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En el segundo caso, la ciudad de Tupelo, en respuesta a un tiroteo en el patio de un colegio durante el que no hubo víctimas mortales, pero en el que resultaron heridas cuatro personas, se aprobó una ordenanza que prohibía la posesión de armas de fuego a menos de cien metros de un colegio público. Los abogados a favor de las armas interpusieron una demanda y la Asociación Americana del Rifle intervino y presentó un escrito solemne y rimbombante como amicus curiae. El tribunal revocó la ordenanza apoyándose en la Segunda Enmienda, pero Sheila disintió y, al hacerlo, no pudo evitar la tentación de echarle un rapapolvo a la AAR.

Un rapapolvo que ahora se volvía contra ella. Sheila vio el último anuncio de Fisk en su despacho, sola y con la deprimente sensación de que sus posibilidades se volatilizaban. En un estrado tenía tiempo para justificar su voto y para arremeter contra los que sacaban sus palabras de contexto; pero en televisión solo disponía de treinta segundos. Era imposible, y los astutos manipuladores de Ron Fisk lo sabían.

Después de un mes en el Pirate's Cave, Clete Coley había abusado con creces de la hospitalidad del casino. El dueño estaba harto de regalar una suite del ático y de satisfacer el insaciable apetito de Coley. El candidato comía tres veces al día, muchas de ellas en la habitación. En las mesas de blackjack, bebía ron como si fuera agua y no había noche que no acabara borracho. Importunaba a los crupieres, insultaba a los demás jugadores y magreaba a las camareras. El casino se había embolsado unos veinte mil dólares por Coley, pero los gastos ascendían como mínimo a la misma cantidad.

Marlin lo encontró en el bar a media tarde, tomando una copa, calentándose para otra larga noche de mesas. Después de una pequeña charla, Marlin fue al grano.

– Nos gustaría que te retiraras de las elecciones -dijo-, y que cuando te despidas apoyes a Ron Fisk.

Clete entrecerró los ojos. Unas arrugas profundas surcaron su frente.

– ¿Cómo?

– Ya me has oído.

– No estoy seguro de haberte oído bien.

– Te pedimos que te retires y que apoyes a Fisk. Es sencillo.

Coley apuró su vaso de ron sin apartar la mirada de Marlin.

– ¿Y qué más? -preguntó.

– No hay mucho más que decir. Tus posibilidades son muy remotas, por decirlo suavemente. Has hecho un buen trabajo, has animado el catarro y has atacado a McCarthy, pero ha llegado el momento de echarle un cable a Fisk para ayudarle a salir elegido.

– ¿ Y si no me gusta Fisk?

– Estoy seguro de que tú tampoco le gustas a él, pero eso es irrelevante. La fiesta ha terminado. Te lo has pasado bien, has salido en los titulares, has conocido a gente muy interesante por el camino, pero has dado tu último discurso.

– Las papeletas ya están impresas y mi nombre aparece en ellas.

– Eso significa que tus cuatro fans se quedarán con un palmo de narices, jqué lástima!

Coley dio un nuevo trago al ron.

– Vale, cien mil por entrar, ¿cuánto por salir?

– Cincuenta.

Sacudió la cabeza y miró las mesas de blackjack a lo lejos. -N o es suficiente.

– No estoy aquí para negociar. Son cincuenta mil en efectivo. La misma maleta que antes, aunque no tan pesada. -Lo siento, mi precio es cien.

– Mañana estaré aquí, a la misma hora, en el mismo sitio.

Dicho esto, Marlin desapareció.

A las nueve de la mañana siguiente, dos agentes del FBI llamaron a la suite del ático con energía.

– ¿Quién coño es? -preguntó Clete, cuando consiguió acercarse a la puerta, tambaleante.

– FBI. Abra.

Clete abrió un resquicio, pero no descorrió la cadena.

Gemelos. Traje oscuro. El mismo peluquero. -¿Qué quieren?

– Nos gustaría hacerle unas preguntas, y preferiríamos no tener que hacerlo desde este lado de la puerta.

