– Lo estoy pensando muy en serio, señor.
– Bien.
El teléfono volvió a zumbar, seguramente era el presidente.
– Disculpa -dijo Rudd, llevándoselo al oído y engullendo un enorme trozo de pescado.
La tercera y última parada del recorrido fue en la oficina de la Red Pro Reforma de la Responsabilidad Civil, en Connecticut Avenue. Tony volvía a estar al mando y despacharon las presentaciones y las cortesías de rigor en un abrir y cerrar de ojos. Fisk contestó varias preguntas inocuas, un entrante en comparación con el plato fuerte que le habían servido esa mañana las organizaciones religiosas. Una vez más le abrumó la impresión de que todo el mundo hacía aquello por inercia. Para ellos era importante tocar y oír a su candidato, pero no parecían demasiado interesados en llevar a cabo una evaluación real. Confiaban en Tony, y si él había encontrado a su hombre, ellos también.
Aunque Ron Fisk no lo supiera, los cuarenta y cinco minutos que duró la reunión fueron grabados con una cámara oculta que enviaba las imágenes a una pequeña sala de audiovisuales varios pisos más arriba, donde Barry Rinehart no perdía detalle. Tenía una voluminosa carpeta sobre Fisk que contenía fotografías y varios informes, pero estaba ansioso de oír su voz, estudiar sus miradas, sus gestos y escuchar sus respuestas. ¿Era lo bastante fotogénico, telegénico, elegante, atractivo? ¿Transmitía su voz seguridad, confianza? ¿Sonaba como un tipo inteligente o gris? ¿Se ponía nervioso ante un grupo como aquel o estaba tranquilo y seguro de sí mismo? ¿Podía empaquetarse y venderse?
Barry se convenció al cabo de quince minutos. Lo único negativo era un atisbo de nerviosismo, pero eso era lo mínimo que cabía esperar. Saca a un hombre de Brookhaven y lánzalo en medio de gente desconocida en una ciudad extraña y seguro que tartamudea un par de veces. Bonita voz, bonita cara, traje pasable. Ciertamente, Barry había trabajado con menos.
Nunca conocería en persona a Ron Fisk y, como en todas las campañas de Barry, el candidato jamás tendría ni la más remota idea de quién manejaba los hilos.
De vuelta a casa en avión, Tony pidió un whisky sour e intentó que Ron pidiera también algo de beber, pero este declinó la invitación y se ciñó a su café. Era la ocasión perfecta para tomar una copa: a bordo de un jet lujoso, servidos por una mujer preciosa, al final de un día estresante y sin que nadie los estuviera vigilando.
– Solo café -dijo Ron.
A pesar de la ocasión, sabía perfectamente que seguían evaluándolo. Además, de todos modos era abstemio. La decisión había sido fáciL
Tony tampoco era un gran bebedor. Le dio unos cuantos sorbos a su copa, se aflojó la corbata y se arrellanó en el asiento. -Se dice por ahí que esa tal McCarthy le da a la botella de lo lindo -comentó.
Ron se limitó a encogerse de hombros. El rumor no había llegado hasta Brookhaven. Calculaba que al menos el 50 por ciento de la gente de allí sería incapaz de nombrar ni a uno de los tres jueces del distrito sur, así que mucho menos sabrían de sus costumbres, buenas o malas.
Tony bebió un nuevo trago antes de continuar.
– Sus padres también eran bebedores empedernidos. Claro que eran de la costa, así que tampoco es de sorprender. Suele frecuentar un bar llamado Tuesday's, cerca del embalse. ¿ Has oído hablar de él?
– No.
– Es una especie de mercado de carne para la gente de mediana edad a la que le va la marcha, al menos eso he oído. Nunca he estado allí.
Fisk se negó a picar el anzuelo. Ese tipo de cotilleos parecían aburrirle, algo que a Tony no le molestó. En realidad, lo encontró admirable. Que el candidato mantuviera su superioridad moral, ya se arrastrarían los demás por el fango.
– ¿Cuánto hace que conoces al senador Rudd? -preguntó Fisk, cambiando de tema.
