Tomaron café helado mientras echaban un vistazo al pequeño huerto del juez. Casi estaban a cuarenta grados y Wes tenía ganas de marcharse. Finalmente, se despidieron en el porche delantero, estrechándose la mano. Mientras Wes se alejaba, empezó a preocuparse por él. El juez Harrison estaba mucho más pendiente de la carrera electoral de McCarthy que de la suya propia.
La vista trataba una petición de desestimación, presentada por el condado de Hinds. La sala estaba presidida por el magistrado Phil Shingleton. Era una sala del tribunal pequeña, eficaz y con mucho trajín, decorada con paredes de roble y los obligatorios retratos desvaídos de jueces ya olvidados. No había tribuna para el jurado puesto que en los tribunales de equidad no se llevan a cabo este tipo de juicios. Rara vez contaban con asistencia, pero en esa ocasión todos los asientos estaban ocupados.
Meyerchec y Spano, de vuelta de Chicago, estaban sentados con su abogado radical en una de las mesas. En la otra había dos mujeres jóvenes que representaban al condado. El juez Shingleton llamó al orden, dio la bienvenida a los asistentes, hizo un comentario sobre el interés que la vista había suscitado en los medios de comunicación y echó un vistazo al dossier. Dos dibujantes intentaban plasmar los rostros de Meyerchec y Spano. Todo el mundo esperaba ansioso mientras Shingleton repasaba el expediente como si nunca lo hubiera visto. De hecho, lo había leído muchas veces y ya había escrito su dictamen.
– Por curiosidad -dijo, sin levantar la vista-. ¿Por qué presentaron su demanda en este tribunal?
– Porque es una cuestión de equidad, señoría -contestó el abogado radical, poniéndose en pie-, y estábamos seguros de que aquí tendríamos un juicio justo.
Si lo dijo para arrancar alguna sonrisa, no lo logró.
La verdadera razón de la presentación en un tribunal de equidad era la necesidad de que lo desestimaran lo antes posible. Una vista en un juzgado de distrito llevaría mucho más tiempo y un juicio en un tribunal federal se desviaba demasiado de sus planes.
– Proceda -dijo Shingleton.
El abogado radical empezó a despotricar contra el condado, el estado y la sociedad en general. Hablaba rápido y con brusquedad, en un tono demasiado alto para la pequeña sala y demasiado estridente para prestarle atención más de diez minutos seguidos. El alegato no parecía tener fin. Las leyes del estado estaban atrasadas, eran injustas y discriminaban a sus clientes porque no podían contraer matrimonio. ¿Por qué razón dos adultos homosexuales que se quieren y que, de mutuo acuerdo, están dispuestos a aceptar todas las responsabilidades, obligaciones, compromisos y deberes que conlleva el matrimonio, no pueden disfrutar de los mismos privilegios y derechos que dos heterosexuales? Consiguió formular la misma pregunta al menos de ocho maneras distintas.
La razón, expuesta por una de las mujeres que representaban al condado, es que las leyes del estado no lo permiten. Así de claro y sencillo. La Constitución concede al estado la potestad de redactar leyes relacionadas con el matrimonio y el divorcio, y nadie más dispone de tal autoridad. Cuando la asamblea legislativa apruebe, si es que lo hace, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el señor Meyerchec y el señor Spano podrán hacer realidad sus deseos.
– ¿Espera que la asamblea legislativa lo haga pronto? -preguntó Shingleton, de manera inexpresiva.
– No -fue la rápida respuesta, que arrancó algunas risitas.
El abogado radical contraatacó con el enérgico argumento de que la asamblea legislativa, sobre todo la «nuestra», aprobaba leyes cada año que son revocadas por los tribunales. ¡Ese es el papel del poder judicial! Después de dejar bien claro su punto de vista, concibió diversas formas de presentarlo con mínimas variaciones.
Al cabo de una hora, Shingleton estaba harto. Sin un descanso, y echando un vistazo a sus anotaciones, emitió un veredicto bastante sucinto. Su trabajo consistía en acatar las leyes del estado y si las leyes prohibían el matrimonio entre dos hombres o dos mujeres, o dos hombres y una mujer, o cualquier otra combinación diferente a la de un hombre y una mujer, entonces a él, como juez, no le quedaba otra opción que la de desestimar el caso.
