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– Quedamos a las nueve de la mañana, ¿verdad? -preguntó Rosenthal, cinco minutos antes de la hora convenida.

Todo el mundo estuvo de acuerdo en que las nueve era la hora mágica. Esperaron, y el tiempo de repente empezó a pasar más despacio.

A las nueve y dos minutos, Frank Sully, el asesor local de Krane, entró en la sala tímidamente, como si estuviera avergonzado.

– Mi cliente ha decidido suspender las negociaciones hasta próximo aviso. Siento mucho las molestias -anunció.

– ¿Dónde está Jared Kurtin? -preguntó el juez Rosenthal.

– Ahora mismo vuela hacia Atlanta.

– ¿Cuándo tomó esa decisión vuestro cliente?

– No lo sé. Se me ha informado hace una hora. Lo siento mucho, juez. Por favor, acepten mis disculpas.

La sala pareció ladearse al tiempo que una de sus partes se hundía bajo el peso del repentino giro de los acontecimientos. Los abogados, que estaban emocionados ante la posibilidad de llevarse su trozo del pastel, dejaron caer sus plumas y se miraron boquiabiertos los unos a los otros, sin saber qué decir. Se oyeron profundos suspiros y juramentos apenas musitados. Muchos quedaron vencidos de hombros. Le hubieran arrojado algo a Sully, pero no era más que un tipo del lugar y hacía tiempo que sabían que no tenía ninguna clase de influencia.

F.Clyde Hardin se limpió el sudor de la cara húmeda e hizo grandes esfuerzos para no vomitar.

De repente todo el mundo tenía prisa por irse, por salir.

Era desesperante estar allí sentado y mirar las sillas vacías, sillas que habían ocupado hombres que podrían haberlos hecho ricos. Los abogados litigantes recogieron sus pilas de papeles sin perder tiempo, volvieron a llenar sus maletines y se despidieron con un brusco adiós.

Wes y Mary Grace no abrieron la boca durante el trayecto de vuelta a casa.

31

El lunes por la mañana, The Wall Street Journal publicó la noticia de la ruptura de las negociaciones de Hattiesburg. El artículo, en la segunda página del diario, estaba firmado por un periodista que aseguraba contar con fuentes fiables dentro de Krane Chemical y que, además, culpaba a los abogados de los demandantes. «Sus exigencias eran muy poco realistas. N osotros acudimos de buena fe y no llegamos a ninguna parte.» Otra fuente anónima añadía: «No hay nada que hacer. Por culpa de la indemnización, todos los abogados creen que su caso vale cuarenta millones de dólares». El señor Watts, ejecutivo de Krane, decía: «Estamos muy decepcionados. Queríamos dejar el litigio atrás y seguir adelante. Ahora nuestro futuro es incierto».

Carl Trudeau leyó el artículo en internet a las cuatro y media de la mañana, en su ático. Se echó a reír y se frotó las manos en previsión de una semana muy provechosa.

Wes estuvo llamando a Jared Kurtin toda la mañana, pero don importante estaba de viaje y no se le podía localizar. El móvil tenía conectado el buzón de voz. La secretaria acabó mostrándose bastante grosera, pero Wes había hecho otro tanto. Mary Grace y él dudaban que las desmedidas exigencias de Sterling Bintz hubieran ahuyentado a Jared Kurtin. En términos relativos, cualquier acuerdo factible tendría que considerar esos tremta mIllones de dólares como una tracCIón de la cantidad final.

En Bowmore, la noticia fue recibida como una nueva plaga.

En las oficinas generales de campaña de McCarthy, N at Lester había trabajado toda la noche y todavía seguía conectado cuando Sheila llegó a las ocho y media, su hora habitual. Nat había enviado el reportaje del Times por correo electrónico a todos los periódicos del distrito y estaba llamando a directores de diarios y periodistas cuando ella entró con una sonrisa descansada y pidió un zumo de piña.

– jTenemos a esos payasos comiendo de la mano! -anunció Nat, alborozado-. Se han pillado los dedos con sus sucios

Jueguecltos.

