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No crean que veo este sueño, ni los restantes, como algo anormal. Pues, por lo que sé, todo el mundo tiene sueños como éstos. Lo anormal es la relación entre mi vida consciente y la vida de mis sueños. Bajo la presión de mis sueños, he llegado a adoptar un estilo de vida que no puede llamarse más que excéntrico, a pesar de que «excéntrico» significa literalmente «fuera de, o a partir del centro», mientras que mi vida tendía, por el contrario, a acercarse progresivamente al centro, al corazón mismo de mis sueños. ¿Pero no estoy acaso rizando el rizo? No es la distancia del propio centro de uno mismo, los sueños, lo que se desea expresar, al llamar a alguien excéntrico, sino la distancia del centro social, el cálido cuerpo de los hábitos y gustos que son útiles, razonables y comúnmente reforzados. No, yo no rechazaré la calificación de excéntrico.

Sin embargo, hay etiquetas que provocan rechazo. Soy consciente de que cualquier clase de excentricidad puede ser considerada como deformación psicológica, y que una narración sobre alguien con gustos anormales y experiencias internas de este tipo tiende a ser leída como estudio psicológico. En un estudio psicológico, se toman los sueños como evidencias, como elementos que aportarán informaciones sobre las preocupaciones del soñador. Pido al lector que no tome este relato de un modo tan simple, sin, al menos, considerar mi propio ejemplo.

No estoy interesado en mis sueños por lo que puedan facilitarme para llegar a un mejor conocimiento de mí mismo, o por el deseo de conocer mis verdaderos sentimientos. No estoy interesado en mis sueños, en otras palabras, desde el punto de vista psicológico. Estoy interesado en mis sueños en cuanto actos.

Estoy interesado en mis sueños como actos, como modelos de actuación y motivos de acción. Estoy interesado en mis sueños desde el punto de vista de la libertad. Puede parecer extraño que, en estos momentos, al analizar un sueño que me daba una imagen tan clara de mi propia esclavitud, hable de libertad. Soy consciente de las alternativas. Si estuviera inclinado a interpretar mis sueños con el propósito de «entenderme a mí mismo», consideraría mis sueños desde el punto de vista del cautiverio. Observaría entonces cómo mis sueños reflejaban mi esclavitud a mi carácter, sus limitados temas, sus constantes ansiedades.

Pero uno sólo necesita declararse libre, para serlo realmente. Debo considerar mis sueños libres, autónomos, sólo con la intención de estar libre de ellos, por lo menos tan libre como un ser humano tenga derecho a estarlo.

Otro libro de notas describe la rutina de un día cualquiera en mi nueva casa. Recuerden que pasé en ella seis años, y cada día debía ser ocupado con alguna actividad. Inventé una fórmula para despertarme, levantarme de la cama, lavarme, vestirme, comer, leer, hacer ejercicio e irme a dormir, de modo que su carácter de actividades fuera modificado por mi nueva comprensión.

Nunca he deseado ser un especialista, y no conozco aún el valor de la actividad práctica. Pero hay cosas que es preciso hacer, tres veces al día, en la vida de cada uno; y por medio de la repetición se adquiere inevitablemente una práctica. Lo que yo quería era librarme de los actos que tuvieran algún aspecto práctico, librarme de pensar en ellos como actos ejecutados en y para uno mismo. Así, convertí mis más insignificantes actos diarios en lo que podría llamarse un rito, que yo representaba perfectamente, sin ninguna ilusión de eficacia. Me mantenía muy limpio, aun cuando no hubiera nadie que pudiera olerme. Era puntual, aunque no tenía que acudir a ninguna cita.

Debo señalar que estos ritos, como el resto de mi vida, a excepción de los sueños, eran puramente voluntarios. Otra vez debo advertir al lector que no reduzca mis actos simplemente a compulsiones neuróticas.

