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– ¡No estoy bromeando! -le gritó-. ¡Me iré!

– Ve a buscar dinero -contestó Sheila, abriendo la puerta con brusquedad.

Tres días después, empezó la magistralmente orquestada avalancha. Solo un puñado de personas sabía qué se avecinaba.

Ni el propio Ron Fisk conocía el alcance de su campaña de saturación. Había actuado para las cámaras, se había probado varios trajes, había memorizado el guión, había arrastrado a su familia y a algunos amigos hasta allí, y estaba al tanto del presupuesto, de los gastos en medios de comunicación y de la cuota de mercado de varias cadenas de televisión del sur de Mississippi. En una campaña normal, se habna preocupaao ae cómo financiar un marketing tan caro.

Sin embargo, la máquina que llevaba su nombre tenía muchas piezas que él desconocía.

Los primeros anuncios fueron los blandos, estampas entrañables que abrían las puertas y dejaban entrar a ese joven encantador en los hogares. Ron de boy scout mientras se oía de fondo la voz de un actor mayor y con mucho acento que interpretaba el papel de su jefe de grupo de exploradores: «Uno de los mejores boy scout que hemos tenido nunca. Llegó a Águila en menos de tres años». Ron con una toga en la ceremonia de graduación, un estudiante modélico. Ron, con Doreen y los niños, diciendo: «La familia es nuestro mayor tesoro». Después de treinta segundos, el anuncio acababa con un eslogan leído por una voz profunda y angelical: «Ron Fisk, un juez que comparte nuestros valores».

El segundo anuncio era una sucesión de fotos en blanco y negro, que empezaba con Ron en los escalones de su iglesia, vestido con traje, charlando con su pastor, que contaba: «Ron Fisk fue ordenado diácono de esta iglesia hace doce años». Ron sin la chaqueta, impartiendo catequesis. Ron con la Biblia mientras explica algo a un grupo de adolescentes a la sombra de un árbol. «Demos gracias a Dios por un hombre como Ron Fisk.» Ron y Doreen recibiendo a la gente en la puerta de la iglesia. y el mismo colofón: «Ron Fisk, un juez que comparte nuestros valores».

Ni la más leve insinuación de asuntos conflictivos, no se mencionaba la campaña, no se oía ni un solo insulto, nada que pudiera predecir el giro radical que se avecinaba. Solo se trataba de la encantadora presentación de un joven y sano diácono.

Los anuncios se emitieron en el sur de Mississippi, así como en el centro, ya que Tony Zachary era el que corría con las sumas astronómicas que pedían en Jackson.

El 30 de septiembre era una fecha crucial en el calendario de Barry Rinehart. N o tendrían que informar de las contribuciones que se hicieran en octubre hasta ellO de noviembre, seis días después de las elecciones. Nadie se enteraría hasta que fuera demasiado tarde, del torrente de dinero procedente de fuera del estado que estaba a punto de dejar entrar. Los perdedores se llevarían las manos a la cabeza, pero no podrían hacer mucho más.

El 30 de septiembre, Rinehart y compañía pusieron la directa. Empezaron por la lista de los peces gordos: grupos partidarios de la reforma del sistema de agravios, organizaciones religiosas derechistas, grupos de presión y comités de acción política empresariales, y cientos de organizaciones conservadoras que iban desde la famosa Asociación Americana del Rifle hasta la enigmática Tributación Futura Cero, un pequeño grupo dedicado a abolir Hacienda. Mil ciento cuarenta grupos en los cincuenta estados. Rinehart envió a todos ellos un informe detallado y una petición de una donación inmediata a la campaña de Fisk por un total de dos mil quinientos dólares, el máximo que podía donar una entidad. Su objetivo era llegar a los quinientos mil.

