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El pintoresco lanzamiento de Clete Coley se había producido en el momento más oportuno: no había ninguna otra historia interesante en todo el estado. La prensa informó del anuncio de la candidatura de Coley a bombo y platillo. ¿Y quién podía reprochárselo? ¿Con qué frecuencia llegan al público imágenes tan llenas de vitalidad como la de un abogado esposado al que se llevan arrastrando mientras grita contra «esos cabrones de los liberales»? Y de un abogado tan grande y con un vozarrón como aquel. La inquietante exposición de rostros de fallecidos era irresistible. Los voluntarios, sobre todo los familiares de las víctimas, estuvieron encantados de hablar con los periodistas y contarles sus casos. El descaro de celebrar la concentración justo debajo de las narices del tribunal supremo no estaba exento de humor, era incluso admirable.

Se lo llevaron de inmediato a la comisaría, donde lo ficharon, le tomaron las huellas y lo fotografiaron. Coley supuso, correctamente, que la foto del archivo policial acabaría en la prensa de un modo u otro, por lo que tuvo unos momentos para pensar en el mensaje. Un ceño fruncido podría confirmar la sospecha de que a ese tipo le faltaba un tornillo. Una sonrisa socarrona podría cuestionar su seriedad, ¿quién sonríe cuando acaba de llegar a comisaría? Se decidió por un rostro inexpresivo, con una ligera mirada de curiosidad, como si se preguntara por qué la habían tomado con él.

El procedimiento exigía que el preso se desnudara, se duchara y se pusiera un mono naranja, yeso solía ocurrir antes de la foto de marras. Sin embargo, Clete no tendría que pasar por todo eso. Solo se le acusaba de entrar sin autorización en una propiedad ajena, infracción castigada con una multa de doscientos cincuenta dólares, como máximo. La fianza doblaba esa cantidad, y Clete, con los bolsillos abultados por los billetes de cien, fue exhibiendo el dinero por todas partes para que las autoridades supieran que iba a salir de la cárcel y no a entrar en ella. Así que se saltaron la ducha y el mono y fotografiaron a Clete con su mejor traje marrón, la camisa blanca almidonada y la corbata de seda con estampado de cachemir y nudo perfecto. Ni siquiera se le había movido un pelo de su largo cabello canoso.

Todo el proceso les llevó menos de una hora y cuando salió de la comisaría, siendo un hombre libre, le complació descubrir que la mayoría de los periodistas lo habían seguido. Contestó a sus preguntas en la acera, hasta que se cansaron.

Fue la noticia con la que abrieron todos los informativos de la noche, junto con el resto de sucesos del día, y volvió a aparecer en los titulares de las noticias de madrugada. Coley lo siguió todo a través de una pantalla panorámica de un bar de moteros al sur de Jackson, donde se escondió a pasar la noche e invitó a beber a todo el mundo que entrara por la puerta. La cuenta superó los mil cuatrocientos dólares. Gastos de campaña.

Los moteros quedaron encantados y le prometieron que acudirían en tropel para que saliera elegido. Por descontado, ni uno de ellos estaba censado, por lo que no podían votar. Cuando cerró el bar, un reluciente Cadillac Escalade rojo, alquilado para la campaña por mil dólares al mes, se llevó a Clete de allí. Al volante iba uno de sus nuevos guardaespaldas, el blanco, un joven apenas algo más sobrio que su jefe. Llegaron al motel sin que volvieran a detenerlos.

En las oficinas de la Asociación de Abogados Litigantes de Mississippi, la ALM, en State Street, Barbara Mellinger, directora ejecutiva y principal miembro del grupo de presión, se reunió con su ayudante, Skip Sánchez, para tomar un primer café de buena mañana. Solían comentar las noticias de los periódicos matutinos con la primera taza. Les llegaban ejemplares de cuatro de los diarios del distrito sur -Biloxi, Hattiesburg, Laurel y Natchez- y el rostro del señor Coley aparecía en la primera plana de todos ellos. El periódico de J ackson apenas hablaba de otra cosa. The Times-Picayune, de fuera de Nueva Orleans, tenía lectores a lo largo de la costa y publicaba un artículo de la Associated Press, con foto (unas esposas), en la página cuatro.