¿Cuáles son los rasgos del rito? El primero y más obvio, es la repetición. El segundo, que esta repetición se ejecuta de acuerdo con un guión en que cada detalle se encuentra establecido. De ordinario, la finalidad determina la forma del acto. La forma que adquiera la finalidad que uno persigue, es suficiente. Digamos, por ejemplo, que yo quería transportar un candelabro desde la repisa a la mesa. No tenía importancia cómo transportaba el candelabro, si lo hacía con mi mano derecha o con la izquierda, si caminando o corriendo, y tampoco si otra persona lo hacía en mi lugar. Lo que importaba era que finalmente el objeto se encontrara donde había dispuesto. Yo lo hubiera transportado con énfasis. Además, el lugar de la mesa no debía estar exactamente especificado. Uno u otro sería bueno, siempre y cuando no cayera al suelo.

Pero si este acto se convierte en un ritual, el objetivo es absolutamente preciso. Igualmente precisos son los medios que utilizo para llegar a mi objetivo. Hay sólo un modo correcto de transportar el candelabro a la mesa, sólo un lugar donde puede ser depositado. Las intenciones y deseos de quienes operan carecen de importancia. No deben influir de una manera personal y característica sobre el acto, al realizarlo. Idealmente, nos deberíamos mover como en trance.

Ahora comprendo la más elemental, y a la vez menos inteligible, de todas las características del ritual: la repetición. Pues ¿por qué, si no, cualquier acto debería ser realizado una y otra vez de un modo siempre idéntico, lo que resulta arduo, antinatural y difícil? ¿Por qué algo debe ser repetido? ¿Por qué con una vez no basta?

El sentido común nos indica que la única razón válida para hacer una cosa más de una vez, es que no haya sido consumada en un principio. Es esto, exactamente, lo que sucede en el ritual. Las reglas del ritual prohíben expresamente lo que posibilitaría que un acto se consumara o fuera terminado por completo: la participación del énfasis personal, la desigual distribución de atención, un clímax. El rito, cuya esencia es la repetición, es aquel acto que nunca se hace con propiedad, y que, por consiguiente, debe ser repetido indefinidamente. El rito es la forma de realizar un acto que garantice la necesidad de volverlo a hacer.

Consideremos mis sueños. Consistían en actos que debían ser rehechos constantemente, y de allí su repetición. Por otra parte, la atonalidad emocional del sueño, después de sucesivas repeticiones y variaciones, adquiría esta básica calidad de rito: la agitación externa en oposición al trance interior. La única tarea que me quedaba era ejecutar la orden de mis sueños en mi vida consciente, lo que yo intentaba en aquel período de meditación en la casa de Frau Anders. Quería que mis actos se hiciesen totalmente automáticos, tal como habían sido en «el sueño de la marioneta», pues había adivinado que, una vez conseguido eso, mis sueños se apaciguarían y el hombre del bañador negro sería aplacado.

Pondré un ejemplo de cómo aprendí a comportarme. Fue une hecho real, una situación algo peligrosa para mí: el peligro era más real que la seguridad.

Una noche estaba durmiendo en una de las habitaciones del primer piso, cuando me despertó un sonido de pisadas en el corredor. Me levanté y fui a ver qué ocurría, tomando la precaución de armarme con un hierro de la chimenea. Al llegar al pasillo, vi una figura que se apretaba contra la pared. Pretendí no haberla visto, y volví a mi habitación. Veinte minutos después, al escuchar nuevos ruidos, salí corriendo hacia el hall y grité al intruso. El se volvió para quedar frente a mí. Era un joven enjuto, con cara de granuja y chaqueta de cuero negro.

– Más vale que ande con cuidado -dijo.

– Lo hago -respondí.

– ¡Esto es un robo!

Blandió un revólver, y yo solté el hierro que había tomado.

Le dije que podía llevarse de la casa todo lo que fuera capaz de atravesar con una bala al primer intento, a una distancia de veinte pasos. Me miró, incrédulo, y luego rió secamente.

– No tengo bastantes balas para todo lo que quiero.

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