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– He pasado por otros juicios, por muchos, y suelo ganarlos. Creía que habíamos contratado a los mejores picapleitos de la profesión. A los mejores que el dinero puede comprar. No hemos reparado en gastos, ¿no es cierto?

– Ya lo creo. Les pagamos con creces. Seguimos pagándoles.

El señor Trudeau estampó un puño sobre la mesa.

– ¿Qué ha fallado? -gritó.

Bueno, pensó Ratzlaff, que desearía poder decirlo en voz alta, aunque apreciaba demasiado su trabajo como para hacerlo, empecemos por el hecho de que nuestra compañía construyó una planta de pesticidas en un pueblo de mala muerte de Mississippi porque el suelo y la mano de obra estaban regalados, que luego nos pasamos los siguientes treinta años vertiendo productos y residuos químicos en el suelo y los ríos, todo ilegal, por descontado, y que contaminamos el agua para consumo humano hasta que supo a leche agria, lo que aunque de por sí ya es malo, no fue ni mucho menos lo peor. Porque luego la gente empezó a morir de cáncer y leucemia.

Eso, señor Jefazo, señor Alto Ejecutivo y señor Tiburón Empresarial, es exactamente lo que ha fallado.

– Los abogados tienen un buen pálpito con la apelación -acabó diciendo Ratzlaff, sin demasiada convicción.

– Vaya, es fabuloso. Ahora mismo confío ciegamente en mis abogados. ¿Se puede saber de dónde has sacado a esos payasos?

– Son los mejores, ¿de acuerdo?

– Seguro. y ahora digámosle a la prensa que estamos eufóricos con la apelación y así tal vez nuestras acciones no se desplomarán mañana. ¿Es eso lo que estás diciendo?

– Podemos darle un giro favorable -dijo Ratzlaff.

Los otros dos abogados no apartaban la vista de los paneles de cristal. ¿Quién quería ser el primero en saltar?

Uno de los móviles del señor Trudeau empezó a sonar y este lo cogió con brusquedad de la mesa.

– Hola, cariño -respondió, levantándose y alejándose unos pasos.

Era la (tercera) señora Trudeau, el último trofeo, una chica insultante mente joven, a quien Ratzlaff y todos los de la compañía evitaban a toda costa. Su marido dijo algo en voz baja y luego se despidió.

Se acercó a uno de los ventanales que quedaba cerca de los abogados y contempló los altos y titilantes edificios que los rodeaban.

– Bobby -dijo, sin volverse-, ¿tienes alguna idea de dónde sacó el jurado la cifra de treinta y ocho millones por daños punitivos?

– Pues ahora mismo no.

– Lo suponía. Durante los nueve primeros meses del año,

Krane ha obtenido un promedio de treinta y ocho millones al mes en beneficios. Un hatajo de paletos ignorantes, que juntos no ganan ni cien mil al año, se sientan ahí como dioses, desplumando a los ricos para dárselo a los pobres.

– Todavía tenemos el dinero, Carl-dijo Ratzlaff-. Pasarán años antes de que vean un solo centavo, si es que llegan a verlo alguna vez, claro.

– ¡Genial! Pues mañana intenta darle un giro positivo a eso cuando se lo cuentes a las hienas mientras nuestras acciones caen por los suelos.

Ratzlaff se calló y se arrellanó en el asiento. Los otros dos abogados no iban a abrir la boca.

El señor Trudeau no dejaba de pasearse arriba y abajo con aire dramático.

– Cuarenta y un millones de dólares. y ¿cuántos casos más hay abiertos, Bobby? ¿No dijo alguien que eran doscientos, trescientos? Pues si esta mañana había trescientos, mañana por la mañana habrá tres mil. Cualquier paleto del sur de Mississippi al que le haya salido una llaga por la fiebre asegurará que hemos vertido el brebaje mágico desde Bowmore. Ahora mismo, cualquier abogaducho de tres al cuarto con un título se dirige hacia allí para tratar de hacerse con una cartera de clientes. Se suponía que esto no iba a pasar, Bobby. Me lo aseguraste.

