera complacido ir con él a cualquier parte; de alguna manera, comprendí que nos dirigíamos hacia el parque. En los parques, recordé, se recibe consuelo. El parque es un buen lugar para jugar, para enamorarse o para hablar. Cualquiera de estas alternativas me hubiera satisfecho.

Pero olvidé que el parque también es el lugar donde uno observa, donde se es observado con anteojos. En el parque me encontré a mí mismo en un pequeño escenario con un fondo de árboles. El público, sentado ante mí en sillas plegables, estaba formado por niños y niñeras con cochecitos.

El bañista estaba junto a mí en el escenario, actuando como maestro de ceremonias.

– Ahora, él baila -dijo.

¡Yo quería danzar para él! Pero mis piernas, que parecían hechas de madera o de cartón, rehusaban moverse.

El auditorio empezó a impacientarse.

– No hay motivo para que ustedes se vayan -dijo el bañista-. El tiene que bailar.

Para mi alivio, me sorprendí bailando. Pero el motor de mi movimiento no estaba en mí, sino que provenía de unos alambres atados a mis muñecas, a mis tobillos y alrededor de mi cuello. Eran realmente cadenas, familiares e íntimas. No podía entender cómo era posible que fuera una marioneta, cuando momentos antes era un animal. Pero sabía que los muñecos pueden ser tan graciosos como los animales y que los osos bailarines son ridículos. Me parecía mejor ser una marioneta. Movía mis brazos y piernas de una manera rítmica, esperando ganar la aprobación del bañista. -Perfecto -dijo el hombre. Me invadió una profunda sensación de paz y mis gestos fueron deteniéndose lentamente.

– Ahora vamos a ver qué más sabe hacer -dijo el hombre.

Se dirigió a una de las niñas que ocupaban la primera fila, y que mecía una gran muñeca en sus brazos. La niña subió al escenario.

– Oso -dijo el hombre del bañador negro-, golpea a la muñeca y acaricia a la niña.

Por un momento dudé si se dirigía a mí. Repitió la orden. Obedecí inmediatamente. Pero después de hacer exactamente lo que él había mandado, me encontré sosteniendo a la muñeca en mis brazos, mientras la niña yacía desmembrada y sangrienta en el suelo del escenario. Me cubrí la cara con las manos y esperé la cólera del bañista.

– Esto es inocencia -dijo el hombre-. Ya no podrá volver a ser culpado.

– ¿Quién pensaría en culparlo? -preguntó una de las niñeras vestidas de blanco, una impasible mujer de cabellos rubios y rasgos alegres.

Comprendí que era la institutriz de la niña muerta. Aunque su aprobación no era tan importante para mí como la del hombre del bañador negro, me preocupé por sus sentimientos. No parecía enfadada en absoluto cuando se levantó para recoger a la niña.

– El debe matar -le dijo el bañista, mientras desaparecía del escenario-, pero no quiere hacer daño.

Asentí. Los niños reían. Su risa invocó en mi mente una última, pequeña duda; deseaba explicar por qué había sido disculpado.

– Es él mismo, pero no el mismo -dije, y es lo último que recuerdo, antes del despertar.

Considero que, en muchos aspectos, éste es el más importante de mis sueños. En algún momento supe que mis sueños tenían vida en sí mismos: no eran simplemente los objetos de mi atención, el diálogo que había abierto entre mí vida consciente y mi vida onírica, sino que entablaban una suerte de diálogo entre ellos mismos. Este sueño era contestación al «sueño de las dos habitaciones», mi primer sueño. En ambos, está presente el bañista y una mujer vestida de blanco; en ambos, se me pide que baile, y estoy encadenado y preso. En el primero, no puedo bailar, mi confinamiento es aburrido, y los dos personajes que aparecen están molestos conmigo; en este sueño, que llamé el «sueño de la marioneta», cuando me piden que baile, por fin soy capaz de hacerlo; mis cadenas, en efecto, me ayudan, pues se han transformado en hilos que mueven graciosamente mi cuerpo, y complazco a los personajes capitales de mi sueño. En el primero, estoy avergonzado. En éste no estoy avergonzado, sino en paz.

Varios incidentes de mi vida fueron también iluminados por este sueño. Pensé en mi juventud, poco después de haber empezado a soñar, concretamente en aquel encuentro, tan lejano ya, con una niña en el parque, después de la última conversación con el Padre Trissotin. Recuerdo cuan lleno de paz me sentí durante aquel breve intercambio de palabras con la niña. Me parecía que toda mi vida convergía en el estado mental representado en este sueño, en el que finalmente me reconciliaría conmigo, tal como soy, el ser de mis sueños. Esa reconciliación es lo que entiendo como libertad.

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