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Barry Rinehart consiguió reprimir su entusiasmo. Ron Fisk era la más perfecta de todas sus creaciones.

Al día siguiente y a lo largo del domingo, salvaron a la familia por todo el sur de Mississippi. Utley y Wilfong atraían a mucha gente, y, por descontado, la multitud adoraba a Ron y a Doreen Fisk.

Los que prefirieron no subir a un autobús parroquial para asistir al mitin, fueron bombardeados sin compasión con anuncios de televisión, y el cartero siempre estaba cerca, arrastrando hasta los hogares sitiados más propaganda electoral.

Mientras la campaña seguía adelante públIcamente en un frenesí aturdidor, uno de sus aspectos más oscuros tomó forma durante el fin de semana: bajo la dirección de Marlin, una docena de agentes se repartieron por el distrito y saludaron a viejos contactos. Visitaron a alcaldes rurales en sus tierras, a predicadores negros en sus iglesias y a dirigentes políticos comarcales en sus cabañas de caza. Se revisaron los censos de votantes, se llegó a un acuerdo sobre la cifra y el dinero cambió de manos. La tarifa era veinticinco dólares por voto. Algunos lo llamaban «dinero para gasolina», como si pudiera justificarse como un gasto legaL

Los agentes trabajaban para Ron Fisk, aunque él jamás sabría de sus actividades. Las sospechas aumentarían tras el recuento, después de que Fisk recibiera un número increíble de votos de los distritos electorales negros, pero entonces Tony le aseguraría que solo se trataba de gente prudente que había comprendido lo que le convenía.

El 4 de noviembre, dos tercios de los votantes censados en el distrito sur emitieron su voto.

Cuando los colegios electorales cerraron a las siete de la tarde, Sheila McCarthy se dirigió derecha en coche al Biloxi Riviera Casino, donde sus voluntarios se preparaban para una fiesta, en la que no se admitían periodistas. Los primeros resultados fueron hasta cierto punto satisfactorios. Había ganado en el condado de Harrison, su hogar, con el 55 por ciento de los votos.

Nat Lester supo que estaban acabados cuando vio la cifra en J ackson, en las oficinas electorales centrales de McCarthy. Fisk se llevaba casi la mitad de los votos del condado que menos les preocupaba del distrito. Las cosas empezaron a empeorar muy poco después.

Ron y Doreen estaban comiendo pizza en la abarrotada oficina de campaña en el centro de Brookhaven. Se estaba llevando a cabo el recuento de los votos del condado de Lincoln al otro extremo de la calle y cuando les anunciaron que sus vecinos habían acudido en masa a las urnas y les habían dado el 75 por ciento de los votos, empezó la fiesta. En el condado de Pike, alIado de casa, Fisk obtuvo el 64 por ciento de los votos.

Tras perder el condado de Hancock, en la costa, Sheila dio por finalizada la noche, así como su carrera en el tribunal supremo. En un lapso de diez minutos perdió el condado de Forrest (Hattiesburg), el de Jones (Laurel) y el de Adams (Natchez).

A las once de la noche se había hecho el recuento en todos los distritos electorales. Ron Fisk se anotaba una holgada victoria con el 53 por ciento de los votos. Sheila McCarthy había obtenido el 44 por ciento y Clete Coley había logrado conservar suficientes admiradores como para obtener el3 por ciento restante. Era una contundente paliza, Fisk solo había perdido en los condados de Harrison y Stone.

Había batido a McCarthy incluso en el condado del Cáncer, aunque no en los cuatro distritos electorales dentro de los límites de la ciudad de Bowmore. Sin embargo, en las zonas rurales, donde los pastores de la Coalición de Hermanos habían trabajado el campo sin descanso, Ron Fisk había sacado casi el 80 por ciento de los votos.

Mary Grace lloró al ver las cifras definitivas del condado de Cary: Fisk, 2.238; McCarthy, 1.870; Coley, 55.

