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A partir de ahí, la encuesta volvía a dar un giro y se olvidaba del tribunal supremo para concentrarse en los candidatos que se presentaban. Había preguntas sobre creencias religiosas, la asistencia a oficios religiosos y la financiación de la Iglesia, además de cuestiones como el aborto, la investigación con células madre, etc.

La encuesta acababa solicitando los datos básicos: raza, estado civil, número de hijos en caso de tenerlos, ingresos aproximados e historial de voto.

Los resultados generales confirmaron lo que Barry sospechaba: los votantes eran conservadores, de clase media, blancos (78 por ciento) y sería fácil ponerlos en contra de un juez liberal. La clave residía en convertir a la moderada y sensata Sheila McCarthy en la liberal radical que ellos necesitaban que fuera. Los investigadores de Barry estaban analizando hasta la última palabra que hubiera escrito en una resolución, tanto en calidad de jueza de distrito como de tribunal supremo. No podría escapar de sus palabras, ningún juez podía, y Barry tenía intención de crucificarla gracias a ellas.

Después de comer, se trasladaron a la mesa de reuniones, donde Barry había dispuesto las pruebas iniciales de los folletos para la campaña de Ron Fisk. Había cientos de fotografías nuevas de la familia Fisk en todo su esplendor: entrando en la iglesia, en el porche delantero, en el campo de béisbol, los padres juntos, solos, desbordando amor y ternura.

Los anuncios blandos todavía estaban en fase de edición, pero Barry quiso enseñárselos de todos modos. Los había filmado un equipo enviado expresamente a Mississippi desde Washington. En el primero aparecía Fisk junto a un monumento de la guerra de Secesión, en el campo de batalla de Vicksburg, oteando el horizonte como si oyera retumbar los cañones a lo lejos. Su voz suave y de fuerte acento se oía encima: «Me llamo Ron Fisk. Mi tatarabuelo murió en este lugar en julio de 1863. Era abogado, juez y miembro de la asamblea legislativa del estado. Su sueño era servir en el tribunal supremo. Hoy, ese también es mi sueño. Mi familia ha vivido en Mississippi durante siete generaciones y os pido vuestro apoyo».

Tony parecía sorprendido.

– ¿La guerra de Secesión?

– Por supuesto, les encanta.

– ¿Y el voto de los negros?

– Conseguiremos el 30 por ciento de esos votos en las iglesias. No necesitamos más.

El siguiente anuncio se había grabado en el despacho de Ron, que, sin chaqueta, arremangado, con la mesa ordenada con cuidadoso descuido y dirigiéndose a la cámara con una mirada sincera, hablaba del amor que sentía por la ley, de que siempre había que perseguir la verdad y de que debía exigirse imparcialidad a aquellos que ocupan un cargo en el tribunal. Era un anuncio bastante simplón, pero transmitía afabilidad e inteligencia.

Había un total de seis anuncios.

– Estos son los blandos -aseguró Barry.

Un par seguramente no sobrevivirían al proceso de edición posterior y había muchas posibilidades de que el equipo de filmación tuviera que volver a Mississippi.

– ¿Y los duros? -preguntó Tony.

– Todavía están con el guión. No los necesitamos hasta septiembre, después del Día del Trabajador.

– ¿ Cuánto llevamos gastado hasta el momento?

– Un cuarto de millón. Un granito de arena en el desierto.

Se pasaron las siguientes dos horas con un asesor en internet cuya compañía se dedicaba a recaudar dinero para las carreras electorales. Hasta el momento, había reunido una base de datos con unas cuarenta mil direcciones de correo electrónico: personas que habían contribuido en campañas anteriores, miembros de las asociaciones y grupos que ya se habían embarcado en su empresa, conocidos activistas políticos del ámbito local y un número más pequeño de gente de fuera de Mississippi que podría simpatizar con ellos y enviarles un cheque. Calculaba que la lista aumentaría en otros diez mil y presumía que las contribuciones totales rondarían los quinientos mil dólares. Lo más importante de todo era que su lista estaba a punto. En cuanto le dieran luz verde, solo tenía que pulsar un botón para enviar la solicitud y los cheques empezarían a llegar.