– Tal vez deberíamos aconsejar a nuestros candidatos que se hicieran detener cuando anuncien sus candidaturas -dijo Barbara, con sequedad, sin un atisbo de humor.

Hacía veinticuatro horas que no sonreía. Apuró su primera taza y fue a servirse otra.

– ¿Quién coño es ese tal Clete Coley? -preguntó Sánchez, fijándose en las imágenes del hombre.

Los periódicos de Jackson y Biloxi habían incluido la foto de la ficha policial, en la que aparecía con la mirada de un hombre que primero dispara y luego pregunta.

– Anoche llamé a Walter a Natchez -dijo Mellinger-.

Dice que Coley lleva varios años en la profesión y que siempre ha andado metido en asuntos turbios, pero que ha sido lo bastante listo para no dejarse atrapar. Cree que en algún momento estuvo trabajando en la extracción de crudo y gas, y tuvo problemas con unos préstamos para negocios de poca monta. Ahora se las da de jugador. Nunca se le ha visto a menos de seis manzanas de un juzgado. Un don nadie.

– Ya no.

Barbara se levantó y empezó a pasear lentamente por la oficina. Volvió a llenarse la taza, tomó asiento y resumió lo que decían los diarios.

– No es un reformista del sistema de agravios -dijo Skip, aunque no las tenía todas consigo-, no encaja en el perfil. Arrastra demasiado equipaje para una campaña seria: hay como mínimo un arresto por conducción bajo los efectos del alcohol y dos divorcios.

– Creo que tienes razón, pero si nunca antes le ha interesado, ¿por qué se pone ahora a gritar a favor de la pena de muerte? ¿De dónde le vienen esas convicciones? ¿Esa pasión? Además, el espectáculo de ayer estaba muy bien organizado. Hay alguien detrás de todo esto. ¿De dónde han salido?

– ¿Y a nosotros qué? Sheila McCarthy le da cien mil vueltas. Deberíamos estar encantados de que sea quien es, un bufón que, a nuestro entender, no está financiado ni por la Junta de Comercio ni por ninguno de esos. ¿ Por qué no saltamos de alegría?,

– Porque somos abogados litigantes. Skip volvió a ponerse sombrío.

– ¿Debería concertar una cita con la jueza McCarthy?-preguntó Barbara, al cabo de un largo y denso silencio.

– Dentro de un par de días. Dejemos que las aguas vuelvan a su cauce.

La jueza McCarthy se había levantado muy temprano. ¿Para qué iba a seguir en la cama si no podía dormir? Se la vio salir de su casa a las siete y media. La siguieron hasta el sector de Belhaven, en Jackson, un barrio más antiguo. Aparcó en la entrada de su señoría el juez James Henry McElwayne.

A Tony no le sorprendió aquel pequeño encuentro.

La señora McElwayne la saludó calurosamente y la invitó a entrar. Cruzaron el salón, la cocina y dieron la vuelta a la casa para entrar en el estudio. Jimmy, como lo conocían sus amigos, estaba terminando de leer los periódicos de la mañana.

McElwayne y McCarthy. Big Mac y Little Mac, como los llamaban a veces. Charlaron unos minutos sobre el señor Coley y la sorprendente repercusión que había obtenido en la prensa y luego se pusieron manos a la obra.

– Anoche repasé los archivos de mi campaña -dijo McElwayne, mientras le tendía una carpeta de varios centímetros de grosor-. En la primera sección hay una lista de contribuyentes, empieza por los peces gordos y va bajando. Todos los cheques importantes están firmados por abogados litigantes.

En la siguiente sección se resumían los gastos de campaña, cifras que Sheila consideró difíciles de creer. Después de eso venían estudios de asesores, pruebas de anuncios, resultados de encuestas y varias docenas más de informes relacionados con la campaña.

– Esto me trae malos recuerdos -dijo McElwayne.

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