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Hacia el mediodía del viernes, Barry Rinehart había consolidado lo suficiente los resultados de sus encuestas como para llamar tranquilo al señor Trudeau. Fisk iba siete puntos por delante y parecía haber recuperado ímpetu. Además, Barry no tenía escrúpulos para redondear los números ligeramente y hacer que el gran hombre se sintiera mejor. De todos modos, llevaba mintiendo toda la semana. El señor Trudeau jamás sabría que habían estado a punto de perder una ventaja de dieciséis puntos.

– Vamos diez puntos por delante -dijo Barry, sin vacilar, desde su suite del hotel.

– Entonces, ¿ya está?

– No sé de ninguna elección en la que el candidato favorito haya perdido diez puntos en la última semana. Además, con todo el dinero que estamos invirtiendo en los medios de comunicación, creo que ganaremos.

– Buen trabajo, Barry -dijo Carl, y cerró la tapa del móvil.

Mientras Wall Street esperaba la noticia de la presentación de la solicitud de incoación de procedimiento concursal de Krane Chemical, Carl Trudeau compró cinco millones de acciones de la compañía mediante una transacción privada. El vendedor era un administrador de fondos que se encargaba de una cartera de acciones para la jubilación de los empleados públicos de Minnesota. Carl había estado vigilando las acciones durante meses, y el administrador de fondos por fin se había convencido de que Krane estaba desesperado. Se deshizo de los valores por once dólares la acción y se consideró afortunado.

Carl lanzó un plan para comprar otros cinco millones de acciones tan pronto abriera el mercado. La identidad del comprador no se desvelaría hasta diez días después, cuando tuviera que rendir cuentas ante la SEC, la comisión de vigilancia y control del mercado de valores.

Para entonces las elecciones ya habrían acabado.

En el año que había pasado desde el veredicto, había incrementado su participación en la compañía de manera secreta y metódica. Mediante fundaciones en el exterior, bancos panameños' dos compañías fantasma con sede en Singapur y el experto asesoramiento de un banquero suizo, en estos momentos el Trudeau Group poseía el 60 por ciento de Krane. La súbita incorporación de diez millones de acciones más convertiría a Carl en dueño del 77 por ciento.

A las dos y media del mediodía del viernes, Krane publicó un breve comunicado en la prensa en el que anunciaba que «se ha pospuesto indefinidamente la incoación de procedimiento concursal».

Barry Rinehart no seguía las noticias de Wall Street y los asuntos financieros de Krane Chemical no le interesaban lo más mínimo. Tenía cerca de tres docenas de cuestiones importantes de las que preocuparse durante las siguientes setenta y dos horas y no podía dejar nada al azar. Sin embargo, después de cinco días en la suite del hotel, necesitaba moverse.

Con Tony al volante, salieron de Jackson y fueron a Hattiesburg, donde Barry realizó una rápida visita por los lugares más importantes: los juzgados del condado de Forrest -donde se leyó el veredicto que lo empezó todo-, el centro comercial medio abandonado que los Payton llamaban su despacho -con Kenny's Karate a un lado y una licorería al otro- y un par de urbanizaciones donde los carteles de Ron Fisk duplicaban a los de Sheila McCarthy. Cenaron en un restaurante del centro llamado 206 Front Street y a las siete aparcaron junto al Red Green Coliseum, en el campus de la Universidad de Mississippi. Estuvieron en el coche durante media hora observando cómo llegaba la gente en furgonetas, autobuses escolares reconvertidos para la ocasión y autocares de primera calidad, todos con el nombre de su iglesia pintado con trazos vigorosos en los laterales. Venían de Purvis, Poplarville, Lumberton, Bowmore, Collins, Mount Olive, Brooklyn y Sand Hill.

– Algunas de esas poblaciones están a una hora de aquí -dijo Tony, satisfecho.

Los feligreses llegaban a raudales a los aparcamientos que rodeaban el coliseo y se apresuraban a entrar. Muchos llevaban carteles idénticos, azules y blancos, donde se leía: «Salvemos la familia».

