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Hizo una nueva pausa para recibir una salva de clamorosos aplausos, que obviamente lo estimularon.

– La jueza Sheila McCarthy ha votado a favor de revocar

Más sentencias de muerte que cualquier otro miembro del tribunal. Sus opiniones están llenas de quisquillosidades legalistas que reconfortan a cualquier abogado penalista del estado. La ACLU, la asociación en defensa de los derechos civiles, la adora. Las opiniones de esta señora rezuman compasión por esos asesinos, dan esperanza a los criminales del corredor de la muerte. Señoras y señores, ha llegado el momento de quitarle la toga, la pluma, el voto y el poder de pisotear los derechos de las víctimas.

Paul había pensado anotar lo que decía, pero estaba demasiado paralizado para mover ni un dedo. Dudaba de que su jefa votara tan a menudo a favor de acusados sancionados con la pena capital, pero lo que sí sabía era que prácticamente todas las condenas estaban ratificadas. A pesar del trabajo chapucero de la policía, el racismo, la intención delictuosa de los fiscales, de los jurados amañados y de las estúpidas resoluciones de los jueces que presidían los procesos, a pesar de todos los defectos que pudiera tener el juicio, el tribunal supremo rara vez revocaba una condena. A Paulle asqueaba. La votación solía quedar en seis a tres, y Sheila acostumbraba a encabezar una minoría con voto, pero aventajada en número. Dos de los jueces jamás habían votado a favor de revocar una sentencia de muerte y uno de ellos nunca había votado a favor de revocar la sentencia de un proceso penal.

Paul sabía que, en privado, su jefa se oponía a la pena de muerte, pero también que estaba obligada a hacer cumplir las leyes del estado. Dedicaba gran parte de su tiempo a los casos en que se había dictado una pena capital y jamás había visto que hiciera prevalecer sus creencias personales sobre la ley. Si las actas del juicio estaban limpias, no dudaba en unirse a la mayoría y confirmar una condena.

Clete no cedió a la tentación de excederse hablando. Había dicho lo que quería decir y el anuncio de su candidatura había obtenido un éxito rotundo.

– Animo a todos los ciudadanos de Mississippi a quienes les importe la ley y el orden, a todos los que estén hartos de una delincuencia gratuita y sin sentido, a que se unan a mí para cambiar de arriba abajo este tribunal-acabó diciendo, bajando la voz para parecer más serio y sincero-. Muchas gracias.

Nuevos aplausos.

Dos de los policías más fornidos se acercaron al estrado. Los periodistas empezaron a lanzarle preguntas. ¿Ha ocupado alguna vez la silla de juez? ¿Con qué apoyo financiero cuenta para su campaña? ¿Quiénes son estos voluntarios? ¿Tiene alguna propuesta específica para acortar las apelaciones?

Clete estaba a punto de empezar a responder cuando un lo cogió del brazo.

– Ya está, señor. La fiesta ha terminado.

– Váyase al infierno -dijo Clete, zafándose del policía.

Los demás agentes se adelantaron, abriéndose camino a empujones entre los voluntarios, muchos de los cuales empezaron a gritarles.

– Vamos, amigo -dijo el agente.

– Piérdase. -A continuación se volvió hacia las cámaras para vociferar-: Miren esto. Blandos con el crimen, pero al cuerno con la libertad de expresión.

– Queda usted detenido.

– ¡Detenido! Me detiene porque estoy dando un discurso -protestó, mientras ponía las manos a la espalda sin que nadie se lo ordenara, de manera totalmente voluntaria e intencionada.

– No tiene permiso, señor -contestó otro policía, mientras dos más le ponían las esposas.

– Miren a los guardias del tribunal supremo, enviados desde la cuarta planta por las mismas personas contra las que me presento.

– Vamos, señor.

Clete siguió gritando mientras bajaba del estrado.

– No vaya quedarme mucho tiempo en la cárcel, y en cuanto salga voy a patear las calles para contar la verdad sobre esos cabrones liberales. De eso pueden estar seguros.

Sheila observaba el espectáculo desde la seguridad de su ventana. Otro letrado, cerca de los periodistas, le relataba lo que sucedía a través de un móvil.

Aquel chiflado de allí abajo la había escogido a ella.

Paul no se movió de allí hasta que lo recogieron todo y no quedó nadie; entonces, subió corriendo al despacho de Sheila, que estaba sentada a su escritorio, con su otro letrado y el juez McElwayne. El ambiente estaba cargado y el humor era sombrío. Miraron a Paul, como si por un casual pudiera traer buenas noticias.

– Ese tipo está loco -dijo.

Los demás asintieron con la cabeza, dándole la razón. -No parece en absoluto un títere del gran capital-comentó McElwayne.

– No había oído nunca hablar de él-dijo Sheila; con un hilo de voz. Parecía conmocionada-. Creo que un año tranquilo acaba de complicarse.

La idea de empezar una campaña desde la nada la abrumaba.

– ¿Cuánto costó tu campaña? -preguntó Paul.

Solo hacía dos años que había entrado a trabajar para el tribunal, por la época en que el juez McElwayne había tenido que librar su propia batalla por el cargo.

– Un millón cuatrocientos mil dólares.

Sheila soltó un bufido y se echó a reír.

– Tengo seis mil dólares en los fondos de campaña. Llevan años ahí.

– Pero yo tuve que enfrentarme a un oponente de verdad -repuso McElwayne-. Ese tipo es un chiflado.

– Los chiflados salen elegidos.

Veinte minutos después, Tony Zachary observaba el espectáculo encerrado en su despacho, a cuatro manzanas de allí. Marlin lo había grabado en vídeo y estaba encantado de volver a verlo.

– Hemos creado un monstruo -dijo Tony, riendo.

– Es bueno.

– Tal vez demasiado.

– ¿Quieres que se presente alguien más?

– No, creo que la papeleta ya está llena. Buen trabajo.

Marlin se fue y Tony marcó el número de Ron Fisk con decisión. Como era de esperar, el atribulado abogado respondió al primer timbrazo.

– Me temo que es cierto -dijo Tony, muy serio, y a continuación le relató el anuncio de la candidatura y la detención.

– Ese tipo está loco -dijo Ron.

– Totalmente. Mi primera impresión es que no es tan malo. De hecho, podría venirnos bien. Ese payaso atraerá mucha atención por parte de los medios de comunicación y parece que está dispuesto a desenterrar el hacha de guerra e ir a por McCarthy.

– ¿Por qué tengo un nudo en el estómago?

– La política no es un juego de niños, Ron, eso es algo que pronto aprenderás. No estoy preocupado, ahora mismo no. Sigamos ciñéndonos a nuestro plan, nada ha cambiado.

– A mi entender, unas elecciones con demasiados candidatos solo benefician al titular del cargo -observó Ron, y en general, tenía razón.

– No necesariamente. No hay razón para preocuparse.

Además, no podemos hacer nada si hay más gente que desea presentarse. Tú concéntrate, consúltalo con la almohada y hablamos mañana.

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