En cuanto a las aportaciones personales, cuyo máximo era cinco mil dólares, Rinehart contaba con una primera lista de miles de ejecutivos y directores de empresa de industrias propensas a recibir las demandas de los abogados litigantes. Las más afectadas de todas eran las aseguradoras, de las cuales preveía obtener un millón de dólares. Carl Trudeau le había proporcionado los nombres de doscientos ejecutivos de compañías controladas por el Trudeau Group, aunque nadie de Krane Chemical firmaría un cheque. Si la campaña de Fisk aceptaba dinero de Krane, entonces seguro que acabarían apareciendo en la primera plana de los periódicos y Fisk se sentiría obligado a retirarse, un desastre que Rinehart ni siquiera estaba dispuesto a considerar.

Esperaba un millón de los hombres de Carl, aunque no iría directamente a la campaña de Fisk. Rinehart derivaría el dinero a las cuentas bancarias de Víctimas Judiciales por la Verdad y la Asociación por el Respeto al Manejo de Armas (ARMA), para mantener sus nombres a salvo de las miradas de periodistas curiosos y para asegurarse de que nadie pudiera relacionar jamás al señor Trudeau con aquellas donaciones.

La segunda lista contenía miles de nombres de donantes con un historial a favor de candidatos afines al empresariado, aunque no con aportaciones de cinco mil dólares. De esa lista esperaba sacar otros quinientos mil.

Tres millones era su objetivo, y dormía muy tranquilo sabiendo que lo alcanzaría.

26

Con la emoción del momento, Huffy había incurrido en un terrible error. La expectativa de un pago considerable junto con la presión constante ejercida por el señor Kirkabrón, le habían llevado a cometer un desliz.

Poco después de que Wes se pasara por allí para prometerle cincuenta mil dólares, Huffy había irrumpido en el gran despacho y, orgulloso, había informado a su jefe de que la deuda de los Payton estaba a punto de reducirse. Cuando recibió la mala noticia dos días después, prefirió no decírselo a nadie.

Después de apenas pegar ojo en una semana, finalmente se obligó a volver a enfrentarse al diablo. Se plantó delante de la gigantesca mesa y tragó saliva.

– Malas noticias, señor.

– ¿Dónde está el dinero? -preguntó el señor Kirkhead.

– No ocurrirá, señor. Al final no llegaron a un acuerdo.

– Vamos a reclamar el pago del préstamo. Hágalo ahora -dijo el señor Kirkabrón, reprimiendo un juramento.

– ¿Qué?.

– Ya me ha oído.

– No podemos hacer eso. Han estado pagando dos mil al mes.

– Maravilloso, con eso no cubren ni los intereses. Exija el pago inmediato del préstamo. Ahora.

– Pero ¿por qué?

– Por un par de razones de nada, Huffy. Uno, llevan sin pagar un año como mínimo, y dos, no tienen garantía. Como banquero, estoy seguro de que entiende estos dos problemillas.

– Pero lo están intentando.

– Exija el pago del préstamo. Hágalo ya, porque si no lo hace, será reasignado o despedido.

– Esto es un escándalo.

– No me importa lo que usted piense.

– Se calmó un poco antes de continuar-. No he tomado yo la decisión, Huffy. Tenemos un nuevo dueño y me han ordenado que exija el pago del préstamo.

– Pero ¿por qué?

Kirkhead descolgó el teléfono y se lo tendió.

– ¿Quiere llamar a Dallas?

– Esto los llevará a la quiebra.

– Llevan mucho tiempo en la quiebra. Ahora podrán hacerlo oficialmente.

– Hijo de puta.

– ¿Me lo dice a mí, hijo?

Huffy miró iracundo la rechoncha y calva cabeza. -No, a usted no, más bien al hijo puta de Dallas.

– Dejémoslo aquí, ¿de acuerdo?

Huffy volvió a su oficina, dio un portazo y estuvo mirando las paredes fijamente durante una hora. Kirkabrón no tardaría en pasarse por allí para ver cómo iba el asunto.

Wes asistía a una declaración, en el centro. Mary Grace estaba en su despacho y fue quien contestó al teléfono.

Admiraba a Huffy por su valentía al prolongarles el crédito más de lo que hubiera hecho cualquier otro, pero el sonido de su voz siempre la ponía nerviosa.

– Buenos días, Tom -lo saludó, cordialmente.

– No son buenos, Mary Grace -contestó-. Son malos, muy malos, peores que nunca.

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