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La verdad nunca había detenido a Barry Rinehart. Lo único que le preocupaba era que pillaran sus mentiras. La historia era más impactante si un loco como Darrel Sackett estaba ahí fuera, suelto, vivito y coleando y dedicándose a sus indecentes hazañas. Un Sackett muerto era una idea reconfortante, pero Rinehart prefería el poder del miedo. Además, sabía que McCarthy no podía contraatacar. Había revocado la condena, así de sencillo. Cualquier intento por explicar sus razones sería inútil en un mundo de anuncios de treinta segundos y citas cortas con gancho.

Después del impacto del anuncio, a McCarthy solo le quedaría intentar borrar a Sackett de su mente.

Sin embargo, después del impacto, se sintió obligada a revisar el caso. Vio el anuncio en internet, en la página de Víctimas en Rebeldía, después de recibir una llamada desesperada de Nat Lester. Paul, su letrado, encontró el caso y lo leyeron en silencio. Sheila lo recordaba vagamente. En los ocho años que habían pasado desde entonces, había leído cientos de escritos y redactado cientos de dictámenes.

– Hiciste lo que había que hacer--dijo Paul, cuando acabó.

– Sí, pero ¿por qué ahora parece una terrible equivocación? -dijo ella.

Había estado trabajando duro y tenía la mesa llena de libretas de media docena de casos. Estaba aturdida, desconcertada. Paul no contestó.

– Me pregunto qué será lo siguiente -dijo Sheila, cerrando los ojos.

– Seguramente un caso de pena de muerte, y volverán a escogerlo con sumo cuidado.

– Gracias. ¿Algo más?

– Por supuesto. Hay un montón de material en estos libros. Eres jueza. Cada vez que tomas una decisión, alguien pierde. A estos tipos no les importa la verdad, por eso pueden hacer que todo suene mal.

– Calla, por favor.

Los primeros anuncios de la jueza McCarthy lograron contrarrestar los ataques hasta cierto punto. Nat decidió estrenarse con uno directo en el que se veía a McCarthy con una toga negra, sentada en el estrado, sonriendo con seriedad a la cámara. Sheila hablaba de su experiencia: ocho años en el juzgado del condado de Harrison, nueve años en el tribunal supremo. Odiaba darse ella misma palmaditas en la espalda, pero en los últimos cinco años había recibido en dos ocasiones el mayor reconocimiento que la revisión anual de la judicatura concedía entre todos los jueces de los tribunales de apelación. No era liberal, ni tampoco conservadora. No quería que la etiquetaran. Su responsabilidad consistía únicamente en hacer respetar las leyes de Mississippi, no en redactarlas. Los mejores jueces son aquellos que no se ciñen a ninguna agenda, los que no tienen ideas preconcebidas acerca de sus dictámenes. Los mejores jueces son aquellos con experiencia. Ninguno de sus oponentes había presidido un juicio, ni había emitido una sentencia, ni había estudiado informes complejos, ni había escuchado exposiciones orales, ni había redactado un dictamen final. Hasta el momento, ninguno de sus oponentes había mostrado el más mínimo interés en ser juez. Sin embargo, estaban pidiendo a los votantes que los colocaran en la cima de la carrera judicial. Terminaba diciendo, con una sonrisa: «El gobernador me nombró hace nueve años para este cargo y luego fui reelegida por ustedes, el pueblo. Soy jueza, no política, y no dispongo del dinero que algunos están destinando a comprar el cargo. Les pido a ustedes, los votantes, que contribuyan a hacer comprender al gran capital que los cargos del tribunal supremo de Mississippi no se compran. Gracias».

Nat invirtió muy poco dinero en las cadenas de J ackson y bastante más en las de la costa. McCarthy no podría emitir jamás una campaña de saturación como la de Fisk. Nat calculaba que Fisk y los ricachones que lo respaldaban estaban gastando unos doscientos mil dólares a la semana solo en anuncios en contra del matrimonio entre homosexuales.

