Los abogados de Aaron habían dictaminado que el zamparrastrojos tenía quince años de antigüedad y no estaba equipado con cubiertas laterales, ni con cubiertas que impidieran el salto de la broza, ni con ningún otro dispositivo de seguridad que gran parte de la industria llevaba utilizando en los últimos treinta años. Los demandaron. Un jurado del condado de DeSato indemnizó a Aaron con setecientos cincuenta mil dólares. Después, el juez aumentó la indemnización para que incluyera también los gastos médicos y dictaminó que si el jurado había encontrado responsabilidad, entonces Aaron debía tener derecho a una cantidad mayor por daños.
El tribunal supremo se enfrentaba con varias opciones: 1) confirmar la sentencia del jurado e indemnizar al niño con setecientos cincuenta mil dólares; 2) confirmar la indemnización aumentada por el juez a tres millones cien mil dólares; 3) desestimar la presunción de responsabilidad o daños y devolverlo a un juzgado de primera instancia para que volviera a celebrarse el juicio; o 4) revocar la sentencia y desestimar el caso. La responsabilidad parecía clara, de modo que solo había que discutir la cantidad de dinero.
El caso se asignó al juez McElwayne. Su primera opinión coincidía con el juez que había presidido el caso y abogaba por aumentar la indemnización. De hecho, si hubiera podido, habría propuesto una cantidad aún mayor. No había suma suficiente que pudiera compensar al niño por el dolor insufrible que había soportado y que tendría que soportar en el futuro. Ni tampoco indemnización suficiente que subsanara una futura fuente de ingresos. La criatura, que solo iba de la mano de su madre, había quedado incapacitada de por vida por una máquina inherentemente peligrosa que había sido fabricada sin la debida atención a las normas de seguridad.
El juez Romano del distrito central era de otra opinión.
Hasta la fecha no se había enfrentado a una indemnización cuantiosa contra la que no pudiera arremeter, pero esta le suponía un reto. Decidió que el zamparrastrojos no tenía ningún defecto de diseño y que había sido montado debidamente en la fábrica, pero que a lo largo de los años sus múltiples dueños habían ido retirando los dispositivos de seguridad pertinentes. De hecho, la cadena de propiedad no quedaba clara. Esa es una de las características de aparatos como las desbrozadoras. No son máquinas limpias y seguras, sino que están diseñadas para realizar una tarea: cortar la maleza y la broza mediante una serie de hojas afiladas que rotan a gran velocidad. Son máquinas extremadamente peligrosas, pero, sin embargo, eficaces y necesarias.
El juez McElwayne acabó obteniendo tres votos. El juez Romano presionó a sus colegas durante varias semanas hasta obtener otros tres. Una vez más el chico nuevo tendría la última palabra.
El juez Fisk estuvo batallando con el caso. Leyó los escritos poco después de haber jurado su cargo y cambiaba de opinión de un día para otro. Estaba de acuerdo en que el fabricante podía esperar que su aparato acabara modificado con el tiempo, sobre todo tratándose de algo tan, en principio, peligroso como una desbrozadora. Sin embargo, no quedaba suficientemente claro si el fabricante había cumplido con todas las normas federales en la fábrica. Ron sentía gran simpatía hacia el niño, pero no iba a permitir que sus sentimientos se convirtieran en un factor de decisión.
Por otro lado, en su programa electoral había defendido la limitación de la responsabilidad. Había recibido los ataques de los abogados litigantes y el apoyo de la gente a la que a estos les encantaba demandar.
El tribunal esperaba, necesitaba una decisión. Ron había dado tantos virajes de ciento ochenta grados que acabó mareado. Cuando por fin emitió su voto a favor de Romano, perdió el apetito y se fue pronto a casa.
El juez McElwayne revisó la opinión de Fisk y expresó su manifiesta dIsconformIdad acusando a la mayoría de reescribir los hechos, de cambiar los estándares legales y de burlarse del proceso judicial en un intento de imponer su visión para reformar el vigente sistema de agravios. Varios de los jueces que formaban la mayoría contraatacaron -Ron no-, y cuando por fin se hizo público el dictamen, este revelaba más sobre la agitación interna del tribunal supremo que sobre la difícil situación de Aaron.
Aquellas desagradables invectivas entre juristas civilizados eran muy poco habituales, y los egos desmedidos y los sentimientos heridos no hicieron más que ahondar el abismo que se abría entre ambas facciones. No existía un terreno propicio para un avenimiento, ni un lugar para el acuerdo.
