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La reunión estaba dominada por la tensión añadida del funeral, celebrado tres días antes, de Leon Gatewood, un hombre despreciado por todos. Habían encontrado su cadáver en una pila de broza a unos cinco kilómetros de su barca de pesca volcada. Carecían de pruebas que demostraran que se trataba de un crimen, pero todo el mundo lo sospechaba. El sheriff se ocupaba de la investigación.

Las treinta familias estaban representadas en la reunión.

En la libreta que Wes les fue pasando había sesenta y dos nombres, nombres que conocía muy bien, incluido el de Frank Stone, un albañil sarcástico que apenas hablaba durante esos encuentros. A pesar de no contar con pruebas de ningún tipo, todos daban por hecho que si alguien había sido el causante de la muerte de Leon Gatewood, Frank Stone sabía algo.

Mary Grace empezó con una calurosa bienvenida. Les agradeció su presencia y su paciencia. Les habló de la apelación del caso Baker y, con un toque dramático, sacó el voluminoso escrito reunido por los abogados de Krane como prueba de las muchas horas que estaban invirtiendo en lo tocante a la apelación. La revisión de los escritos se haría en septiembre, momento en que el tribunal supremo decidiría cómo enfocar el caso. También tenía la opción de derivarlo a un tribunal inferior, el de apelación, para una revisión inicial, o bien podía aceptarlo. Un caso de aquella magnitud acabaría fallándose en el tribunal supremo y tanto Wes como ella eran de la opinión que evitaría los tribunales inferiores. Si eso ocurría, se programarían las exposiciones orales para finales de año o para principios del siguiente. Ellos calculaban que en un año tendrían una sentencia definitiva.

Si el tribunal confirmaba el fallo, se abrirían diferentes posibilidades. Krane se hallaría bajo una enorme presión para llegar a un acuerdo en el resto de las demandas, lo cual, por descontado, sería un resultado extremadamente favorable. Si Krane se negaba a pactar, Mary Grace creía que el juez, Harrison reuniría los demás casos y los juzgaría en un solo proceso colectivo. Si eso llegara a suceder, el bufete contaría con los recursos necesarios para seguir adelante. Confió a sus clientes que habían pedido prestados más de cuatrocientos mil dólares para llevar el caso Baker a juicio y que no podían volver a hacerlo salvo que el primer veredicto fuera confirmado.

Por pobres que fueran sus clientes, no estaban tan al borde de la ruina como sus abogados.

– ¿Y si el tribunal desestima el veredicto? -preguntó Eileen Johnson.

Estaba calva por culpa de la quimioterapia y pesaba menos de cuarenta y cinco kilos. Su marido no le había soltado la mano en lo que llevaban de reunión.

– Es una posibilidad -admitió Mary Grace-, pero confiamos en que eso no va a suceder. -Lo dijo con mayor seguridad de la que sentía. Los Payton tenían un buen pálpito respecto a la apelación, pero un abogado en su sano juicio no daría nada por sentado-. Si eso ocurre, el tribunal lo devolverá para que se repita el juicio, en parte o en su totalidad. Es difícil de predecir.

Mary Grace siguió adelante, impaciente por no seguir hablando de una posible derrota. Les aseguró que sus casos seguían recibiendo toda la atención de su bufete. Cientos de documentos se procesaban y se clasificaban cada semana. Seguían buscando expertos. Estaban en un compás de espera, pero seguían trabajando con ahínco.

– ¿Y qué pasa con esa demanda conjunta? -preguntó Curtis Knight, el padre de un adolescente que había muerto hacía cuatro años.

La pregunta pareció despabilar a los presentes. Había otros, con menos méritos, que estaban invadiendo su territorio.

– Olvidad eso -contestó Mary Grace-. Esos demandantes van al final de la cola. Solo ganan si se llega a un acuerdo, y cualquier acuerdo deberá satisfacer primero vuestras reclamaciones. Controlamos el acuerdo. No estáis compitiendo con esa gente.

La respuesta pareció tranquilizarlos.

