– Lo siento. No es lo que pretendía, créeme.
– Te compadezco.
– ¿Quién está detrás de este tipo?
– Le he estado dando vueltas toda la noche. Podría ser un señuelo, pero desde luego está como una cabra. Sea lo que sea, no te lo puedes tomar a la ligera. Si es tu único oponente, tarde o temprano los chicos malos acabarán cayendo sobre él y le entregarán su dinero. Ese tipo con un talonario nutrido podría ser peligroso.
McElwayne había sido senador del estado y luego juez electo. Se había batido en el terreno político. Hacía dos años, Sheila había visto, impotente, cómo se ensañaban con él en una campaña muy reñida. En los momentos en que su índice de popularidad estaba más bajo, su oponente lo había acusado, a través de anuncios televisivos (que luego se supo que habían estado financiados por la Asociación Americana del Rifle), de estar a favor del control de armas (no hay mayor pecado en Mississippi) y Sheila se había prometido que nunca, ante ninguna circunstancia, permitiría que la degradaran hasta ese punto. No valía la pena. Volvería a Biloxi, abriría una boutique y vería crecer a sus nietos. Ya podía quedarse quien quisiera con el cargo.
Ahora no estaba tan segura. Los ataques de Coley la habían sacado de sus casillas. Todavía no le hervía la sangre, pero no faltaba mucho. A los cincuenta y un años era demasiado joven para renunciar y demasiado mayor para empezar desde cero.
Charlaron sobre política durante más de una hora. McElwayne se perdía en batallitas de elecciones pasadas y políticos atípicos, y Sheila intentaba hacerlo regresar con delicadeza a los conflictos a los que se enfrentaban en esos momentos. Un joven abogado, que había pedido una pequeña excedencia en un bufete importante de Jackson, había dirigido con mano experta la campaña de McElwayne. Le prometió llamarlo más tarde para ver cómo respiraba. También le aseguró que se pondría en contacto con los contribuyentes importantes y con los agentes locales. Conocía a los directores de los periódicos. Haría todo lo que estuviera en su mano para proteger la plaza de Sheila en el tribunal.
Sheila se fue a las 9.14, se dirigió derecha al palacio de justicia y aparcó.
En Payton amp; Payton tomaron nota del anuncio de Coley, pero poco más. El 18 de abril, un día después, ocurrieron tres acontecimientos trascendentales que eclipsaron el interés por cualquier otra noticia. El primero fue bien recibido. Los demás, no.
La buena noticia era que un joven abogado de un pueblecito de Bogue Chitto se había dejado caer por allí y había firmado un trato con Wes. El abogado, un profesional sin experiencia en los tribunales ni en casos de daños personales, había conseguido convertirse en el abogado de los familiares de un triturador de pasta de madera que había fallecido en un horrible accidente en la interestatal 55, cerca de la frontera con Louisiana. Según la patrulla de carreteras, la temeridad del conductor de un tráiler de dieciocho ruedas, perteneciente a una gran compañía, había sido la causa del accidente. Una testigo ocular había prestado declaración y aseguraba que el camión la había pasado como una exhalación y que ella iba «aproximadamente» a unos ciento diez kilómetros por hora. El abogado ya había logrado un acuerdo de contingencia por el que obtenía el 30 por ciento de cualquier indemnización. Wes y él acordaron ir a medias. El triturador de pasta de madera tenía treinta y seis años y ganaba cerca de cuarenta mil dólares al año. Los cálculos eran sencillos. No descartaban poder conseguir un acuerdo de un millón de dólares. Wes redactó la demanda en menos de una hora y la dejó lista para su presentación. El caso era especialmente gratificante porque el joven abogado había escogido el bufete de los Payton debido a su reciente reputación. La sentencia Baker por fin había atraído a un cliente que valía la pena.
La noticia no tan halagüeña fue la llegada del escrito interponiendo el recurso de apelación de Krane. Tenía ciento dos páginas -el doble de la extensión máxima- y daba la impresión de estar exhaustivamente documentado y redactado por un equipo de brillantes abogados. Era demasiado largo y llegaba con dos meses de retraso, pero el tribunal le había dado el visto bueno. Jared Kurtin y sus hombres habían sido muy persuasivos en sus razonamientos durante más tiempo y más páginas. Era obvio que no se trataba de un caso rutinario.
