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TERCERA PARTE. El dictamen

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Ron Fisk prestó juramento como juez adjunto del tribunal supremo de Mississippi durante la primera semana de enero. Fue una ceremonia breve y discreta a la que acudieron Doreen y los tres niños, unos cuantos amigos de Brookhaven, Tony Zachary, los otros ocho miembros del tribunal y parte del personal. El juez primero, el miembro más antiguo, leyó un breve discurso de bienvenida, que dio paso al ponche y a las galletitas. El juez Jimmy McElwayne prefirió saltarse el refrigerio y regresó a su despacho. No había esperado que Ron Fisk le gustara y, hasta el momento, el nuevo juez no le había decepcionado. Fisk había dado un grave traspié al despedir sumariamente a los letrados y a la secretaria de Sheila sin haberse dignado siquiera entrevistarse con ellos ni una sola vez. Había vuelto a tropezar al presentarse a principios de diciembre y empezar a dar la lata al juez primero para consultar la lista de casos pendientes y echar un vistazo a los más urgentes. Con cuarenta años, Fisk era con diferencia el miembro más joven del tribunal, y algunos de sus colegas no le perdonaban su entusiasmo y sus ganas de trabajar.

Una vez jurado el cargo, Fisk tenía derecho a participar en todos los casos pendientes de decisión, independientemente del tiempo que estos hubieran sido debatidos con anterioridad en el tribunal. Se puso manos a la obra de inmediato y pronto empezó a alargar lajornada de trabajo. Diez días después de su llegada, votó de acuerdo con una mayoría de siete (entre los que se incluía el juez McElwayne) para revocar un caso de parcelación territorial fuera del condado de DeSato, y disintió junto a tres más en una disputa sobre pantanos en el condado de Pearl River. Se limitó a votar, sin hacer un solo comentario.

Todos los jueces tienen la potestad de redactar una opinión sobre cualquier caso que llegue al tribunal, tanto si esta es concurrente con la mayoría como si difiere de ella. Ron deseaba redactar la suya con todas sus fuerzas, pero esperó, acertadamente. Lo mejor era no precipitarse.

A finales de enero, los ciudadanos de Mississippi pudieron comprobar hacia dónde soplaban los nuevos vientos en el tribunal post- McCarthy. El caso trataba de una anciana de ochenta años con Alzheimer, hallada desnuda y sucia debajo de su cama en la residencia de ancianos. La había encontrado su hijo, que, furioso, acabó denunciando a la residencia en nombre de su madre. A pesar de que las declaraciones disentían y los testimonios eran incompletos, en el juicio se demostró que nadie había atendido a la mujer al menos durante seis horas y que nadie le había dado de comer en nueve. La residencia era uno de los peores hogares de ancianos, uno de los muchos que pertenecían a una empresa de Florida con un largo y descorazonador historial de infracciones sanitarias y de seguridad. El jurado, del condado rural de Covington, le concedió una indemnización por daños y perjuicios de doscientos cincuenta mil dólares, a pesar de que era difícil evaluar el alcance de los daños físicos. Tenía la frente amoratada, pero la pobre mujer hacía una década que había perdido la cabeza. La parte interesante del caso era la indemnización por daños punitivos de dos millones, algo que no se había visto nunca en el condado de Covington.

El caso había sido asignado al juez Calligan, que reunió tres votos coincidentes y redactó una opinión que revocaba la indemnización de doscientos cincuenta mil dólares y ordenaba un nuevo juicio. Se necesitaban más pruebas sobre la cuestión de los daños. En cuanto a la indemnización por daños punitivos, esta «había escandalizado a la conciencia del tribunal», por lo que quedaba revocada y desestimada: rechazada para siempre. El juez McElwayne redactó una opinión por la que confirmaba el veredicto. Se esmeró en explicar en detalle la desdichada historia de la residencia: falta de personal, empleados sin los conocimientos necesarios, habitaciones, sábanas y toallas antihigiénicas, comida infecta, aire acondicionado insuficiente, habitaciones masificadas. A su opinión se unieron tres jueces más, de modo que el antiguo tribunal quedaba dividido a partes iguales. El nuevo hombre tendría la última palabra.

