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A media carta, sacaba a la palestra la muy conocida opinión del reverendo David Wilfong, un personaje vocinglero con gran número de radioyentes. Wilfong censuraba ese tipo de intentos de pervertir nuestras leyes y doblegarse, una vez más, ante los deseos de los inmorales. Denunciaba a los jueces liberales que embutían sus creencias personales en sus dictámenes. Hacía un llamamiento a la gente decente y temerosa de Dios de Mississippi, «el cuerpo y el alma del protestantismo», para que acogiera en sus corazones a un hombre como Ron Fisk y, así, protegiera las leyes sagradas de su estado.

La cuestión de los jueces liberales ya no se abandonaba hasta el final de la carta. Fisk se despedía con la promesa de convertirse en la voz conservadora y juiciosa del pueblo.

Sheila McCarthy leyó la carta con Nat y ninguno de los dos supo qué paso dar a continuación. No se mencionaba el nombre de ella en ningún momento, pero en realidad tampoco era necesario. Era evidente que Fisk no estaba acusando a Clete Coley de ser liberal.

– Han ido a muerte -dijo Nat, exasperado-. Ha hecho suya esta cuestión y si ahora quieres rebatirla, o incluso compartirla, tienes que dejar a los homosexuales a la altura del betún.

– No pienso hacerlo.

– Ya lo sé.

– Es impropio que un miembro del tribunal, o alguien que aspire a serlo, declare cuál será su dictamen antes de ver el caso. Es espantoso.

– Pues esto es solo el principio, querida.

Estaban en el abarrotado almacén que Nat llamaba oficina.

La puerta estaba cerrada y nadie los oía. Un puñado de voluntarios se afanaban en la habitación de alIado. Los teléfonos no paraban de sonar.

– No sé si vamos a responder -dijo Nat.

– ¿Por qué no?

– ¿ Qué vas a decir? «Ron Fisk es malo.» «Ron Fisk dice cosas que no debería decir.» Acabarías pareciendo una persona maliciosa. y no estaría mal si fueras un candidato masculino, pero siendo mujer, no puedes permitírtelo.

– Eso no es justo.

– La única respuesta posible es negar que apoyas los matrimonios entre personas del mismo sexo. Deberías posicionarte, lo cual…

– Lo cual no voy a hacer. No estoy a favor de esos matrimonios, pero es necesario algún tipo de unión civil. Aunque en realidad es un debate ridículo, porque la asamblea legislativa es la que se encarga de redactar las leyes, no los tribunales.

Nat se había casado en cuatro ocasiones. Sheila iba en busca del segundo marido.

– Además -continuó-, ¿qué podrían hacerle los homosexuales a la sagrada institución del matrimonio que no le hayan hecho ya los heterosexuales?

– Prométeme que jamás dirás eso en público. Por favor.

– Ya sabes que no.

Nat se frotó las manos y se pasó los dedos por el largo cabello canoso. La indecisión no era uno de sus defectos. -Hemos de tomar una decisión, aquí y ahora -dijo-, no podemos perder tiempo. Lo más inteligente sería contestar por correo.

– ¿A cuánto ascendería eso?

– Podríamos recortar de aquí y de allí. Yo diría que unos doscientos mil.

– ¿Podemos permitírnoslo?

– Ahora mismo yo diría que no. Pero ya veremos de aquí a diez días.

– Vale, pero ¿no podríamos enviar un correo electrónico masivo y responder por lo menos?

– Ya lo he escrito.

La respuesta era un mensaje de dos párrafos enviado ese día a cuarenta y ocho mil direcciones de correo electrónico. La jueza McCarthy recriminaba a Ron Fisk por haber emitido su voto en un caso que estaba muy lejos de presidir. Si hubiera sido un miembro del tribunal, habría sido duramente reprobado. La dignidad exigía que los jueces supieran guardar la confidencialidad de los procesos y se abstuvieran de comentar las causas pendientes. En relación a la que él mencionaba, el tribunal de apelaciones todavía no había recibido ningún escrito. No se habían llevado a cabo las exposiciones orales. En esos momentos, el tribunal no sabía nada. Sin el conocimiento de los hechos ni de la ley, ¿cómo podía el señor Fisk, ni nadie, dictar una resolución?

