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Sheila McCarthy estaba soportando la tortura diaria en la cinta de andar cuando pulsó el botón de parada y se quedó mirando el televisor, boquiabierta, sin dar crédito a lo que estaba viendo. Pasaron el anuncio a las 7.29, justo en medio de las noticias locales. Empezaba con dos hombres jóvenes y bien vestidos besándose apasionadamente mientras un pastor de alguna religión sonreía detrás de ellos. Una voz ronca comentaba: «Los matrimonios entre personas del mismo sexo están barriendo el país. En lugares como Massachusetts, Nueva York y California, las leyes están siendo cuestionadas. Los abogados de matrimonios de gays y lesbianas presionan con fuerza para obligar a imponer su estilo de vida al resto de nuestra sociedad». Una rotunda equis profanaba de repente la foto de una parej a de recién casados en el altar, hombre y mujer. «Los jueces liberales simpatizan con los derechos de los matrimonios del mismo sexo.» Acto seguido, venía un vídeo de un grupo de lesbianas contentas a la espera de contraer matrimonio en una ceremonia colectiva. «Los activistas homosexuales y los jueces liberales que los apoyan atacan a nuestras familias.» Luego pasaban otro vídeo de una muchedumbre quemando una bandera estadounidense. «Los jueces liberales han aprobado la quema de nuestra bandera», decía la voz. A continuación, una breve imagen de un expositor de revistas lleno de ejemplares de Hustler. «A los jueces liberales no les molesta la pornografía.» Después, una foto de una familia feliz, padre, madre y cuatro niños. «¿Destruirán los jueces liberales a nuestras familias?», preguntaba el narrador en tono sombrío, con lo que no dejaba lugar a dudas de que acabarían haciéndolo si se les daba la oportunidad. La foto de la familia se partió en dos y de repente apareció el apuesto, aunque serio, rostro de Ron Fisk, que mirando directamente a la cámara dijo: «En Mississippi no. Un hombre. Una mujer. Soy Ron Fisk, candidato al tribunal supremo, y este anuncio tiene mi aprobación».

Empapada en sudor y con el corazón aún más acelerado, Sheila se sentó en el suelo e intentó pensar. El hombre del tiempo decía algo, pero ella no lo oía. Se echó sobre la espalda, abrió los brazos y las piernas y respiró hondo.

El matrimonio entre homosexuales era un asunto muerto y enterrado en Mississippi y seguiría siéndolo siempre. Nadie con cierta audiencia o seguidores se había atrevido a proponer que las leyes deberían cambiar para permitirlo. Ningún miembro de la asamblea legislativa estatal se posicionaría a favor. Solo había un juez en todo el estado -Phil Shingleton- que hubiera presidido un caso similar, el de Meyerchec y Spano, y lo había despachado en un tiempo récord. Aún debía de quedar un año más o menos para que el tribunal supremo tuviera que discutir esa sentencia, pero Sheila preveía una revisión judicial bastante lacónica seguida de una rápida votación con un resultado de nueve a cero que confirmara el fallo del juez Shingleton.

¿Cómo habían conseguido retratarla como a una juez liberal que apoyaba el matrimonio entre homosexuales?

La habitación daba vueltas a su alrededor. Con la llegada de la siguiente pausa publicitaria, se puso tensa y se preparó para el siguiente asalto, pero no emitieron nada, solo el graznido de un vendedor de coches y los apremios de un comerciante de muebles de rebajas.

Sin embargo, quince minutos después volvieron a pasar el anuncio. Sheila levantó la cabeza y miró incrédula las mismas imágenes, seguidas de la misma voz.

Sonó el teléfono. Al ver en la pantallita de quién se trataba, decidió no contestar. Se duchó y se vistió a toda prisa y a las ocho y media entraba en las oficinas de la campaña con una amplia sonrisa y deseando buenos días a todos. Los cuatro voluntarios estaban alicaídos. Tres televisores emitían tres programas distintos. Nat estaba en su despacho, gritándole a alguien por teléfono. Estampó el auricular, le hizo un gesto para que entrara y cerró la puerta detrás de ella.

– ¿Lo has visto? -preguntó.

– Dos veces -contestó ella, con toda calma.

Aparentemente, no estaba desconcertada. Todos estaban nerviosos, por lo que era importante intentar transmitir tranquilidad.

– Es una saturación de manual-dijo Nat-. Jackson, la costa, Hattiesburg, Laurel, cada quince minutos en todas las cadenas. Además de la radio.

– ¿De qué son los zumos?