La primera tanda de Sheila ascendía a la mitad más o menos, y la respuesta fue poco entusiasta. Su coordinador en el condado de Jackson lo tachó de «poco creativo». Un efusivo abogado litigante, experto sin duda en todo lo relacionado con la política, les envió un correo electrónico furibundo en el que arremetía contra Nat por haber sido tan blando. Había que pagarles con la misma moneda y responder al ataque con más de lo mismo. Le recordó a Nat que su bufete había contribuido con treinta mil dólares y que estaba planteándose no volver a enviar ni un centavo hasta que McCarthy sacara las garras.

El anuncio pareció gustar a las mujeres. Los hombres tueron más críticos. Después de leer unos cuantos correos más, Nat comprendió que estaba malgastando sus energías.

Hacía tiempo que Barry Rinehart esperaba con impaciencia los anuncios televisivos de los estrategas de McCarthy. Cuando por fin vio el primero, no pudo reprimir una carcajada. Menuda campaña: anticuada, pasada de moda, un patético intento; juez con toga negra, en el tribunal, gruesos tomos de Derecho de apoyo, incluso un mazo por si acaso. Ella parecía sincera, pero era jueza y no tenía presencia ante una cámara. Movía los ojos siguiendo el teleprompter y tenía el cuello tan rígido como un ciervo sorprendido por unos faros.

Era una respuesta débil, pero había que contraatacar. Había que enterrarla. Rinehart buceó en su video grafía, su arsenal, y escogió la siguiente granada.

Diez horas después de que McCarthy empezara a emitir su anuncio, el impacto de la bomba la lanzó lejos del televisor. El ataque publicitario dejó atónito hasta al más hastiado adicto a la política. Empezaba con el violento restallido de un disparo de rifle seguido por una fotografía en blanco y negro de la jueza McCarthy, sacada de la página web oficial del tribunal. A continuación se oía una voz poderosa y sarcástica que decía: «A la jueza Sheila McCarthy no le gustan los cazadores. Hace siete años escribió: "Los cazadores de este estado tienen un historial lamentable en cuestiones de seguridad"». La cita aparecía sobreimpresa en su cara. Luego iba otra foto, extraída de un periódico, en la que Sheila estrechaba manos en un mitin. La voz proseguía: «y a la jueza McCarthy no le gusta la gente que posee armas. Hace cinco años escribió: "Es de esperar que el incansable lobby de las armas cargue contra cualquier ley que de algún modo restringiera su uso en zonas vulnerables. Por sensata que fuera la ley propuesta, el lobby de las armas se ensañaría con ella"». Esta cita también apareció en la pantalla, sobreimpresa, palabra por palabra. Luego se oyeron más disparos, esta vez dirigidos a un cielo azul. A continuación aparecía Ron Fisk, pertinentemente ataviado como cazador que era. Bajaba el rifle y se dirigía a los votantes unos segundos para rememorar los momentos que había pasado cazando en aquel bosque con su abuelo, de niño, y para hablar del amor por la naturaleza y prometerles que protegería los sacrosantos derechos de los cazadores y de los que poseían armas. El anuncio terminaba con una imagen de Ron paseando por la linde del bosque seguido por una jauría de perros retozones.

Al final del anuncio se pasaban rápidamente los créditos, en letra pequeña, donde aparecía una organización llamada Asociación por el Respeto al Manejo de Armas (ARMA).

¿Qué había de verdad en todo ello? El primer caso que se mencionaba en el anuncio estaba relacionado con la muerte accidental de un cazador de ciervos. La viuda había demandado al hombre que le había disparado, a lo que había seguido un juicio muy desagradable. El jurado del condado de Calhoun la había indemnizado con seiscientos mil dólares, la mayor cantidad concedida en ese tribunal. El juicio fue tan sórdido como un divorcio, y se alegaron problemas con el alcohol, la marihuana y mal comportamiento. Ambos hombres eran miembros de una asociación de caza y llevaban una semana en el campamento. Durante el juicio, una de las cuestiones polémicas fue la seguridad, y se citó a varios expertos para que testificaran sobre las leyes relacionadas con las armas y la instrucción del cazador. Aunque las pruebas fueron acaloradamente discutidas, según las actas del juicio parecía que el grueso de los testimonios demostraba que, en cuanto a seguridad, el estado iba a la zaga de otros.

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