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Como era de esperar, todos tenían opiniones distintas y fundamentadas sobre lo que había que hacer. Nat tuvo que recordarles una y otra vez que todas sus ideas eran caras. Les dejó discutir. Algunos tenían proposiciones sensatas, otras eran radicales. La mayoría daba por sentado que sabían más acerca de las campañas que los demás, y todos asumían que, decidieran lo que decidiesen, la campaña de McCarthy lo acataría de inmediato.

Nat no compartió con ellos algunos rumores que les habrían minado la moral. Un periodista del diario de Biloxi le había llamado esa mañana para hacerle algunas preguntas. Estaba investigando una historia acerca del tema candente del momento, el de los matrimonios entre personas del mismo sexo. Durante la conversación de diez minutos que mantuvieron, le contó a Nat que la mayor cadena de televisión de la costa había reservado un espacio a la campaña de Fisk en horario de mayor audiencia durante las tres semanas restantes por un millón de dólares. Se decía que nunca hasta entonces se había pagado aquella cantidad por un espacio de propaganda electoral.

Un millón de dólares en la costa equivalía a invertir lo mismo, como mínimo, en el resto de mercados.

La noticia era tan preocupante que Nat se planteó si comentárselo a Sheila. En esos momentos se inclinaba por guardárselo para sí y, desde luego, lo que no iba a hacer era compartirlo con los abogados litigantes. Aquellas sumas eran tan pasmosas que podían desmoralizar a Sheila.

El presidente de la ALM, Bobby Neal, al final consiguió acordar un plan, no con poco esfuerzo, que apenas requeriría inversión. Enviaría un correo electrónico urgente a los ochocientos miembros, en el que les detallaría la crítica situación y les solicitaría su colaboración. Se pediría a todos los abogados litigantes que 1) confeccionaran una lista de un mínimo de diez clientes que pudieran permitirse enviar un cheque de cien dólares y estuvieran dispuestos a hacerlo, y 2) que confeccionaran otra lista de clientes y amigos a los que pudiera convencerse para que trabajaran en la campaña, ya fuera yendo de puerta en puerta o para estar en las mesas electorales el día de los comicios. El apoyo de las bases era primordial.

Cuando ya la gente empezaba a dar la reunión por concluida, Willy Benton se puso en pie en uno de los extremos de la mesa y solicitó un momento de atención. Tenía un papel en las manos, escrito por delante y por detrás.

– Es un pagaré, una garantía de una línea de crédito del Gulf Bank de Pascagoula -anunció, y más de un abogado consideró la posibilidad de esconderse debajo de la mesa. Benton era conocido por pensar a lo grande y por el dramatismo de sus intervenciones-o Medio millón de dólares -dijo, lentamente, mientras la cifra resonaba por toda la habitación- a favor de la campaña para la reelección de Sheila McCarthy. Yo ya lo he firmado y voy a pasarlo por la mesa. Somos doce y se necesitan diez firmas para que sea efectivo. Cada uno responderá de cincuenta mil dólares.

Silencio sepulcral. Todos se miraban nerviosos. Algunos ya habían contribuido con más de cincuenta mil dólares, otros con mucho menos. Algunos se gastarían esa misma cantidad en combustible para su avión privado al mes siguiente, otros tenían que vérselas cada dos por tres con sus acreedores. Independientemente del estado de sus cuentas en esos momentos, a todos y cada uno de ellos les entraron ganas de estrangular a ese bastardo.

Benton tendió el pagaré al pobre desgraciado que tenía a su izquierda, uno de los que no tenían avión privado. Por fortuna, ese tipo de situaciones se darían pocas veces a lo largo de su carrera. Si firmaban, serían los tipos duros que no temían abandonarse a la suerte. Si lo pasaban sin firmar, más les valía largarse a casa y dedicarse al negocio de las inmobiliarias.

Firmaron los doce.