Mary Grace tenía sesenta días para responder. Después de que el resto del bufete se quedara boquiabierto ante el escrito de apelación, se lo llevó a su escritorio para hacer la primera lectura. Krane alegaba haber hallado un total de veinticuatro defectos durante el proceso, merecedores de enmienda mediante una apelación. Empezaba en tono agradable haciendo un repaso exhaustivo de todos los comentarios y resoluciones del juez Harrison, los cuales, supuestamente, demostraban sus prejuicios hacia el demandado. A continuación, ponía en entredicho la elección del jurado. Atacaba a los expertos llamados a declarar por parte de Jeannette Baker: al toxicólogo que testificó en relación con los niveles cercanos al máximo de DCL, cartolyx y aklar en el agua de boca de Bowmore; al patólogo que describió las características altamente cancerígenas de esas sustancias; al investigador médico que habló de una incidencia inusual de casos de cáncer en Bowmore y alrededores; al geólogo que siguió el rastro de los residuos tóxicos que se filtraron en el suelo y fueron a parar al acuífero bajo el pozo de la ciudad; al perforador que excavó los pozos de prueba; a los médicos forenses que llevaron a cabo las autopsias tanto de Chad como de Pete Baker; al científico que estudió los pesticidas y dijo cosas espantosas sobre el pillamar 5, y al experto clave, al investigador médico que relacionó el DCL y el cartolyx con las células cancerígenas que encontraron en los cuerpos. Los Payton habían utilizado catorce expertos, y cada uno de ellos era criticado extensamente y declarado no cualificado. A tres de ellos se les tildaba de charlatanes. El juez Harrison se había equivocado una y otra vez al haberles permitido testificar. Los informes de dichos expertos, aceptados como pruebas después de mucho batallar, se analizaban uno por uno, se desautorizaban en un lenguaje erudito y se calificaban de «ciencia basura». Incluso el veredicto iba en contra del peso abrumador de las pruebas y era una clara indicación de las simpatías excesivas del jurado. Utilizaba palabras duras, aunque hábiles para atacar la parte punitiva de la sentencia. Por mucho que se hubiera esforzado, el demandante no había conseguido demostrar que Krane había contaminado el agua de boca, ni por negligencia grave ni por intención manifiesta. El escrito finalizaba con una clamorosa petición de revocación y celebración de nuevo juicio o, mejor aún, que el tribunal supremo desestimara el caso. «Esta sentencia desorbitada e injustificada debería ser revocada», acababa diciendo. En otras palabras: rechazada para siempre.
El escrito estaba muy bien redactado, razonado, era muy persuasivo y, tras dos horas de lectura ininterrumpida, Mary Grace acabó con un dolor de cabeza espantoso. Se tomó tres analgésicos y luego se lo pasó a Sherman, que lo miró con la misma cautela con la que miraría a una serpiente cascabel.
El tercer acontecimiento, y la noticia más preocupante, llegó con una llamada del pastor Denny Ott. Wes la atendió cuando ya había oscurecido, luego entró en el despacho de su mujer y cerró la puerta.
– Era Denny -dijo.
Cuando Mary Grace vio la cara de su marido, enseguida pensó que había muerto otro cliente. Habían llegado tal cantidad de tristes llamadas desde Bowmore, que casi las preveía. -
– ¿Qué ocurre?
– Ha hablado con el sheriff. El señor Lean Gatewood no aparece por ninguna parte.
Aunque no era precisamente aprecio lo que sentían por el hombre, la noticia era perturbadora. Gatewood era un ingeniero industrial que había trabajado en la planta de Krane en Bowmore durante treinta y cuatro años. Hombre leal a la empresa hasta la muerte, se jubiló cuando Krane se trasladó a México y había admitido, tanto en su declaración como en las repreguntas, que la compañía le había entregado un finiquito correspondiente a tres años de salario, unos ciento noventa mil dólares. Krane no era famosa por su generosidad precisamente. Los Payton no habían encontrado a ningún otro empleado al que se le hubiera concedido un trato tan favorecedor.