– Felicidades. Es magnífico.

– Enviaremos los artículos y el reportaje del Times a todos los votantes censados.

– ¿Cuánto cuesta eso?

– ¿Y qué más da? A una semana de las elecciones, no podemos andarnos regateando. ¿Estás lista?

– Salgo en una hora.

Los siguientes siete días la llevarían a realizar treinta y cuatro paradas en veinte condados, y todo gracias al King Air que les había prestado uno de los abogados litigantes y a un pequeño jet de otro. Nat había organizado el desembarco, que se orquestaría con la ayuda de maestros de escuela, dirigentes sindicales, líderes de la comunidad negra y, por descontado, abogados litigantes. Sheila no volvería a Jackson hasta poco antes de las elecciones. Durante la campaña, la última tanda de anuncios televisivos inundaría el distrito.

Sus fondos para la campaña se quedarían a cero en el momento del recuento de votos. Sheila rezaba para que, al menos, no hubiera deudas.

Finalmente, Ron Fisk salió de casa el lunes por la mañana, aunque en vez de realizar el trayecto habitual hasta la oficina, Doreen y él viajaron a Jackson, a las oficinas de Visión Judicial para mantener una nueva, larga y estresante reunión con Tony Zachary. La tarde del domingo, habían estado cuatro horas intentando decidir cómo salir de aquella pesadilla, guarecidos en el hogar de los Fisk, y no habían sacado nada en claro. Ron había suspendido todas las actividades de campaña hasta que pudiera limpiar su buen nombre. Había despedido a Tony al menos en cuatro ocasiones, pero seguían en contacto.

A lo largo del día, y ya entrada la noche del domingo, Tedford, en Atlanta, había estado realizando encuestas sin parar y hacia el mediodía del lunes obtuvieron algunos resultados. A pesar del vapuleo de las críticas, Ron Fisk seguía tres puntos por delante de Sheila McCarthy. La cuestión del matrimonio entre homosexuales había hecho mella en los votantes, la mayoría de los cuales seguían decantándose por el candidato más conservador.

Ron ya no sabía si podía confiar en la gente que trabajaba en su campaña, pero la nueva encuesta consiguió levantarle algo el ánimo.

– Ya lo tienes ganado, Ron -no dejaba de repetir Tony-, no lo eches a perder.

Al final llegaron a un acuerdo, y Ron insistió en dejarlo por escrito, como si hubieran negociado un contrato. Primero, Ron seguiría en la carrera electoral. Segundo, Tony conservaría su puesto como director de campaña. Tercero, Ron se reuniría con los directores de los periódicos, admitiría sus errores y les prometería unas elecciones limpias durante los ocho días que quedaban. Cuarto, no habría propaganda de ningún tipo, ni anuncios televisivos, ni publicidad por correo, ni anuncios de radio, nada que no recibiera previamente el visto bueno de Ron.

Una vez restablecida su amistad, disfrutaron de una comida rápida en el Cápitol Grill y luego Ron y Doreen volvieron a casa. Estaban orgullosos de no haber cedido terreno y ansiosos por retomar la campaña. Ya olían la victoria.

Barry Rinehart llegó a Jackson el mediodía del lunes y estableció su base en la suite más grande de un hotel del centro. No se iría de Mississippi hasta después de los comicios.

Esperó impaciente a que Tony llegara con la noticia de que todavía tenían un candidato en las elecciones. Para un hombre que se vanagloriaba de mantener la calma por mucha presión a la que estuviera sometido, las últimas veinticuatro horas habían puesto a prueba sus nervios de acero. Barry apenas había dormido. Si Fisk se retiraba, la carrera de Rinehart no se vería gravemente afectada, sino arruinada por completo.

Tony entró en la suite con una amplia sonrisa y ambos por fin rieron. Poco después repasaban los espacios reservados de publicidad y sus planes para seguir anunciándose. Contaban con el dinero para saturar el distrito con anuncios televisivos, y si el señor Fisk solo quería los positivos, que así fuera.

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