Clete acabó de abrirla y los invitó a pasar con un gesto de la mano. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos, estilo NBA, que le llegaban hasta las rodillas y le tapaban medio culo. Coley se devanó los sesos intentando recordar qué ley habría infringido, mientras los veía sentarse en la pequeña mesa del salón. No le vino nada reciente a la mente, aunque a esas horas del día poco podía venirle. Encajó como pudo la voluminosa barriga -¿cuánto peso habría ganado en el último mes?- en una silla y echó un vistazo a sus placas.

– ¿Le dice algo el nombre de Mick Runyun? -preguntó uno de ellos.

Desde luego que le sonaba, pero no estaba dispuesto a admitir nada.

– Tal vez.

– Traficante de metanfetamina. Le representó hace tres años en el tribunal federal. Le cayeron diez años, cooperó con el gobierno, un chico majo.

– Ah, ese Mick Runyun.

– Sí, ese. ¿ Le pagó sus honorarios?

– Mis archivos están en el despacho de Natchez.

– Genial. Tenemos una orden para llevárnoslos. ¿ Pode- mos encontrarnos allí mañana? -Será un placer.

– De todos modos, suponemos que sus archivos no nos dirán demasiado sobre los honorarios pagados por el señor Runyun. Una fuente fidedigna nos ha dicho que le pagó veinte mil dólares en efectivo y que usted nunca los declaró.

– jNo me diga!

– Si es cierto, habría cometido un delito al violar la ley RICO de asociación de malhechores y algunas otras federales.

– La vieja RICO. No tendríais trabajo sin ella.

– ¿Mañana a qué hora?

– Tenía pensado hacer campaña mañana. Solo faltan dos semanas para las elecciones.

Miraron a aquel mostrenco con cara de sueño, despeinado y con resaca y les resultó cómico que fuera candidato para el tribunal supremo.

– Mañana al mediodía estaremos en su oficina de Natchez. Si no aparece por allí, tenemos orden de detenerlo. Eso impresionaría a los votantes.

Salieron de la habitación y cerraron de un portazo. Entrada la tarde, Marlin apareció como había prometido.

Pidió un café, aunque no lo tocó. Clete pidió una copa de ron con soda, aunque olía como si no fuera la primera del día.

– ¿Cerramos el trato en cincuenta, Clete? -preguntó Marlin, después de mirar embrujado a la ajetreada camarera.

– Todavía estoy pensando.

– ¿Fueron buenos contigo esos dos federales esta mañana?

Clete ni se inmutó, no hizo ni un solo gesto que revelara asombro. De hecho, no le sorprendía en absoluto.

– Buena gente -dijo-. Supongo que el senador Rudd está entrometiéndose de nuevo. Quiere que Fisk gane porque son de la misma especie. Todos sabemos que Rudd es tío del fiscal federal de allí abajo, un imbécil redomado que solo consiguió el cargo gracias a sus contactos. Estoy seguro de que no encontraría trabajo en ningún otro sitio. Rudd se vale de su sobrino, que manda al FBI a retorcerme el brazo. Yo desaparezco, cantando las alabanzas de Ron Fisk, y él consigue una gran victoria. Él está contento. Rudd está contento. El gran capital está contento. La vida es maravillosa, ¿no?

– Te acercas bastante -admitió Marlin-. Y tú también te llevaste veinte mil en efectivo en concepto de honorarios de un traficante de droga y no los declaraste. Bastante estúpido por tu parte, pero no es el fin del mundo. No hay nada que el senador no pueda arreglar. Sigue el juego, coge el dinero, despídete con una graciosa reverencia y no volverás a oír hablar de los federales nunca más. Caso cerrado.

Clete clavó sus ojos enrojecidos en los azules de Marlin. -¿Prometido?

– Prometido. Un apretón de manos y puedes olvidarte de la reunión de mañana al mediodía en N atchez.

– ¿Dónde está el dinero?

– Fuera, a la derecha, en el mismo Mustang verde.

Marlin dejó las llaves sobre la barra, con delicadeza. Clete las recogió y desapareció.

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