– ¿De dónde has sacado esos carteles? -preguntó Tony.

– De Vietnam.

– ¿Vietnam?

– Los conseguí por un dólar con diez, cincuenta mil en total. La compañía china pedía un dólar con treinta.

– No está mal saber que algo ahorramos.

A las siete y media, Rinehart y Zachary entraron en el coliseo y se abrieron paso hasta los asientos de la ultimísima fila, tan lejos como les fuera posible de la multitud exaltada que quedaba abajo. El escenario estaba situado en uno de los extremos, con unas enormes pancartas de «Salvemos la familia» colgadas detrás. Un cuarteto de gospel muy conocido, cuyos miembros eran todos blancos (a cuatro mil quinientos dólares la noche, quince mil por un fin de semana), animaban el ambiente. La pista estaba cubierta de perfectas hileras de sillas plegables, miles de ellas, ocupadas por personas de un humor excelente.

– ¿De cuánto es el aforo? -preguntó Barry.

– Ocho mil para un partido de baloncesto -dijo Tony, mirando a su alrededor. Varias gradas detrás del escenario estaban vacías-. Con las sillas de la pista, yo diría que se acerca a nueve mil.

Barry pareció satisfecho.

El maestro de ceremonias era un predicador del lugar, que consiguió que los asistentes guardaran silencio con una larga oración, hacia el final de la cual muchos de los feligreses empezaron a levantar las manos, como si quisieran tocar el cielo. Se alzó un audible murmullo durante el fervoroso rezo. Barry y Tony se limitaban a observar, complacidos en su aptitud pasiva.

El cuarteto volvió a enardecer los ánimos con otra canción y, a continuación, un grupo de gospel integrado por componentes negros (a quinientos dólares la noche) hizo vibrar al público con una animada interpretación de «Born to Worship». El primer orador era Walter Utley, de la Alianza de la Familia Americana de Washington, y, al verlo en el estrado, Tony recordó la primera reunión que habían tenido hacía diez meses, cuando Ron Fisk hizo la ronda. Parecía que hubieran pasado años. Utley no era un predicador, ni tampoco un buen orador. Aburrió a los asistentes con una lista aterradora de todos los males que se estaban proponiendo en Washington. Despotricó contra los tribunales, los políticos y otras malas personas. Cuando terminó, la gente aplaudió y enarboló los carteles.

Más música. Otra oración. La estrella del mitin era David Wilfong, un activista cristiano que siempre se las arreglaba para aparecer en todas las tertulias de importancia relacionadas con Dios. Veinte millones de personas escuchaban su programa de radio a diario. Muchas le enviaban dinero. Muchas compraban sus libros y cintas. Era un pastor culto, de voz imperativa y vibrante, que en cinco minutos consiguió que los asistentes lo ovacionaran de pie. Condenó la inmoralidad de cualquier tipo, pero se guardó la artillería pesada para los gays y las lesbianas que querían casarse. La gente no podía permanecer en su asiento o en silencio. Aquella era su oportunidad de expresar verbalmente su postura contraria y de hacerlo de manera muy pública. Cada tres frases, Wilfong tenía que esperar a que cesaran los aplausos.

Iba a cobrar cincuenta mil dólares por el fin de semana, dinero que se había originado meses atrás en algún lugar de los misteriosos abismos del Trudeau Group, aunque nadie podría seguirle la pista.

Tras veinte minutos de actuación, Wilfong se detuvo para hacer una presentación especial. Cuando Ron y Doreen Fisk subieron al escenario, el recinto pareció a punto de hundirse. Ron habló cinco minutos. Les pidió que fueran a votar el martes y que rezaran. Doreen y él se acercaron al borde del escenario acompañados de una rotunda ovación, con todo el mundo en pie. Saludaron y agitaron los puños en señal de victoria, y luego se pasearon hasta el otro lado del escenario mientras la gente pateaba el suelo con los pies.

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