El cansancio se apoderó de ellos y pospusieron la conversación. Ron y Doreen recogieron las voluminosas carpetas y se despidieron. Regresaron a casa en silencio, aunque bastante tranquilos. Cuando atravesaron el desierto centro de Brookhaven, habían vuelto a recuperar la emoción ante el reto que tenían por delante.
Su señoría Ronald M. Fisk, juez del tribunal supremo del estado de Mississippi.
16
La jueza McCarthy entró despreocupadamente en su despacho a última hora de la mañana del sábado y lo encontró desierto. Dio un rápido repaso al correo mientras encendía el ordenador. Una vez conectada, revisó su cuenta oficial de correo electrónico, donde recibía la habitual correspondencia judicial, y su dirección personal, donde le había llegado un mensaje de su hija en el que esta le confirmaba la hora de la cena de esa noche en su casa, en Biloxi. También tenía mensajes de dos hombres, uno con el que había estado saliendo y otro con quien tal vez podría hacerlo.
Se había puesto unos vaqueros, unas zapatillas deportivas y una chaqueta de montar de tweed marrón que su ex marido le había regalado hacía años. Los fines de semana no había normas en el vestir, porque por allí solo aparecían los letrados.
El suyo, Paul, apareció de la nada sin hacer ruido. -Buenos días -la saludó.
– ¿Qué haces tú aquí? -le preguntó.
– Lo de siempre, repasar expedientes.
– ¿Algo interesante?
– No. -Le lanzó una revista sobre el escritorio-. Este está de camino. Podría ser divertido.
– ¿Qué es?
– El gran veredicto del condado del Cáncer. Cuarenta y un millones de dólares. Bowmore.
– Ah, sí -dijo ella, recogiendo la revista.
Todos los abogados y jueces del estado aseguraban que conocían a alguien que sabía algo sobre el caso Baker. Los medios de comunicación le habían concedido una amplia difusión, tanto durante el proceso como, sobre todo, después de la sentencia. Paul y los demás letrados solían comentarlo. Lo seguían con atención, anticipándose a la llegada de los escritos de apelación con varios meses de antelación.
El artículo informaba sobre todo lo relacionado con el lugar de los vertidos, Bowmore, y el litigio que siguió. Había fotos de la pequeña ciudad, medio deshabitada y con las ventanas de las casas tapadas con tablas; fotos de Mary Grace contemplando la valla de alambre de cuchillas que rodeaba la planta de Krane y sentada con Jeannette Baker a la sombra de un árbol, cada una de ellas con una botella de agua; fotos de una veintena de las supuestas víctimas: negros, blancos, niños y ancianos. Sin embargo, el personaje principal era Mary Grace y su importancia crecía a medida que el artículo avanzaba. Era su caso, su causa. Bowmore era su pueblo y sus amigos estaban muriendo.
Sheila terminó de leerlo y de repente le aburrió estar allí.
Tardaría tres horas en llegar a Biloxi. Salió del tribunal sin toparse con nadie más y puso rumbo hacia el sur, sin ninguna prisa. Se detuvo a repostar en Hattiesburg y, llevada por un impulso, torció hacia el este, con una repentina curiosidad por el condado del Cáncer.
Cuando le correspondía presidir un juicio, la jueza McCarthy solía pasear por la escena del suceso para echar por sí misma un vistazo furtivo al lugar. Los detalles imprecisos acerca de la colisión de un camión cisterna en un puente muy transitado se esclarecieron después de pasarse una hora en dicho puente, sola, de noche, a la misma hora en que se había producido el accidente. En un caso de asesinato, desestimó la alegación de defensa propia del acusado después de aventurarse en el callejón donde había sido descubierto el cadáver. La luz se proyectaba con fuerza a través de una de las ventanas de un almacén e iluminaba la escena. Durante el juicio por una muerte en un paso a nivel, condujo por aquella carretera de noche y de día, se detuvo en un par de ocasiones para dejar pasar a los trenes y acabó convencida de que toda la culpa recaía en el conductor. Opiniones que se guardaba para ella, por descontado. El jurado era el juez de hecho, no el magistrado, pero una extraña curiosidad solía atraerla a la escena donde se había cometido el crimen. Quería saber la verdad.
