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El día de la desestimación, el tribunal supremo alcanzó un nuevo mínimo en su cruzada a favor de la limitación de la exposición empresarial. Una compañía farmacéutica llamada Bosk, de capital privado, había fabricado y comercializado un poderoso calmante llamado Rybadell que resultó ser altamente adictivo. Al cabo de pocos años, Bosk empezó a recibir un aluvión de demandas. Durante uno de los primeros juicios, sorprendieron a los ejecutivos de Bosk mintiendo. La oficina del fiscal de Pensilvania abrió una investigación y se acusó a la compañía de conocer las propiedades adictivas del Rybadell y de intentar ocultar esa información. El medicamento era muy rentable.

Un antiguo policía de J ackson llamado Dillman sufrió un accidente de moto y se hizo adicto al Rybadell durante la recuperación. Combatió la dependencia durante dos años, tiempo en el que su salud y el resto de su vida quedaron hechos trizas. Lo detuvieron en dos ocasiones por hurto. Dillman acabó demandando a Bosk en el juzgado de distrito del condado de Rankin. El jurado dictaminó que la compañía era responsable y concedió una compensación de doscientos setenta y cinco mil dólares al antiguo policía, la indemnización más baja por Rybadell del país.

En la apelación, el tribunal supremo revocó el caso, cinco contra cuatro. La razón principal, expuesta por el juez Romano en la opinión mayoritaria, era que Dillman no debía recibir ninguna indemnización por daños porque era drogadicto.

En una rencorosa opinión disidente, el juez Albritton pidió a la mayoría que fuera valiente y presentara un asomo de prueba de que el demandante fuera drogadicto «antes de introducirse en el Rybadell».

Tres días después del dictamen, cuatro ejecutivos de Bosk se declararon culpables de ocultar información a la Food and Drug Administration y de mentir a los investigadores federales.

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Los beneficios del primer trimestre de Krane Chemical resultaron mucho mayores de lo previsto. De hecho, sorprendieron a los analistas, que esperaban un dólar con veinticinco por acción a mucho estirar. Cuando Krane presentó un beneficio de dos dólares con cinco centavos por acción, la compañía y su milagroso resurgimiento atrajeron todavía más interés, si cabía, de la prensa económica.

Las catorce plantas trabajaban a toda máquina. Habían rebajado los precios para recuperar cuota de mercado. El departamento de ventas hacía horas extras para completar los pedidos. La deuda había disminuido drásticamente. La mayoría de los problemas que habían perseguido a la compañía a lo largo del año anterior habían desaparecido de repente.

Las acciones habían registrado una constailte e impresionante subida desde cifras de un solo dígito y ya se cotizaban a alrededor de los veinticuatro dólares cuando se publicó la noticia de los beneficios. Subieron a treinta. La última vez que habían estado a ese precio había sido el día posterior a la sentencia de Hattiesburg, cuando iniciaron su caída en picado.

Ahora el Trudeau Group era el dueño del 80 por ciento de Krane, unos cuarenta y ocho millones de acciones. Desde los rumores de quiebra justo antes de las elecciones de noviembre, el valor neto del señor Trudeau había aumentado en ochocientos millones y esperaba ansioso poder doblar esa cantidad.

Antes de que el tribunal supremo emita su dictamen final, los jueces pasan varias semanas leyendo las notas de los demás y las opiniones preliminares. A veces discuten, en privado, presionan en busca de votos que sustenten su postura o se sirven de sus letrados para enterarse de lo que se rumorea en los pasillos. De vez en cuando, llegan a puntos muertos cuya resolución conlleva meses.

Lo último que leyó el juez Fisk a última hora del viernes fue la opinión disidente del juez McElwayne en el caso Jeannette Baker contra Krane Chemical Corporation. Todo el mundo daba por sentado que otros tres jueces concurrirían en la disensión. El juez Calligan sería el encargado de redactar la opinión mayoritaria. Romano estaba trabajando en una opinión concurrente y todo apuntaba a que Albritton escribiría una opinión disidente. Aunque faltaba ultimar los detalles, casi nadie dudaba de que la sentencia sería revocada por cinco votos a cuatro.