La única buena noticia fue que el juez Harrison había sobrevivido, aunque por poco.

Las cosas volvieron a la normalidad durante la semana posterior a las elecciones. Sheila McCarthy mostró su cara más digna de buena perdedora en varias entrevistas. Sin embargo, también añadió: «Será interesante ver cuánto dinero recaudó y gastó el señor Fisk».

El juez Jimmy McElwayne fue menos magnánimo. Se le citaba en varios artículos: «No me entusiasma trabajar con un hombre que pagó tres millones por un puesto en el tribunal».

Sin embargo, cuando se presentaron las cifras, esos tres millones se quedaron cortos. La campaña de Fisk presentó facturas por un total de cuatro millones cien mil dólares, con la friolera de dos millones novecientos mil recaudados durante los treinta y un días de octubre. El 91 por ciento de ese dinero provenía de fuera del estado. En el informe no aparecía ni una sola contribución procedente de grupos como Víctimas Judiciales por la Verdad, Víctimas en Rebeldía o ARMA, ni de pagos realizados a estos. Fisk firmó el informe, tal como exigía la ley, pero tenía muchas preguntas sobre la financiación. Presionó a Tony para obtener respuestas sobre sus métodos de recaudación de fondos y cuando dichas respuestas fueron vagas, intercambiaron duras palabras. Fisk lo acusó de ocultar dinero y de aprovecharse de su inexperiencia. Tony le respondió exaltado que le habían prometido fondos ilimitados y que no era justo protestar a aquellas alturas.

– ¡Deberías agradecérmelo en vez de estar quejándote por el dinero! -le gritó, durante una larga y acalorada reunión.

Sin embargo, no tardarían en recibir los ataques de los periodistas y para entonces tendrían que presentar un frente unido.

La campaña de McCarthy había recaudado un millón novecientos mil dólares y había gastado hasta el último centavo. Tardarían años en liquidar el pagaré de quinientos mil dólares presentado por Willy Benton y firmado por doce de los directores de la ALM.

Una vez que estuvieron disponibles las cifras definitivas, estalló una tormenta en los medios de comunicación. Un equipo de periodistas de investigación de The Clarion- Ledger fue tras Tony Zachary, Visión Judicial, Ron Fisk y muchos de los contribuyentes de fuera del estado que habían enviado cheques de cinco mil dólares. Los grupos empresariales y los abogados litigantes intercambiaron palabras airadas a través de varios periódicos. Los editoriales reclamaron airadamente la necesidad de una reforma. El secretario de Estado persiguió a Víctimas Judiciales por la Verdad, Víctimas en Rebeldía y ARMA por algunos detalles como los nombres de los miembros y las cifras totales invertidas en publicidad. Sin embargo, las investigaciones toparon con una férrea oposición por parte de los abogados de Washington con amplia experiencia en cuestiones electorales.

Barry Rinehart lo contemplaba todo desde la comodidad de su magnífico despacho en Boca Ratón. Aquellas bufonadas postelectorales eran la norma, no la excepción. Los perdedores siempre se quejaban de la ausencia de juego limpio. En un par de meses, el juez Fisk habría tomado posesión del cargo y la mayoría de la gente ya habría olvidado la campaña que lo había llevado hasta allí.

Barry ya estaba por otros asuntos, negociando con nuevos clientes. Un juez del tribunal de apelaciones de minois había estado fallando en contra de las aseguradoras durante años y había llegado el momento de pararle los pies. Sin embargo, todavía estaban discutiendo sobre los honorarios de Barry, los cuales se habían disparado sustancialmente tras la victoria de Fisk.

Casi siete de los ocho millones de dólares que Carl Trudeau había hecho llegar por distintos medios a Barry y a sus «unidades» afines, seguían intactos y a buen recaudo.

Dios, gracias por la democracia, se repetía Barry varias veces al día.

– ¡Que vote la gente!

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