Fuera de la sala del tribunal, con Meyerchec a un lado y Spano al otro, el abogado radical continuó con su estridente diatriba para la prensa. Se sentía agraviado. Sus clientes se sentían agraviados, aunque varios coincidieron en que parecían aburridos.
Iban a apelar de inmediato al tribunal supremo de Mississippi. Allí era donde iban y era allí donde querían estar. Además, siendo la imprecisa firma de Troy-Hogan la que pagaba las facturas desde Boca Ratón, era exactamente allí donde acabarían.
23
Durante los primeros cuatro meses, el duelo electoral entre Sheila McCarthy y Ron Fisk había sido marcadamente cívico. Clete Coley había despotricado de todo el mundo, pero su aspecto en general y su personalidad indisciplinada impedían que los votantes lo vieran como un posible juez del tribunal supremo. Aunque seguía recibiendo el apoyo del 10 por ciento en las encuestas de Rinehart, cada vez hacía menos campaña. La encuesta de Nat Lester le concedía el 5 por ciento, pero no era tan exhaustiva como la de Rinehart.
Después del Día de los Trabajadores, en septiembre, con las elecciones a dos meses vista y la recta final ante ellos, la campaña de Fisk dio su primer paso hacia el juego sucio manifiesto, y una vez que se tomaba ese camino, no había vuelta atrás.
Barry Rinehart había perfeccionado esa táctica en otras campañas electorales. Enviaron un mailing masivo a todos los votantes censados, a través de una organización llamada Víctimas Judiciales por la Verdad. En la propaganda se preguntaba lo siguiente: «¿Por qué financian los abogados litigantes a Sheila McCarthy?». La diatriba de cuatro páginas que iba a continuación ni siquiera intentaba responder la pregunta, sino que se limitaba a vilipendiar a dichos abogados.
Primero echaba mano del médico de familia y aseguraba que los abogados litigantes y las demandas frívolas que presentaban son los responsables de muchos de los problemas del sistema de atención sanitaria. Los médicos, que trabajan con el miedo de recibir una demanda por negligencia, se ven obligados a pedir pruebas y diagnósticos caros que elevan el coste de la asistencia sanitaria. Estos profesionales deben pagar primas extraordinarias por mala praxis para protegerse de juicios fraudulentos. En algunos estados, incluso se ha llegado a expulsarlos, lo que deja a los pacientes sin atención. Se afirmaba que uno de esos médicos (no se especificaba su residencia) había dicho: «No podía permitirme las primas y estaba cansado de desperdiciar mi tiempo en declaraciones y juicios, así que lo dejé sin más. Sigo preocupado por mis pacientes». Un hospital de West Virginia se había visto obligado a cerrar después de haber recibido una escandalosa sentencia. Un codicioso abogado litigante tenía la culpa.
A continuación, atacaba el bolsillo. Según un estudio, la proliferación de litigios cuesta a un hogar con ingresos medios unos mil ochocientos dólares al año. Este gasto es el resultado directo de mayores primas de seguros de automóvil y del hogar, además del aumento del precio de miles de artículos de primera necesidad cuyos fabricantes reciben demandas constantemente. Los medicamentos, tanto los prescritos con receta como los que no, son un ejemplo perfecto: serían un 15 por ciento más baratos si los abogados litigantes no persiguieran a sus fabricantes con casos masivos de demandas colectivas.
Acto seguido sorprendía al lector con una retahíla de algunas de las sentencias más absurdas del condado, una lista muy usada y conocida, que siempre levantaba ampollas. Tres millones de dólares contra una cadena de comida rápida por un café caliente vertido encima; ciento diez millones contra un fabricante de automóviles por una pintura defectuosa; quince millones contra el propietario de una piscina por haberla vallado y cerrado con candado. La indignante lista seguía y seguía. El mundo se está volviendo loco, llevado de la mano por taimados abogados litigantes.