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Llegó un médico y examinó a Josh. Parecía que el niño respondía sin problemas. Veía, oía, recordaba los detalles, incluso mencionó si podía volver al campo. El médico dijo que no, igual que el entrenador Fisk.

– Tal vez mañana -dijo Ron, para tranquilizarlo.

Ron tenía todavía un nudo en la garganta, aunque empezaba a calmarse. Se lo llevaría a casa en cuanto acabara el partido.

– Parece que está bien -dijo el médico-, pero no estaría de más que le hicieran una placa.

– ¿Ahora? -preguntó Ron.

– No hay prisa, pero yo la haría esta noche.

Al final de la tercera entrada, Josh estaba sentado bromeando con sus compañeros. Ron había regresado a la línea de la tercera base y estaba dando instrucciones en voz baja a uno de los corredores cuando uno de los Rockies lo llamó desde el banquillo.

– ¡Josh está vomitando!

Los árbitros detuvieron el juego y los entrenadores despej aran el banquillo de los Rockies. Josh estaba mareado, sudaba profusamente y tenía náuseas. El médico no se había alejado demasiado y al cabo de unos minutos llegó una camilla con dos sanitarios. Ron sostuvo la mano de su hijo de camino al aparcamIento.

– No cierres los ojos -no dejaba de repetir Ron-. Dime algo, Josh.

– Me duele la cabeza, papá.

– Estás bien, pero no cierres los ojos.

Subieron la camilla a la ambulancia, la afianzaron y dejaron sitio para que Ron se sentara junto a su hijo. Cinco minutos después se detenían en la entrada de urgencias del Henry County General Hospital. Josh estaba despierto y no había vuelto a vomitar desde que habían salido del estadio.

Una hora antes había ocurrido un accidente de coche en el que se habían visto implicados tres vehículos y en urgencias no daban abasto. El primer médico que examinó a Josh pidió un TAC y le dijo a Ron que no podía pasar de allí.

– Creo que está bien -dijo el médico, y Ron buscó una silla en la abarrotada sala de espera.

Llamó a Doreen y consiguió manejar la delicada conversación. Los minutos se alargaban, daba la impresión de que el tiempo se había detenido.

El entrenador Jefe de los Koclnes, el antIguo socio ctel bufete de Ron, llegó apurado y convenció a Ron para que saliera un momento. Tenía que enseñarle algo.

– Es esto -dijo, sacando un bate de aluminio del asiento trasero del coche.

Era un Screamer, un bate muy popular fabricado por Win Rite Sporting Goods, uno de los muchos que podían encontrarse en cualquier estadio del país.

– Fíjate bien -dijo el entrenador, frotando la etiqueta del bate, que alguien había intentado rayar-. Es un menos siete; hace años que se prohibió.

Menos siete informaba de la proporción entre el peso y el tamaño del bate. Medía setenta y tres centímetros y medio, pero solo pesaba medio kilo, mucho más fácil de balancear sin aplicar fuerza al impactar con la pelota. La normativa vigente prohibía una diferencia mayor a cuatro puntos. El bate tenía no menos de cinco años.

Ron lo miró sin salir de su asombro, como si fuera un rifle humeante.

– ¿De dónde lo has sacado?

– Le eché un vistazo cuando el crío volvió al plato. Se lo enseñé al árbitro, que dijo que era antirreglamentario y fue tras el entrenador. Yo también fui tras él, pero, para serte sincero, el tipo no parecía tener ni idea. Me lo dio.

Llegaron más padres de los Rockies y luego algunos de los jugadores. Se reunieron alrededor de un banco cerca de la salida de urgencias y esperaron. Transcurrió una hora antes de que el médico regresara para informar a Ron.

– El TAC está limpio -anunció el médico-. Creo que está bien, solo es una contusión leve.

– Gracias a Dios.

– ¿Dónde viven?

– En Brookhaven.

– Puede llevárselo a casa, pero que guarde reposo absoluto durante unos días. No puede hacer deporte de ningún tipo. Si tiene mareos, dolor de cabeza, visión doble o borrosa, las pupilas dilatadas, le pitan los oídos, un sabor en la boca extraño, cambios de humor o parece aletargado, llévelo al médico de cabecera.

– Ron asintió y se dispuso a anotarlo-. Se lo escribiré y se lo daré con el alta médica y el TAC.