El juez Fisk no vaciló. Él también consideraba que las pruebas médicas eran insuficientes y aseguraba estar escandalizado por la indemnización por daños y perjuicios. Como abogado de aseguradoras, había pasado catorce años combatiendo las desproporcionadas reclamaciones por daños punitivos que con tanta despreocupación presentaban los abogados de los demandantes. Se había topado con una reclamación falsa por una suma exorbitante de dinero en al menos la mitad de los casos que había defendido por la «conducta vergonzosa e irresponsable» del demandado.

Con un resultado de cinco votos a cuatro, el tribunal anunció el nuevo curso que había tomado y envió el caso de vuelta al condado de Covington peor que cuando este lo había abandonado.

El hijo de la anciana víctima era un ganadero de cincuenta y seis años. También era diácono en una iglesia rural a unos kilómetros de la ciudad de Mount Olive. Su mujer y él habían sido convencidos simpatizantes de Ron Fisk porque lo consideraban un hombre piadoso que compartía sus valores y que protegería a sus nietos.

¿Por qué votaba el señor Fisk a favor de una empresa criminal de otro estado?

La secretaría judicial es la encargada de asignar los casos que se admiten a revisión en el tribunal supremo entre los nueve jueces, que no poseen control alguno sobre dicho proceso. Todos saben que de cada nueve casos uno acabará en su mesa. Trabajan en grupos de tres jueces durante seis semanas, tras las que los pequeños jurados vuelven a redistribuirse.

En casi todos los casos que llegan al tribunal supremo, los abogados solicitan una exposición oral, aunque pocas veces se les concede. Los jueces oyen a los abogados en menos del 5 por ciento de las apelaciones.

Dada la cuantía de la indemnización, los tres jueces que presidían el caso de Jeannette Baker contra Krane Chemical Corporation lo consideraron suficientemente importante para conceder una audiencia a los abogados, que comparecieron el 7 de febrero: Jared Kurtin y su tropa, y todo el bufete de Payton amp; Payton.

El caso había sido asignado al juez Albritton hacía meses.

Ron Fisk no tenía trabajo ese día en el tribunal y por eso no estaba allí. Tony Zachary se pasó por la sala por curiosidad, pero se sentó en la última fila y no habló con nadie. Decidió tomar notas y llamar a Barry Rinehart en cuanto la vista hubiera acabado. También había un vicepresidente de Krane en la última fila haciendo lo propio.

Cada parte disponía de veinte minutos para llevar a cabo su exposición, tiempo controlado por un reloj digital que iba marcando los segundos. El secretario judicial les avisó: estaban prohibidos los alegatos prolijos. Jared Kurtin fue el primero, y no tardó en llegar al meollo de la apelación de su cliente. Krane siempre había defendido que no existía ninguna relación médica razonable y creíble entre el DeL y el cartolyx encontrado en sus propiedades y los cánceres que padecían tantos ciudadanos de Bowmore. Krane jamás admitiría que se habían llevado a cabo vertidos ilegales, pero, hipotéticamente hablando, aunque asumiera que se filtraran residuos tóxicos en el suelo y que estos acabaran en el agua, no existía una «relación causal» entre los productos químicos y los cánceres. Sí, de acuerdo, se había especulado mucho. Solo había que mirar la incidencia del cáncer en Bowmore o los conglomerados de cáncer. Sin embargo, la tasa de incidencia del cáncer varía de manera considerable de una zona a otra y, lo más importante, hay miles de carcinógenos en el aire, en la comida, en las bebidas, en los productos del hogar, la lista es interminable. ¿Quién puede asegurar que el cáncer que acabó con la vida del pequeño Chad Baker procedía del agua y no del aire? ¿Acaso pueden descartarse los carcinógenos encontrados en las comidas preparadas que la señora Baker había admitido consumir durante años? Es imposible.

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