– De zanahoria -contestó Nat, abriendo la pequeña nevera-. Despilfarran dinero como si nada, lo que por descontado significa que les entra a raudales. La típica emboscada: esperar hasta elIde octubre para pulsar el botón y empezar a imprimir billetes. Ya lo hicieron el año pasado en Illinois y Alabama. Y hace dos años en Ohio y Texas.

Nat sirvió dos vasos mientras hablaba.

– Siéntate y relájate, Nat -dijo Sheila, aunque él no le hizo caso.

– Los ataques publicitarios deben responderse del mismo modo -dijo-, y rápido.

– No estoy segura de que sea un ataque publicitario. No mencionan mi nombre.

– No hace falta. ¿Cuántos jueces liberales se presentan a las elecciones junto al señor Fisk?

– Ninguno, que yo sepa.

– Querida, desde esta mañana eres oficialmente una jueza liberal.

– ¿ De verdad? Pues me siento igual.

– Tenemos que responder, Sheila.

– No voy a dejarme arrastrar a un intercambio de ataques personales por el matrimonio entre homosexuales.

Nat al final tomó asiento y se calló. Se bebió el zumo y se quedó mirando al suelo hasta recuperar un ritmo de respiración pausado.

– Es fatídico, ¿ no? -preguntó Sheila, con una sonrisa, dándole un sorbo al suyo.

– ¿El zumo?

– El anuncio.

– Potencialmente, sí, pero estoy trabajando en algo.

– Nat rebuscó en una montaña de papeles junto a su mesa y sacó una carpeta muy fina-. Escucha esto: el señor Meyerchec y el señor Spano alquilaron un apartamento el 1 de abril de este año. Tenemos una copia del contrato de alquiler. Esperaron treinta días, tal como exige la ley, y luego se inscribieron en el censo. Al día siguiente, el 2 de mayo, solicitaron el carnet de conducir en Mississippi, hicieron el examen y aprobaron. El departamento de Tráfico emitió los carnets el 4 de mayo. Pasaron un par de meses, durante los cuales no se tiene constancia oficial de que buscaran trabajo, tramitaran alguna licencia empresarial ni nada que pudiera indicar que trabajaban aquí. Recuerda que aseguran ser ilustradores autónomos, sea lo que sea eso. -Hojeaba las páginas rápidamente, comprobando los datos aquí y allí-. Después de preguntar a los ilustradores que anuncian sus servicios en las páginas amarillas, descubrimos que nadie conoce ni a Meyerchec ni a Spano. Su piso está en una urbanización bastante grande, con muchos bloques de apartamentos y muchos vecinos, pero nadie recuerda haberlos visto por allí. Ah, y en los círculos gay, ni una sola persona de todas con las que nos hemos puesto en contacto admite conocerlos.

– ¿Quién se ha puesto en contacto con ellos?

– Espera, ahora voy a eso. Luego intentan obtener una licencia de matrimonio y el resto de la historia puedes seguirla en los periódicos.

– ¿Quién se ha puesto en contacto con ellos? Nat ordenó los papeles de la carpeta y la cerró.

– Aquí es donde se pone interesante. La semana pasada recibí una llamada de un joven que se presentó como estudiante gay de Derecho, aquí en Jackson. Me dio su nombre y el de su pareja, otro estudiante de Derecho. No están en el armario, pero tampoco preparados para el desfile del orgullo gayo El caso Meyerchec-Spano les llamó la atención, y cuando se convirtió en un tema de campaña, ellos, igual que otros muchos con dos dedos de frente, empezaron a sospechar. Conocen a muchos de los gays que viven aquí, en la ciudad, y les preguntaron por Meyerchec y Spano. Nadie los conoce. De hecho, la comunidad gay empezó a sospechar de ellos desde el momento en que se presentó la demanda. ¿Quiénes son estos tíos? ¿De dónde salen? Los estudiantes de Derecho decidieron encontrar la respuesta. Han llamado a los teléfonos de Meyerchec y Spano cinco veces al día, a horas distintas, y jamás les han contestado. Llevan treinta y seis días intentándolo sin obtener respuesta. Han hablado con los vecinos: no los han visto nunca. Nadie les vio trasladarse. Han llamado a la puerta y han mirado por las ventanas. El piso apenas está amueblado y no tienen nada colgado en las paredes. Para convertirse en verdaderos ciudadanos, Meyerchec y Spano pagaron tres mil dólares por un Saab de segunda mano, a nombre de los dos, como un matrimonio de verdad, y luego compraron una matrícula del estado. El Saab está aparcado delante del piso, pero nadie lo ha tocado en treinta y seis días.

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