Ratzlaff tenía en su poder un documento interno guardado bajo llave. Se había redactado y preparado ocho años atrás, bajo su supervisión. A lo largo de un centenar de páginas se describía a grandes trazos el vertido ilegal de residuos tóxicos que la compañía estaba llevando a cabo en la planta de Bowmore. Resumía los esfuerzos denodados que había realizado la empresa para ocultar sus actividades ilícitas, engañar a la EPA, la Agencia de Protección del Medio Ambiente, y comprar a los políticos de los ámbitos local, estatal y federal. El pliego recomendaba una limpieza clandestina, aunque efectiva, del lugar, que ascendía a unos cincuenta millones de dólares. Pedía a quien lo leyera que detuviera los vertidos.

Además, y tal vez lo más importante en estos momentos, el informe también predecía una resolución en contra si eran llevados a juicio.

Solo la suerte y una flagrante indiferencia por las normas del procedimiento civil le habían permitido a Ratzlaff mantener el informe en secreto.

Al señor Trudeau también se le había entregado una copia hacía ocho años, aunque él aseguraba no haberla visto jamás. Ratzlaff se sintió tentado a desempolvarlo y leer determinados pasajes, pero, una vez más, se lo impidió el apego que sentía por su trabajo.

El señor Trudeau se acercó a la mesa, colocó las palmas sobre el cuero italiano y fulminó a Bobby Ratzlaff con la mirada.

– Créeme, jamás ocurrirá. Ni un solo centavo de esos beneficios que tanto nos ha costado ganar caerá jamás en manos de esos paletos que viven en caravanas. -Los tres abogados miraron fijamente a su jefe, cuyos ojos entrecerrados eran dos ascuas inflamadas por los que echaba fuego y acabó diciendo-: Os juro sobre la tumba de mi madre que esos catetos nunca tocarán ni un centavo del dinero de Krane, aunque tenga que llevarla a la quiebra o dividirla en quince trozos.

Y con esa promesa, atravesó la alfombra persa a grandes zancadas, recogió la chaqueta del colgador y salió del despacho.

2

Los parientes de Jeannette Baker se ofrecieron para llevarla a Bowmore, donde vivía, a unos treinta kilómetros de los juzgados. Se sentía sin fuerzas después de tanta agitación y tranquila, como siempre, y no le apetecía ver a mucha gente y fingir que estaba de ánimo para celebraciones. Las cifras representaban una victoria, pero el veredicto también era el final de un largo y arduo camino, y su marido y su pequeño seguían estando muertos.

Vivía en una vieja caravana con Bette, su hermanastra, en una carretera de grava de un barrio abandonado de Bowmore, conocido como Pine Grave. Muchas otras caravanas se repartían por calles aledañas, sin pavimentar. La mayoría de los coches y los camiones aparcados alrededor de las roulottes tenían bastantes años, la pintura había saltado y estaban abollados. También se veía alguna que otra vivienda de carácter permanente, inmóvil, calzada con bloques cincuenta años atrás, aunque estas también habían sucumbido al paso del tiempo y mostraban evidentes señales de abandono. Apenas había trabajo en Bowmore, y aún menos en Pine Grave. Un paseo por la calle de Jeannette habría deprimido a cualquiera.

La noticia llegó antes que ella y una pequeña multitud la esperaba cuando llegó a casa. La metieron en la cama y luego se sentaron en el apretado habitáculo a murmurar sobre el veredicto y a especular sobre qué significaba todo aquello.

¿Cuarenta y un millones de dólares? ¿Cómo afectaría esa resolución al resto de las demandas? ¿Se vería Krane obligada a limpiar la basura que había vertido? ¿Cuándo iba a ver Jeannette aquel dinero? Se cuidaron mucho de ahondar en la última cuestión, aunque era la que dominaba todos sus pensamIentos.

Fueron llegando más amigos y conocidos y la gente ya no cupo en la caravana, así que tuvieron que acomodarse en la frágil tarima de madera del exterior, donde desplegaron varias sillas y se sentaron al fresco de la tarde, a charlar. Bebían agua embotellada y refrescos. Para una gente acostumbrada a sufrir, la victoria era dulce. Al final, habían ganado. Algo. Se habían rebelado contra Krane, una compañía a la que odiaban con toda su alma, y por fin le habían asestado el golpe mortal. Tal vez su suerte hubiera cambiado. Por fin alguien de fuera de Bowmore los había escuchado.

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