Fisk leyó el escrito disidente, se mofó de él y decidió que lo primero que haría el lunes por la mañana sería concurrir con Calligan. Luego, el juez Fisk se cambió de ropa y se convirtió en el entrenador Fisk. Era la hora del partido.

Los Rockies abrieron la temporada con un torneo de fin de semana en Russburg, una de las ciudades del estuario, a una hora al noroeste de Jackson. Jugarían un partido el viernes por la noche, al menos dos el sábado y tal vez otro el domingo. Los partidos serían a cuatro entradas y se animaba a todos los participantes a que probaran a jugar y a lanzar en posiciones distintas. No había trofeos porque no se trataba de un campeonato, solo un torneo no excesivamente competitivo para empezar la temporada. Había apuntados treinta equipos en las divisiones de once y doce años, entre los que se incluían otros dos de Brookhaven.

El primer oponente de los Rockies era un equipo de la pequeña población de Rolling Fork. La noche era fría, se respiraba un aire limpio y el complejo deportivo estaba a rebosar de jugadores, padres y animación, creada por la celebración simultánea de cinco partidos.

Doreen estaba en Brookhaven con Clarissa y Zeke, que tenía un partido el sábado por la mañana, a las nueve.

Josh jugó de segunda base en la primera entrada y, cuando le tocó batear, su padre estaba dando instrucciones junto a la tercera base. Al quedar eliminado tras fallar cuatro lanzamientos, su padre le dio ánimos y le recordó que no iba a darle a la pelota si no separaba el bate del hombro. En la segunda entrada, J osh fue al montículo del lanzador y no tardó en eliminar a los dos primeros bateadores a los que se enfrentó. El tercero era un chico bajito y fornido de doce años, el receptor, que bateaba en séptimo lugar. Lanzó la primera pelota nula, pero con mucha fuerza.

– Baja y lejos -le gritó Ron desde el banquillo.

El segundo lanzamiento no fue ni bajo ni llegó lejos, sino una pelota rápida directa al centro de la base del bateador, que la golpeó con fuerza. La pelota rebotó en el cilindro de aluminio del bate y salió disparada de la base con mayor velocidad de la que había llegado. Josh se quedó inmóvil una fracción de segundo y, cuando quiso reaccionar, la tenía en la cara. El niño dio un ligero respingo al recibir el impacto de la pelota en plena sien. Luego salió escorada hacia la zona que quedaba entre la segunda y la tercera base, hasta que entró rodando en el campo de la izquierda.

Josh tenía los ojos abiertos cuando su padre se acercó corriendo. Se había desplomado en la base del montículo, aturdido y quejumbroso.

– DI algo, Josh -dIjo Ron, tocando la contusión con delicadeza.

– ¿Dónde está la pelota? -preguntó Josh.

– No te preocupes por eso. ¿Me ves bien?

– Creo que sí.

Las lágrimas acudían a sus ojos y cerró los puños con fuerza para retenerlas. Tenía un raspón y había un poco de sangre en el pelo. Ya se le había empezado a hinchar.

– Traed hielo -dijo alguien.

– Llamad a una ambulancia.

Los demás entrenadores y árbitros revoloteaban alrededor.

El niño que había golpeado la pelota esperaba a un lado, a punto de llorar.

– No cierres los ojos -dijo Ron.

– Vale, vale -dijo Josh, con respiración agitada.

– ¿Quién juega de tercera base con los Braves?

– Chipper.

– ¿Y de medio?

– Andruw.

– ¡Muy bien!

Al cabo de unos minutos, Josh se incorporó y los espectadores aplaudieron. Luego se puso en pie y se dirigió al banquillo con la ayuda de su padre, donde se tumbó en la banqueta. Ron, con el pulso todavía acelerado, colocó una bolsa de hielo con sumo cuidado en el chichón que a Josh le había salido en la sien. El juego se reanudó lentamente.

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