La luz verde fue el tema de conversación durante la larga cena de esa noche. Faltaba un mes para la fecha límite en que poder presentarse a las elecciones. Aunque corrían los rumores habituales, Tony creía firmemente que los comicios no atraerían a más oponentes.

– Solo habrá tres caballos -dijo- y dos son nuestros.

– ¿Qué hace McCarthy? -preguntó Barry.

Recibía actualizaciones diarias de sus movimientos, los cuales apenas habían revelado nada hasta el momento.

– No mucho. Parece que todavía está traumatizada. Estaba la mar de tranquila y de repente se encuentra con que un vaquero chiflado llamado Coley la acusa de liberal y amiga de convictos y con que los periódicos publican todo lo que él dice. Estoy seguro de que McElwayne está asesorándola, es su secuaz, pero todavía tiene que organizar un equipo de gente para la campaña.

– ¿Está recaudando dinero?

– La semana pasada, los abogados litigantes enviaron uno de sus habituales correos electrónicos para meter miedo, en el que pedían dinero a sus miembros. No tengo ni idea de cómo les va.

– ¿Sexo?

– El amante de siempre. Sale en los informes. Por ahora nada sucio.

Poco después de abrir la segunda botella de pinot noir de Oregón, decidieron presentar a Fisk al cabo de un par de semanas. El chico estaba preparado, tirando de las riendas, desesperado por salir a la pista. Todo estaba listo. Se iba a tomar una excedencia de seis meses en el trabajo y sus compañeros de bufete habían recibido la noticia de buen grado. y con razón. Acababan de conseguir cinco nuevos clientes: dos compañías madereras de peso, una empresa de Houston que construía oleoductos y dos firmas de gas natural. La amplia alianza de grupos de presión se había subido al barco y aportaba dinero y soldados para la batalla. McCarthy tenía miedo hasta de su sombra y por lo visto esperaba que Clete Coley se desvaneciera de la noche a la mañana o se autodestruyera.

Entrechocaron las copas y brindaron por la víspera de una campaña emocionante.

Como siempre, la reunión se celebró en la sala anexa de la iglesia de Pine Grove y, como siempre, varias personas ajenas al caso intentaron colarse para ponerse al día de las últimas noticias. El pastor Ott las acompañó hasta la puerta con suma educación, explicándoles que se trataba de una reunión privada entre los abogados y sus clientes.

Además del caso Baker, los Payton tenían pendientes otros treinta procesos más en Bowmore. Dieciocho estaban relacionados con fallecidos y los otros doce con personas afectadas por el cáncer en distintos estadios. Cuatro años antes, los Payton habían tomado la decisión táctica de probar primero con el mejor caso que tenían, el de Jeannette Baker. Les resultaría mucho más barato que intentarlo con los treinta y uno a la vez. El de Jeannette era el más conmovedor, ya que había perdido a toda su familia en un lapso de ocho meses. En estos momentos parecía que habían acertado con su decisión.

Wes y Mary Grace odiaban aquellas reuniones. Sería difícil encontrar a un grupo de gente más triste. Habían perdido hijos, maridos y esposas. Padecían enfermedades terminales y debían vivir con terribles dolores. Hacían preguntas que carecían de respuesta, una y otra vez, con ligeras variaciones porque no había dos casos idénticos. Unos querían abandonar y otros estaban dispuestos a seguir luchando. Unos querían dinero y otros únicamente deseaban que Krane fuera imputado por su responsabilidad. Siempre había lágrimas y palabras duras, y por eso el pastor Ott asistía a esas reuniones, para tranquilizarlos con su presencia.

Ahora, con el conocido veredicto del caso Baker, los Payton sabían que el resto de sus clientes tenían expectativas mucho más elevadas. Seis meses después de la sentencia, los clientes estaban más ansiosos que nunca. Llamaban al despacho a todas horas y mandaban cada vez más cartas y correos electrónicos.

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