En resumen, el caso no llegaría a los tribunales: alcanzarían un acuerdo. Cuatro meses después de la aportación de las pruebas, el señor Alan York estaba dispuesto a iniciar las negociaciones. Según él, su cliente, Littun Casualty, tenía ganas de cerrar el asunto.
Wes empezó a describir a la familia, una viuda de treinta y tres años, con estudios secundarios, sin experiencia laboral y madre de tres hijos pequeños. El mayor tenía doce años. Holgaba decir que la pérdida era catastrófica, en todos los sentidos.
Mientras Wes hacía su exposición, York tomaba notas y miraba a Mary Grace. Habían hablado por teléfono, pero no se habían visto nunca. Wes llevaba el caso, pero York sabía que ella no estaba allí únicamente por su cara bonita. Frank Sully, el abogado de Hattiesburg que había contratado Krane Chemical para dar más cuerpo a la defensa, se encontraba entre uno de sus mejores amigos. Sully había sido relegado a un segundo plano por J ared Kurtin y todavía no se había recuperado de aquella ofensa. Le había contado a York muchas historias acerca del juicio Baker y, según Sully, el tándem profesional de los Payton funcionaba mejor cuando era Mary Grace quien se dirigía al jurado. Era dura durante las repreguntas y rápida de reflejos, pero su punto fuerte era conectar con la gente. El alegato final había tenido mucha fuerza, había sido brillante y, obviamente, muy persuasivo.
York llevaba treinta y un años representando a compañías aseguradoras. Ganaba más juicios de los que solía perder, pero también había vivido alguno de esos momentos terribles en que los jurados no veían el caso como él y le habían impuesto indemnizaciones desorbitadas. Era parte de su trabajo. Sin embargo, nunca había estado ni tan siquiera cerca de una sentencia de cuarenta y un millones de dólares. Ya era una leyenda en los círculos jurídicos del estado, y nada mejor para que la leyenda siguiera creciendo que añadirle el componente dramático de los Payton al borde de la quiebra, arriesgándolo todo, casa, despacho, coches, y endeudándose hasta las cejas para hacer frente a un juicio de cuatro meses. Su suerte era bien conocida y discutida en los encuentros en el bar, las partidas de golf y los cócteles. Si confirmaban la sentencia, recibirían grandes honorarios. Si la revocaban, su supervivencia estaba en peligro.
York no pudo menos que admirarlos mientras Wes seguía hablando.
Tras un rápido resumen de los motivos de la responsabilidad, Wes recapituló los daños, añadió una buena cantidad por la despreocupación de la compañía de transporte y dijo: -Creemos que dos millones es un trato justo.
– Hombre, no me extraña -contestó York, fingiendo la típica reacción del abogado conmocionado y consternado: cejas arqueadas con incredulidad, sacudir la cabeza lentamente con perplejidad, la cara entre las manos, apretándose los mofletes, y ceñudo. La sonrisa de postín había desaparecido hacía rato.
Wes y Mary Grace consiguieron aparentar indiferencia, aunque se les había detenido el pulso.
– Para obtener dos millones -dijo York, repasando las anotaciones-, hay que admitir daños punitivos y, honestamente, mi cliente no está dispuesto a pagarlos.
– Ya lo creo que sí-dijo Mary Grace, con frialdad-. Tu cliente pagará lo que el jurado decida que debe pagar.
Aquel tipo de bravatas también formaban parte de la profesión. York las había oído cientos de veces, pero sonaban bastante más contundentes cuando provenían de una mujer que, durante su último juicio, había conseguido una indemnización punitiva extraordinaria.
– Para el juicio queda un año como mínimo -dijo York, mirando a su asociado en busca de confirmación, como si alguien pudiera determinar la fecha de un juicio a tan largo plazo.
El asociado confirmó diligentemente lo que su jefe acababa de decir.
En otras palabras, si esto va a juicio, pasarán meses antes de que recibáis ni un centavo en concepto de honorarios. No es ningún secreto que vuestro pequeño bufete está ahogado por las deudas y que lucha por sobrevivir, y todo el mundo sabe que necesitáis llegar a un acuerdo, y rápido.