Wes tomó la palabra para advertirles. La sentencia había aumentado la presión sobre Krane más que nunca. Seguramente habían enviado investigadores a la zona para que vigilaran a los demandantes mientras trataban de reunir información que pudiera perjudicarles. Les aconsejó que tuvieran cuidado de con quién hablaban, que desconfiaran de los extraños y que les informaran de cualquier cosa que les resultara remotamente fuera de lo normal.

Para unas personas que llevaban sufriendo tanto tiempo, no era una noticia que acogieran con agrado. Ya tenían suficiente de lo que preocuparse.

Las preguntas se sucedieron durante más de una hora. Los Payton hicieron todo lo que estuvo en sus manos para transmitirles seguridad, para mostrarles comprensión y para darles esperanzas; sin embargo, lo más duro fue intentar enfriar sus expectativas.

Si a alguno de los presentes le preocupaban las elecciones al tribunal supremo, nadie dijo nada.

20

Cuando se puso al frente y miró a la numerosa congregación que había asistido al oficio religioso ese domingo por la mañana, Ron Fisk ni siquiera sospechaba cuántos púlpitos visitaría en los siguientes seis meses, ni tampoco que ese estrado se convertiría en un símbolo de su campaña.

Agradeció a los pastores la oportunidad que le habían brindado y luego dio las gracias a la congregación, a los miembros de la iglesia baptista de Sto Luke, por su indulgencia.

– Mañana, en el juzgado de Lincoln, al final de la calle, anunciaré mi candidatura al tribunal supremo del estado de Mississippi. Doreen y yo llevamos luchando y rezando por esto varios meses. Lo hemos consultado con el pastor Rose y lo hemos hablado con nuestros hijos, nuestras familias y nuestros amigos. Y ahora que por fin hemos encontrado la paz en nuestra decisión, queremos compartirla con vosotros antes del anuncio de mañana.

Echó un vistazo a sus notas, nervioso, y continuó:

– No tengo experiencia en política; para ser sincero, nunca me había llamado la atención. Doreen y yo llevamos una vida feliz aquí, en Brookhaven; criamos a nuestros hijos, rezamos aquí con vosotros y colaboramos con la comunidad. Nos sentimos muy afortunados y damos gracias a Dios por su bondad. Damos gracias a Dios por esta iglesia y por amigos como vosotros. Sois nuestra familia.

Hizo una nueva pausa, sin poder reprimir el nerviosismo.

– Deseo ocupar ese cargo en el tribunal supremo porque respeto los valores que todos compartimos, valores extraídos de la Biblia y de nuestra fe en Cristo, porque creemos en la familia, en la unión sagrada entre hombre y mujer, en el milagro divino de la vida, en la libertad de disfrutar de la vida sin temer el crimen y la intervención del gobierno. Igual que vosotros, me frustra ver cómo se pierden nuestros valores, atacados por nuestra sociedad, nuestra depravada cultura y muchos de nuestros políticos. Sí, también por nuestros tribunales. Mi candidatura es la de un hombre que lucha contra los jueces liberales. Con vuestra ayuda puedo ganar. Gracias.

Misericordiosamente breves -ya que a continuación seguramente venía otro prolijo sermón-, las palabras de Ron fueron tan bien recibidas que incluso se oyeron unos breves aplausos mientras él regresaba a su sitio y se sentaba con su familia.

Dos horas después, mientras los fieles blancos de Brookhaven se iban a comer y los negros empezaban a ponerse en marcha, Ron dirigía sus pasos por la alfombra roja hacia el enorme estrado de la Iglesia de Dios en Cristo, de Mount Pisgah, al oeste de la ciudad, desde donde leyó una versión más larga del discurso de la mañana. (Omitió la palabra «liberales».) Dos días antes ni siquiera conocía al reverendo de la mayor congregación negra de la ciudad. Un amigo tiró de varios hilos y se formalizó una invitación.

Esa misma noche, en medio de un animado oficio divino en la iglesia pentecostal, se aferró al púlpito, esperó a que el bullicio se apagara, se presentó e hizo su llamamiento. No miró las notas, dilató un poco más su exposición y volvió a cargar contra los liberales.

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