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Kurtin estaba en forma, y los tres jueces lo dejaron hablar durante diez minutos. A dos ya los tenía en el bolsillo, aunque no al juez Albritton, quien finalmente preguntó:

– Señor Kurtin, discúlpeme, pero ¿había más fábricas o plantas en la zona que fabricaran pesticidas o insecticidas?

– No, que yo sepa, señoría.

– ¿Significa eso que no?

– La respuesta es no, señoría. No había más fábricas en el condado de Cary.

– Gracias. Con todos los expertos con que cuentan, ¿encontraron cualquier otra fábrica o planta donde se procesara o se deshicieran del dicloronileno, el cartolyx o el aklar?

– No, señoría.

– Gracias. Cuando afirma que en otras partes del país también se dan altos porcentajes de casos de cáncer, no estará insinuando que alguno de esos lugares supera quince veces la media nacional, ¿verdad?

– No, no lo insinúo, pero sí cuestionamos que la supere en quince veces.

– Bien, entonces, ¿estipularía usted una incidencia de cáncer mayor a doce veces la media nacional?

– No creo que…

– Eso es lo que su experto dijo en el juicio, señor Kurtin. La incidencia en Bowmore supera en doce veces la media nacional.

– Sí, creo que es correcto, señoría.

– Gracias.

No hubo más interrupciones, y Kurtin acabó pocos segundos después del timbre del cronómetro.

Mary Grace estaba espectacular. Puede que los hombres se vieran limitados a trajes negros o azul marino, camisas blancas, corbatas sin gracia y relucientes zapatos negros, el atuendo diario, habitual y aburrido, pero para las mujeres no había ninguna norma establecida. Mary Grace llevaba un vestido alegre que le llegaba justo por encima de las rodillas y una chaqueta a juego de media manga. Zapatos de tacón de aguja. Mucha pierna, aunque ocultas para los tres jueces una vez subía al estrado.

Retomando el hilo donde el juez Albritton lo había dejado, se lanzó a un ataque contra la defensa de Krane. Durante veinte años como mínimo, la compañía había estado vertiendo ilegalmente toneladas de carcinógenos de grupo 1 en el suelo. Como causa directa de estos vertidos, el agua de boca de Bowmore había acabado contaminada por esas mismas sustancias cancerígenas, ninguna de las cuales se fabricaban, vertían o ni siquiera se encontraban en cantidades significativas en ningún otro lugar del condado. La gente de Bowmore bebió el agua igual que los tres miembros de ese jurado habían bebido agua esa mañana.

– Se han afeitado, se han lavado los dientes, se han duchado, han utilizado el agua de la ciudad para el café y el té. La han bebido en casa y aquí, en el trabajo. ¿Alguno se ha parado a pensar en el agua? ¿De dónde viene? ¿Si es segura? ¿AIguno de ustedes se ha detenido a pensar por un solo momento si su agua contenía carcinógenos? Seguramente no. La gente de Bowmore tampoco.

Como resultado directo de beber agua, la gente enfermó. La ciudad se vio arrasada por una oleada de cáncer jamás vista en el país.

– Y, como siempre, esta selecta y responsable compañía de Nueva York -aquí se volvió y señaló con la mano a Jared Kurtin-Io negó todo. Negó los vertidos, el encubrimiento, negó haber mentido, incluso negó sus propias negaciones. Y lo más importante, negó cualquier causalidad entre sus carcinógenos y el cáncer. De hecho, tal como hoy hemos oído, Krane Chemical echa la culpa al aire, al sol, al medio ambiente, incluso a la mantequilla de cacahuete y al pavo en lonchas que Jeannette Baker compraba para alimentar a su familia.

»Al jurado le gustó mucho esa parte del juicio -continuó Mary Grace, para unos asistentes que aguardaban en silencio-. Krane vertió toneladas de productos químicos contaminantes en nuestro suelo y en nuestra agua, pero, eh, echémosle la culpa a la mantequilla de cacahuete Jif.

Tal vez fuera por respeto hacia la mujer, o quizá fue su reticencia a interrumpir una exposición tan vehemente, el caso es que ninguno de los tres jueces dijo nada.