Bowmore era un lugar tan inhóspito como describía el artículo. Aparcó detrás de una iglesia, a dos manzanas de la calle principal, y bajó a dar un paseo. Era muy poco probable que hubiera otro BMW descapotable rojo en el pueblo y lo último que deseaba era llamar la atención.
Tanto el tráfico como el comercio languidecían para ser sábado. La mitad de los escaparates estaban cubiertos con tablones y solo unos cuantos de los que sobrevivían estaban abiertos. Una farmacia, un economato y otros cuantos comercios menores. Se detuvo en el despacho de F. Clyde Hardin amp; Associates. Recordaba que el artículo lo mencionaba.
Igual que el Babe's Coffee Shop, donde Sheila se sentó en un taburete de la barra con la esperanza de enterarse de algo sobre el caso. No la defraudaron.
Casi eran las dos de la tarde y no había nadie en la barra.
Dos mecánicos del taller de Chevrolet comían en uno de los reservados de enfrente. La cafetería era un lugar muy tranquilo, polvoriento, necesitado de una capa de pintura y un suelo nuevo y daba la impresión de no haber cambiado en décadas. Las paredes estaban cubiertas con calendarios de fútbol americano que se remontaban a 1961, fotos de promoción, artículos de periódicos viejos y todo lo que a cualquiera le apeteciera colgar. Un enorme cartel anunciaba: «Solo usamos agua embotellada».
Babe apareció al otro lado del mostrador.
– ¿ Qué le pongo, querida? -le preguntó, cordialmente. Llevaba un uniforme blanco almidonado, un delantal inmaculado de color burdeos con su nombre «Babe» bordado en rosa y calcetines y zapatos blancos, como si acabara de salir de una película de los años cincuenta. Seguramente estaba allí desde entonces, aunque llevaba el cabello cardado teñido de un color muy intenso, que casi combinaba con el delantal. En los ojos tenía arrugas de fumadora, aunque los pequeños surcos no eran rival para la espesa capa de maquillaje con que Babe se embadurnaba cada mañana.
– Solo un agua -dijo Sheila.
Le intrigaba lo del agua. Babe realizaba casi todas sus tareas mientras miraba tristemente la calle a través de los enormes ventanales.
– No es de por aquí -dijo, sacando un botellín.
– Estoy de paso -contestó Sheila-. Tengo unos parientes en el condado de Jones.
Y era cierto, tenía una tía lejana, que tal vez todavía estuviera viva, que siempre había vivido en el condado de Jones.
Babe colocó delante de ella un botellín de agua con la sencilla etiqueta de «Embotellada para Bowmore» y le explicó que también tenía parientes en el condado de Jones. Antes de que se adentraran en su árbol genealógico, Sheila se apresuró a cambiar de tema. De un modo u otro, todo el mundo está emparentado en Mississippi.
– ¿Qué es esto? -preguntó, señalando el botellín.
– Agua -contestó Babe, con una mirada sorprendida.
Sheila lo miró más de cerca, permitiendo que Babe llevara el peso de la conversación-o Toda el agua en Bowmore está embotellada. La traen en camiones desde Hattiesburg. No se puede beber la que sacan con las bombas de por aquí, está contaminada. ¿De dónde es?
– De la costa.
– ¿No ha oído hablar del agua de Bowmore?
– Lo siento. -Sheila desenroscó el tapón y le dio un trago-. Sabe a agua -dijo.
– Debería probar la otra.
– ¿Qué le pasa a la otra?
– Dios bendito, querida -exclamó Babe, y miró a su alrededor para ver si alguien más había oído aquella pregunta tan sorprendente. No había nadie más, así que Babe abrió un refresco bajo en calorías y se acercó furtivamente a ella-. ¿No ha oído hablar del condado del Cáncer?
– No.
Volvió a mirarla con incredulidad.