Las compañías aseguradoras ya podían estar tranquilas si un jurado concedía una indemnización sustancial.
34
Los amargos desacuerdos del juez McElwayne continuaron hasta la primavera, pero después de la sexta derrota consecutiva, con un nuevo cinco a cuatro, perdió parte de los arrestos para seguir en la brecha. Debían decidir un caso sobre una negligencia grave cometida por un médico incompetente; cuando el tribunal revocó la sentencia, McElwayne se convenció de que sus colegas habían virado tanto a la derecha que ya no había marcha atrás.
Un cirujano ortopédico de Jackson hizo una chapuza en una operación rutinaria de hernia discal y, al quedar el paciente parapléjico, este acabó denunciándolo. El médico ya había sido demandado cinco veces, había perdido su licencia para ejercer la medicina en dos estados y había estado en tratamiento por adicción a los calmantes en al menos tres ocasiones. El jurado concedió una indemnización de un millón ochocientos mil dólares al paciente parapléjico por daños reales y luego sancionó al médico y al hospital con cinco millones por daños punitivos.
El juez Fisk, en la primera opinión redactada que añadiría a la de la mayoría, declaró que los daños reales eran excesivos y que la indemnización por los punitivos era desorbitada. El dictamen final resolvió que la causa debía devolverse al juzgado de primera instancia para repetir el juicio solo por los daños reales. Sobreseídos los punitivos.
El juez McElwayne estaba tuera de sus casillas. Su disensión estaba llena de vagas insinuaciones sobre ciertos intereses especiales del estado que ahora tenían más influencia en el tribunal supremo que cuatro de sus miembros. La última frase de su borrador inicial era casi difamatoria: «El artífice de la opinión mayoritaria finge indignación ante la cantidad de la indemnización por daños punitivos. Sin embargo, no deberían escandalizarle tanto cinco millones de dólares ya que, al fin y al cabo, ese fue el precio del cargo que ahora ocupa». Con ánimo jocoso, le envió una copia del borrador a Sheila McCarthy por correo electrónico. Sheila rió, pero también le pidió que borrara la última frase. Al final, lo hizo.
McElwayne dejó constancia de su furibunda disensión a lo largo de cuatro páginas. La opinión de Albritton concurría con la de los otros tres. En privado se preguntaban qué satisfacción podía reportarles redactar dictámenes inútiles el resto de sus carreras.
Las opiniones disidentes inútiles eran música para los oídos de Barry Rinehart, que repasaba con detenimiento todos los dictámenes que procedían de Mississippi. Su personal analizaba las opiniones, los casos pendientes y los juicios con jurado recientes que podrían acabar en el tribunal de apelaciones. Como siempre, Barry nunca bajaba la guardia.
Elegir a un juez amistoso era toda una victoria, pero no sería completa hasta que el pago se hiciera efectivo. Hasta el momento, el juez Fisk mantenía un historial de voto perfecto. Baker contra Krane Chemical estaba listo para sentencia.
Durante uno de los vuelos a Nueva York para encontrarse con el señor Trudeau, Barry decidió que su hombre necesitaba una inyección de confianza en sí mismo.
La cena se celebró en el University Club, en el último piso del edificio más alto de Jackson. El acto no se había hecho público, era prácticamente secreto, y solo podía acudirse con invitación, aunque estas no habían sido impresas. Después de varias llamadas telefónicas, habían conseguido reunir a unos ochenta comensales para la velada, que se celebraba en honor del juez Ron Fisk. Doreen también asistía y tenía el gran honor de sentarse junto al senador Myers Rudd, que acababa de volar directamente desde Washington. Sirvieron solomillo y langosta. El primer orador fue el presidente de la asociación médica estatal, un cirujano muy circunspecto de Natchez, que estuvo varias veces al borde de las lágrimas al hablar sobre la gran sensación de alivio que reinaba en la comunidad médica. Durante años, el personal sanitario había trabajado con miedo a ser demandados, había pagado primas desorbitadas a las aseguradoras, había sido objeto de demandas frívolas y de insultos a su profesionalidad en las declaraciones de los juicios, pero eso había cambiado. Gracias a la nueva dirección que había tomado el tribunal supremo, ahora podían ejercer la medicina sin tener que estar más atentos a cubrirse las espaldas que a atender a sus pacientes. Agradecía a Ron Fisk su valor, su buen juicio y su compromiso con la causa de los médicos, las enfermeras y los hospitales del estado de Mississippi.