– Bien, claro.

El médico se detuvo unos segundos y miró a Ron con curiosidad.

– ¿A qué se dedica? -le preguntó al fin.

– Soy juez, del tribunal supremo.

El médico sonrió y le tendió la mano.

– Le envié un cheque el año pasado. Gracias por lo que está haciendo.

– Gracias a usted, doctor.

Una hora después, a las doce menos diez de la noche, abandonaron Russburg. Josh iba sentado en el asiento delantero, con una bolsa de hielo en la sien, escuchando el partido de los Braves y los Dodgers por la radio. Ron le echaba una mirada cada diez segundos, dispuesto a actuar a la más mínima señal de alarma. No hubo ninguna, hasta que llegaron a las afueras de Brookhaven.

– Papá, me duele un poco la cabeza.

– La enfermera dijo que era normal que te doliera un poco la cabeza. Pero si te duele mucho, significa problemas. En una escala. de uno a diez, ¿ cuánto te duele?

– Tres.

– Vale, cuando llegue a cinco, me avisas.

Doreen los esperaba en la puerta, con millones de preguntas. Leyó el alta médica en la mesa de la cocina mientras Ron y Josh comían un sándwich. Aunque estaba hambriento cuando salieron de Russburg, Josh dejó el sándwich al cabo de dos bocados. De repente parecía irritado, pero hacía horas que debía estar en la cama. Cuando Doreen quiso hacerle su propio examen físico, Josh la rechazó con malos modos y se fue al lavabo.

– ¿Tú qué crees? -preguntó Ron.

– Yo creo que está bien -contestó ella- Tal vez un poco malhumorado y amodorrado.

Tuvieron una dura pelea a la hora de decidir cómo iban a dormir. Josh tenía once años y de ninguna de las maneras compartiría la cama con su madre. Ron le dejó claro, con bastante firmeza, que esa noche en concreto y en esas circunstancias tan poco habituales, dormiría con su madre. Ron dormitaría en una silla, junto a la cama.

Bajo la atenta mirada de ambos progenitores, Josh se durmió enseguida. A continuación lo hizo Ron, en la silla, y hacia las tres y media de la madrugada Doreen claudicó y cerró los ojos.

Volvió a abrirlos una hora después, alarmada por los gritos de Josh. Había vuelto a vomitar y tenía la cabeza a punto de estallar. Estaba mareado, decía incoherencias, lloraba y aseguraba que lo veía todo borroso.

El médico de familia era un amigo íntimo, llamado Calvin Treet. Ron lo llamó mientras Doreen corría a la casa de aliado en busca de una vecina. Al cabo de diez minutos entraban por la puerta de urgencias del hospital de Brookhaven. Ron llevaba a Josh en brazos y Doreen tenía los papeles del alta y el escáner. El médico de urgencias realizó un rápido examen y el resultado no fue nada halagüeño: ritmo cardíaco irregular, pupilas desiguales y somnolencia. El doctor Treet se hizo cargo del niño en cuanto llegó, mientras el médico de urgencias repasaba el alta médica.

– ¿Quién leyó el escáner? -preguntó Treet.

– El médico de Russburg -contestó Ron.

– ¿Cuándo?

– Sobre las ocho de la tarde de ayer.

– ¿Hace ocho horas?

– Más o menos.

– No se ve nada -dijo-. Le haremos otro.

El médico de urgencias y una enfermera se llevaron a Josh a una sala de reconocimiento.

– Tendréis que esperar aquí, volveré enseguida -les dijo Treet a los Fisk.

Se dirigieron a la sala de espera como un par de sonámbulos, demasiado aturdidos y angustiados para decir nada. La sala estaba vacía, pero daba la impresión de haber sobrevivido a una noche movida: latas de refresco vacías, periódicos por el suelo, envoltorios de caramelos por las mesas. ¿Cuántas personas más habrían estado allí esperando, desorientadas, a que los médicos aparecieran con malas noticias?

Entrelazaron las manos y rezaron largo rato. Al principio lo hicieron en silencio y luego fueron repitiendo lo mismo una y otra vez, en voz baja. Al terminar, sintieron que la oración les había procurado cierto alivio. Doreen llamó a casa, habló con la vecina que estaba cuidando a los niños y prometió volver a llamarla cuando supieran algo.

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