– Vuestra clienta no puede esperar tanto -dijo York.
– Te hemos dado una cifra, Alan -dijo Wes-. ¿Tienes una contraoferta?
York cerró la carpeta de golpe y esbozó una sonrisa forzada. -Mirad, esto es -muy sencillo -dijo-. Littun Casualty es muy buena reduciendo las pérdidas y estamos ante un caso perdido. Tengo autorización para llegar hasta un millón, ni un centavo más. Tengo un millón de dólares y mi cliente me advirtió que no volviera pidiéndole más. Un millón de dólares, o lo tomáis o lo dejáis.
El abogado consultor se llevaría la mitad del 30 por ciento del pacto de cuota litis. Los Payton se llevarían la otra mitad. El 15 por ciento eran ciento cincuenta mil dólares, un sueño.
Se miraron, ceñudos, reprimiéndose para no saltar sobre la mesa y cubrir a Alan York de besos. Wes sacudió la cabeza y Mary Grace escribió algo en un cuaderno de hojas amarillas.
– Tenemos que llamar a nuestro cliente -dijo Wes.
– Por supuesto.
York salió disparado de la sala, con su asociado pegado a los talones para no quedarse atrás.
– Bueno -dijo Wes en voz baja, como si pudiera haber micrófonos.
– Estoy intentando no ponerme a gritar.
– No grites, no rías, apretémosle un poquito más.
– Hemos hablado con la señora Nolan -dijo Wes muy serio, cuando York estuvo de vuelta-. Su mínimo aceptable es un millón doscientos.
York lanzó un hondo suspiro~ con los hombros hundidos y cara larga.
– No los tengo, Wes. Te lo digo con franqueza.
– Siempre puedes pedir más. Si tu cliente está dispuesto a pagar un millón, seguro que puede poner doscientos mil más. En un juicio, este caso vale el doble.
– Littun es un hueso duro de roer, Wes.
– Una llamada. lnténtalo. ¿Qué se pierde?
York volvió a salir y diez minutos después irrumpió en la sala con cara de satisfacción.
– ¡Ya lo tenéis! Felicidades.
El acuerdo al que habían llegado los había dejado aturdidos. Las negociaciones solían alargarse durante semanas, incluso meses, mientras ambas partes despotricaban la una de la otra, dramatizaban y se perdían en argucias. Contaban con salir del despacho de York con una idea general de por dónde iban a ir las negociaciones. En cambio, abandonaron el editicio como en las nubes y estuvieron deambulando por las calles del centro de Jackson durante quince minutos sin abrir la boca. Se detuvieron un instante delante del Capitol Grill, un restaurante más famoso por su clientela que por lo que servían. A los miembros de los grupos de presión les gustaba dejarse ver por allí, sentados a la mesa de algún político de peso al que le pagaban la comida. Siempre había sido uno de los locales preferidos por los gobernadores.
¿Por qué no se daban un capricho y comían con los peces gordos?
Sin embargo, al final entraron en un pequeño bar de comida para llevar dos puertas más abajo y pidieron té helado. Ninguno de los dos tenía apetito en esos momentos. Wes por fin se atrevió a comentar lo obvio.
– ¿Acabamos de ganar ciento ochenta mil dólares?
– Ajá -contestó ella, bebiendo un trago de té con una pajita.
– Eso pensaba.
– Hacienda se lleva un tercio -dijo Mary Grace.
– ¿Estás intentando ser aguafiestas?
– No, solo estaba siendo realista.
Escribió la cifra de ciento ochenta mil dólares en una servilleta blanca de papel.
– ¿Ya nos los vamos a gastar? -preguntó Wes.
– No, vamos a dividirlos. ¿Sesenta mil para el fisco?
– Cincuenta.
– Impuestos, estatales y federales. El seguro de los trabajadores, Seguridad Social, desempleo, no sé qué más, pero es un tercio como mínimo.
– Cincuenta y cinco -dijo Wes, y ella escribió sesenta mil.
– ¿Bonificaciones?
– ¿Qué te parece un coche nuevo? -preguntó Wes.