Por desgracia, era un ejemplo más de la lamentable inexperiencia del señor Fisk en asuntos judiciales.

Las deudas de Clete Coley se acumulaban en el Lucky Jack y así se lo confió una noche a Marlin, en un bar de Under-theHill. Marlin estaba de paso para ver cómo le iba al candidato, que parecía haberse olvidado de las elecciones.

– Tengo una idea -dijo Marlin:, preparándose para plantearle la verdadera razón que le había llevado hasta allí-. Hay catorce casinos en la costa del golfo, grandes y preciosos, como los de Las Vegas…

– Los he visto.

– Bien. Conozco al dueño del Pirate's Cove. Te dará alojamiento tres noches por semana durante el mes que viene, una suite en el ático con grandes vistas del golfo. Las dietas corren a cuenta de la casa. Puedes jugar a las cartas toda la noche si durante el día te dedicas a hacer campaña. La gente de ahí abajo necesita oír tu mensaje. Joder, ahí es donde están los votos. Puedo concertar varios mítines. Tú te encargas del politiqueo. Tienes el don de la palabra y eso a la gente le gusta.

Clete estaba claramente entusiasmado con la idea.

– Tres noches por semana, ¿eh?

– Más, si quieres. Debes de estar harto de este sitio.

– Solo cuando pierdo.

– Hazlo, Clete. Mira, los tipos que ponen la pasta quieren ver un poco de acción. Saben que es una carrera de fondo, pero se lo toman muy en serio.

Clete admitió que era una buena idea. Pidió más ron y empezó a pensar en esos preciosos casinos.

24

Mary Grace y Wes salieron del ascensor en la vigesimosexta planta del edificio más alto de Mississippi y entraron en la lujosa recepción del bufete de abogados más importante del estado. Mary Grace se fijó inmediatamente en el papel de las paredes, en los muebles, las flores, en todo aquello a lo que una vez le había dado importancia.

La mujer impecablemente vestida de la recepción fue suficientemente educada. Un asociado con traje azul marino y zapatos negros reglamentarios los acompañó hasta la sala de reuniones donde una secretaria les preguntó si querían algo de beber. No, no les apetecía nada. Los grandes ventanales daban a la ciudad de Jackson. La cúpula del Capitolio dominaba las vistas. A la izquierda se encontraba el palacio de justicia de Gartin y allí dentro, sobre la mesa de alguien, estaría el caso de Jeannette Baker contra Krane Chemical.

Se abrió la puerta y Alan York apareció con una radiante sonrisa y un cordial apretón de manos. Debía de estar rozando la sesentena, era bajito, fornido e iba un poco desaliñado -camisa arrugada, sin chaqueta y zapatos rozados-, algo muy poco habitual en un socio de una firma tan aferrada a la tradición. El asociado de antes volvió a aparecer, esta vez con dos carpetas voluminosas. Después de las presentaciones y los triviales comentarios de rigor, tomaron asiento alrededor de la mesa.

El caso que los Payton habían presentado en abril en nombre de la familia del triturador de pasta de madera fallecido había pasado volando por la etapa probatoria extrajudicial. Todavía no había fecha para el juicio y lo más probable era que quedara un año para su celebración. La responsabilidad estaba clara: el conductor del camión que había causado el accidente conducía a demasiada velocidad, al menos superaba en veinte kilómetros por hora el máximo permitido. Contaban con la declaración de dos testigos oculares, que habían aportado datos y el testimonio irrefutable sobre la velocidad y la imprudencia del conductor del camión. En su declaración, el conductor había admitido un largo historial de infracciones de tráfico. Antes de dedicarse a la carretera, había trabajado de fontanero, pero lo habían despedido por fumar hierba en el trabajo. Wes había encontrado como mínimo un par de detenciones por conducir bajo los efectos del alcohol y el conductor creía que podía haber otra, pero no lo recordaba.

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