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Su primer oponente, el señor Coley, solía holgazanear de lunes a viernes, descansando de los rigores de la mesa de blackjack. Solo jugaba de noche y, por tanto, tenía tiempo de sobra para dedicar a la campaña si lo deseaba. Generalmente no lo hacía. Aparecía por algunas ferias de condado y lanzaba pintorescos discursos a un público entusiasta. Si los voluntarios de Jackson estaban de humor, se acercaban hasta donde él estuviera, desplegaban los Rostros de los Muertos y Clete subía el volumen. Todas las poblaciones contaban con un puñado de asociaciones cívicas, la mayoría de las cuales siempre andaban buscando oradores. Corrió el rumor de que el candidato Coley animaba las comidas, por lo que recibía una invitación o dos cada semana. Dependiendo del viaje, y de la intensidad de la resaca, consideraba la proposición. A finales de julio, su campaña había recibido veintisiete mil dólares en donaciones, más que suficiente para cubrir los gastos del monovolumen de alquiler y sus guardaespaldas a tiempo parcial. También se había gastado seis mil en folletos. Todo político debía tener algo que repartir.

Sin embargo, el segundo oponente de Sheila dirigía una campaña que funcionaba como un motor bien engrasado. Ron Fisk trabajaba duro en su despacho lunes y martes y luego se lanzaba a la carretera para seguir un programa muy detallado del que solo se libraban las poblaciones más pequeñas. Gracias al Lear 55 y a un King Air, tanto él como sus acompañantes recorrieron el distrito en muy poco tiempo. A mitad de julio, había un comité organizado en cada uno de los veintisiete condados, y Ron había hecho un discurso, como mínimo, en todos ellos. Hablaba en centros cívicos, cuarteles de bomberos voluntarios, meriendas en las bibliotecas, asociaciones de abogados del condado, clubes de motoristas, festivales de música folk, ferias de condado e iglesias… iglesias y más iglesias. Al menos la mitad de sus discursos los lanzaba desde un púlpito.

Josh jugaba el último partido de béisbol de la temporada el 18 de julio, por lo que su padre aún contaría con más tiempo para hacer campaña. El entrenador Fisk no se había perdido ni un solo partido, aunque el equipo se vino abajo cuando anunció su candidatura. La mayoría de los padres estaban convencidos de que no había tenido nada que ver.

En las zonas rurales, el mensaje de Ron siempre era el mismo: por culpa de los jueces liberales, nuestros valores están siendo atacados por aquellos que defienden el matrimonio homosexual, el control de armas, el aborto y el libre acceso a la pornografía por internet. Esos jueces tenían que ser sustituidos. La Biblia estaba por encima de todo. Las leyes dictadas por los hombres venían a continuación, pero como juez del tribunal supremo, conseguiría reconciliar ambas cuando fuera necesario. Iniciaba todos los discursos con una breve plegaria.

En las zonas menos rurales, dependiendo del auditorio, solía alejarse un poco de la derecha recalcitrante y hacía más hincapié en la pena de muerte. Ron descubrió que a la gente le fascinaban las historias truculentas de crímenes brutales cometidos por hombres que habían sido condenados a muerte hacía veinte años. Introdujo un par en sus charlas habituales.

Sin embargo, independientemente de dónde estuviera, la cuestión del malvado-juez-liberal dominaba sus discursos. Al cabo de un centenar de ellos, Ron había acabado convenciéndose de que Sheila McCarthy era una izquierdista radical que había causado muchos de los problemas sociales del estado.

En cuanto al dinero, con Barry Rinehart tirando de los hilos, las contribuciones llegaban de manera constante, gracias a lo cual consiguieron ir al día con los gastos. El 30 de junio, la primera fecha límite para presentar informes económicos, la campaña de Fisk había recibido quinientos diez mil dólares de dos mil doscientas personas. De sus contribuyentes, solo treinta y cinco habían donado el máximo de cinco mil dólares y todos residían en Mississippi. El 90 por ciento de los donantes eran del estado.