Mary Grace terminó con un rápido repaso a la ley. La legislación no les exigía que demostraran que el del encontrado en los tejidos de Pete Baker procediera directamente de las instalaciones de Krane. Hacer eso elevaría el estándar de prueba a prueba clara y convincente y la ley solo exigía una preponderancia de la prueba, un estándar menos riguroso.

Cuando se le acabó el tiempo, se sentó junto a su marido.

Los jueces dieron las gracias a los abogados y a continuación pasaron al siguiente caso.

La reumon de invierno de la ALM tue deprimente. Todo el mundo acudió. Los abogados litigantes estaban nerviosos, profundamente preocupados, incluso asustados. El nuevo tribunal había revocado las dos primeras sentencias a favor del demandante que tenía pendientes nada más empezar el año. ¿Iba a ser aquello el principio de una mala racha? ¿Había llegado el momento de dejarse llevar por el pánico o ya era demasiado tarde?

Un abogado de Georgia ayudó a ensombrecer aún más el ambiente con un resumen de la lamentable situación de su estado. El tribunal supremo de Georgia también estaba compuesto por nueve miembros, ocho de los cuales eran leales al gran capital y revocaban sistemáticamente las sentencias de demandantes heridos o fallecidos. Habían revocado veintidós de los últimos veinticinco fallos. A resultas de esto, las aseguradoras ya no estaban dispuestas a pactar, ¿para qué? Ya no temían a los jurados porque eran dueñas del tribunal supremo. Tiempo atrás, en la mayoría de los procesos se conseguía un acuerdo antes de llegar a juicio y para un abogado litigante eso significaba un número de causas manejable. En esos momentos no había manera de llegar a un acuerdo y el abogado de la parte demandante tenía que llevar todos los casos a juicio. E incluso, aunque obtuviera un veredicto favorable, todavía tenía que enfrentarse a una apelación. En consecuencia, los abogados aceptaban menos casos y cada vez había más personas con lesiones, con reclamaciones legítimas, que no estaban siendo indemnizadas.

– Las puertas de las salas de tribunal se cierran a marchas forzadas -dijo, como colofón.

Aunque solo eran las diez de la mañana, muchos empezaron a buscar un bar.

El siguiente orador consiguió levantarles el ánimo, aunque solo un poco. Presentó a la antigua jueza Sheila McCarthy, que recibió una cálida acogida. Sheila agradeció a los abogados litigantes su firme apoyo y les dio a entender que no estaba acabada en el mundo de la política. Despotricó contra los que habían conspirado para derrotarla y, cuando su intervención ya tocaba a su fin, consiguió ponerlos en pie al anunciar que se había pasado a la práctica privada, que había pagado la cuota y que se enorgullecía de ser miembro de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi.

El tribunal supremo de Mississippi decide, de media, unos doscientos cincuenta casos cada año. En su mayoría se trata de contenciosos rutinarios, poco complicados, aunque otros presentan cuestiones novedosas sobre' las que el tribunal nunca ha fallado hasta entonces. Prácticamente todos los litigios se despachan de un modo ordenado, casi elegante; sin embargo, de vez en cuando, alguno inicia una guerra.

El caso trataba sobre una enorme desbrozadora de cuchilla conocida como zamparrastrojos. Esta en cuestión la arrastraba un tractor J ohn Deere cuando topó con una tapa de alcantarilla abandonada, oculta entre la maleza de un solar, y una de las piezas, de diez centímetros de acero afilado, de las hojas giratorias del zamparrastrojos salió volando por los aires. La pieza recorrió seiscientos metros antes de impactar contra la sien de un niño de seis años llamado Aaron que iba de la mano de su madre, cuando estaban a punto de entrar en la sucursal de un banco en la ciudad de Horn Lake. Aaron quedó gravemente herido, estuvo a punto de morir en varias ocasiones y, en los cuatro años que transcurrieron desde el accidente, se había sometido a once operaciones. Los gastos de hospital superaban con creces el tope de quinientos mil dólares del seguro médico de la familia. Los gastos para su cuidado futuro se estimaban en setecientos cincuenta mil dólares.

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