– Bastante.
Siguieron charlando sobre el gran senador y su pintoresca carrera durante el resto del corto viaje.
Ron corrió a casa sin bajar de la nube en la que flotaba después del emocionante encuentro que había tenido con el poder y todo lo que lo acompañaba. Doreen quería conocer hasta el último detalle. Cenaron espaguetis recalentados mientras los niños acababan los deberes y se preparaban para irse a la cama.
Doreen tenía muchas preguntas y Ron tuvo problemas para encontrar alguna de las respuestas. ¿Por qué había tantos grupos y tan distintos dispuestos a invertir esas cantidades en un político desconocido y sin experiencia? Porque estaban entregados a la causa. Porque preferían jóvenes brillantes y de buen parecer, con creencias afines y que no hubieran servido antes en la administración pública. Además, si Ron decía que no, encontrarían a otro candidato como él. Estaban decididos a ganar, a limpiar el tribunal. Era un movimiento nacional, y uno de los importantes.
La comida privada de su marido con el senador Myers Rudd fue lo que decantó la balanza. Iban a jugarse el todo por el todo en el desconocido mundo de la política y vencerían.
14
Barry Rinehart cogió el puente aéreo a La Guardia y desde allí subió a un coche particular que lo llevó al hotel Mercer, en el SoHo. Se registró, se dio una ducha y se puso un traje de lana, más grueso, porque decían que iba a nevar. Recogió un fax en el mostrador y luego se acercó dando un paseo hasta un pequeño restaurante vietnamita, a ocho manzanas del hotel, cerca del Village, un local que todavía no aparecía en las guías turísticas. El señor Trudeau lo prefería para las reuniones privadas. Estaba vacío y era pronto, así que Barry se acomodó en uno de los taburetes de la barra y pidió algo de beber.
Tal vez la chapucera demanda conjunta de F. Clyde Hardin no hubiera tenido demasiada repercusión en Mississippi, pero desde luego el eco había llegado a Nueva York. Las publicaciones financieras diarias recogían la noticia y las ya de por sí maltrechas acciones ordinarias de Krane recibieron un nuevo varapalo.
El señor Trudeau se había pasado el día pegado al teléfono y gritándole a Bobby Ratzlaff. Las acciones de Krane se habían estado cotizando entre los dieciocho y los veinte dólares, pero la demanda conjunta les costó varios dólares. Cerraron a catorce y medio, un nuevo mínimo, y Carl se fingió afectado por la noticia. Ratzlaff, que había sacado un millón de dólares de su plan de pensiones, parecía bastante más hundido.
Cuanto más bajaran, mejor. Carl quería que las acciones cayeran lo máximo posible. En teoría ya había perdido mil millones, pero podía perder más porque un día todo le sería devuelto con creces. Sin que nadie lo supiera, salvo dos banqueros en Zurich, Carl estaba comprando las acciones de Krane a través de una convenientemente imprecisa compañía panameña. Ponía mucho cuidado en adquirirlas en lotes pequeños para no afectar a la tendencia a la baja. Cinco mil acciones en un día tranquilo y veinte mil en uno de los animados, pero nada que pudiera llamar la atención. Pronto tendrían que presentar los beneficios del cuarto trimestre, y Carl había estado falsificando la contabilidad desde Navidades. Las acciones seguirían cayendo en picado y Carl continuaría comprando.
Despachó a Ratzlaff cuando ya había oscurecido y luego devolvió unas cuantas llamadas. Se acomodó en el asiento trasero de su Bentley a las siete y Toliver lo llevó al local vietnamita.
Carl no había vuelto a ver a Rinehart desde su primer encuentro en Boca Ratón, en noviembre, tres días después del veredicto. No utilizaban ni el correo ordinario, ni el electrónico, ni el fax, ni la mensajería, ni los teléfonos fijos, ni los móviles habituales. Cada uno de ellos contaba con un teléfono inteligente que se comunicaba únicamente con el otro y, una vez a la semana, cuando Carl tenía tiempo, lo llamaba para que lo pusiera al día.