Barry sabía que los abogados litigantes examinarían con lupa a los contribuyentes con la esperanza de descubrir que estuviera entrando dinero a raudales procedente de fuera del estado, de intereses empresariales. Había sido uno de los asuntos problemáticos con el que ya se había topado en otras campañas y no tenía intención de tropezar con la misma piedra en las elecciones de Fisk. Confiaba en recaudar grandes sumas de dinero fuera del estado, pero esas donaciones entrarían en el momento adecuado, al final de la campaña, cuando las propicias leyes informativas estatales impidieran que fueran un problema. Por el contrario, los informes de McCarthy demostraron que eran los abogados litigantes quienes estaban financiándola, y Barry sabía muy bien cómo utilizar aquella baza en su favor.

Barry también había recibido los resultados de la última encuesta, que no tenía intención de compartir con el candidato. El 25 de Junio, la mitad de los votantes censados sabían que había unas elecciones. De ellos, el 24 por ciento se inclinaba a favor de Ron Fisk, el 16 por ciento a favor de Sheila McCarthy y ellO por ciento a favor de Clete Coley. Las cifras prometían. En menos de dos meses, Barry había dado forma a un abogado desconocido que jamás había vestido la toga y lo había lanzado por delante de una oponente con nueve años de experiencia y todavía no habían pasado ni un solo anuncio por televisión.

El 1 de júlio, New Vista Bank, una cadena nacional con sede en Dallas, compró el Second State Bank. Huffy llamó a Wes Payton para darle la noticia, y parecía optimista. A la sucursal de Hattiesburg le habían asegurado que no iba a cambiar nada, solo el nombre. Los nuevos dueños habían revisado el préstamo, le habían hecho preguntas sobre los Payton y parecía que Huffy les había convencido de que la deuda sería satisfecha tarde o temprano.

Los Payton enviaron a Huffy un cheque de dos mil dólares por cuarto mes consecutivo.

22

En otra vida, Nathaniel Lester había sido un flamante abogado criminalista con un don especial para ganar casos de asesinato. Llegó un momento, de eso hacía dos décadas, en que consiguió doce veredictos de no culpabilidad consecutivos, prácticamente todos en pequeñas ciudades de Mississippi, en lugares donde a los acusados de crímenes atroces suele considerárseles culpables desde el momento de la detención. Su fama atrajo clientes que necesitaban asesoramiento civil, no penal, y su modesto bufete, en Mendenhall, prosperó considerablemente.

Nat obtuvo sentencias generosas y negoció acuerdos incluso más beneficiosos. Acabó especializándose en daños personales graves producidos en plataformas petrolíferas, a las que acudían muchos hombres del lugar atraídos por los salarios elevados. Era miembro activo de varios grupos de abogados litigantes, donaba grandes sumas a los candidatos políticos, se había construido la casa más grande de la ciudad, se había casado varias veces y había empezado a beber demasiado. La bebida, junto con una sucesión de acusaciones por falta de ética y diversas refriegas legales, le obligó a aminorar la marcha y, cuando finalmente se vio acorralado, renunció a su licencia de abogado para evitar una pena de prisión. Se fue de Mendenhall, volvió a casarse, dejó la bebida y resurgió en Jackson, donde abrazó el budismo, el yoga, se hizo vegetariano y adoptó un estilo de vida más sencillo. Una de las pocas decisiones inteligentes que había tomado durante su momento de mayor apogeo había sido la de guardar parte del dinero.

Durante la primera semana de agosto estuvo dando la lata a Sheila McCarthy hasta que esta aceptó ir a comer con él. No había abogado en el estado que no hubiera oído hablar del atípico ex abogado, por lo que Sheila estaba comprensiblemente nerviosa. Mientras daban cuenta del tofu y de la col de Bruselas que habían pedido, Lester se ofreció como director de campaña de manera gratuita. Volcaría toda su energía desbordante únicamente en las elecciones durante los siguientes tres meses. Sheila empezó a inquietarse. El cabello gris le llegaba hasta los hombros y llevaba pendientes de diamante que, aunque eran muy pequeños, seguían siendo visibles. También lucía un tatuaje en un brazo y Sheila no quería pensar en cuántos más tendría ni dónde se los habría hecho. Vestía vaqueros, calzaba sandalias y unas cuantas llamativas pulseras de cuero adornaban sus muñecas.

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