28

El nombre del pervertido era Darrel Sackett. La última vez que se le había visto tenía treinta y siete años y estaba en una prisión del condado a la espera de un nuevo juicio, acusado de abuso de menores. Desde luego parecía culpable: frente achatada, mirada inexpresiva, ojos saltones agrandados por unas gafas con cristales de culo de botella, barba irregular de una semana, una gruesa cicatriz en la barbilla… Un rostro que pondría en alerta a un padre o a cualquiera. Pedófilo con largo historial, había sido detenido por primera vez con dieciséis años. A esa primera detención le habían seguido muchas otras y había sido condenado al menos en cuatro ocasiones en cuatro estados diferentes.

Los votantes censados del sur de Mississippi conocieron a Sackett, con su rostro aterrador y sus antecedentes penales, a través de una llamativa publicidad por correo enviada por una nueva organización, esta vez una llamada Víctimas en Rebeldía. La carta de dos páginas era a la vez una biografía de un criminal y un resumen de los terribles errores del sistema judicial.

«¿Por qué está libre este hombre?», decía la carta. Respuesta:

Porque la jueza Sheila McCarthy revocó una condena de dieciséis cargos por abuso de menores. Hacía ocho años que un jurado había condenado a Sackett y el juez lo había sentenciado a cadena perpetua sin libertad condicional. Su abogado -pagado por los contribuyentes- apeló el caso, que llegó al tribunal supremo, donde «Darrel Sackett cayó en los comprensivos brazos de la jueza Sheila McCarthy». McCarthy condenó a los honrados y trabajadores agentes que le habían arrancado una confesión completa. Los reprendió por lo que ella consideraba incorrectos métodos de búsqueda e incautación de pruebas. Arremetió contra el juez que había presidido el juicio, una persona muy respetada y conocida por su mano dura con los delincuentes, por admitir como prueba la confesión y los objetos encontrados en el apartamento de Sackett. (El jurado quedó visiblemente afectado cuando se le obligó a ver el alijo de pornografía infantil de Sackett encontrado por la policía en un registro «legal».) McCarthy aseguró que sentía desprecio por el acusado, pero su excusa fue que no le quedaba más remedio que revocar la sentencia y exigir la repetición del juicio.

Sackett fue trasladado de la prisión estatal a la del condado de Lauderdale, de la que escapó una semana después. No se sabía nada de él desde entonces. Estaba ahí fuera, «un hombre libre», sin duda ejerciendo su violencia contra niños inocentes.

El último párrafo acababa con la habitual perorata contra los jueces liberales. En la letra pequeña se decía que el panfleto contaba con la aprobación de Ron Fisk.

Se habían omitido convenientemente varios hechos relevantes. Primero, que el voto del tribunal fue de ocho a uno a favor de la revocación de la sentencia y de la repetición del juicio. Las diligencias policiales habían sido tan chapuceras que cuatro jueces habían redactado dictámenes concurrentes incluso más duros que el de McCarthy para condenar la confesión forzada y el registro injustificado e inconstitucional. La única opinión disidente había sido la del juez Romano, un insensato que jamás había revocado una sentencia criminal y que en privado juraba no tener intención de hacerlo nunca.

Segundo, Sackett había pasado a mejor vida. Había muerto hacía cuatro años en una reyerta en un bar de Alaska. La noticia de su muerte no había llegado a Mississippi y cuando se archivó su expediente en el condado de Lauderdale, no hubo ningún periodista presente que diera fe de ello. Gracias a su investigación exhaustiva, Barry Rinehart sabía la verdad, aunque no Importara.

La campaña de Fisk estaba por encima de la verdad. El candidato estaba demasiado ocupado para preocuparse por los detalles y había depositado toda su confianza en Tony Zachary. La campaña se había convertido en una cruzada, una llamada de las alturas, y si algunos hechos se tergiversaban ligeramente o incluso se pasaban por alto, estaba justificado por la importancia de su candidatura. Además, se trataba de política, un mundo donde todo valía, y si algo sabían era que el otro bando tampoco estaba jugando limpio.

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